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Sobre «la ceremonia del adiós»

Fuentes: Rebelión

LA CEREMONIA DEL ADIÓS Siempre he leído con mucho interés a la Beauvoir, y recientemente me he terminado alguna que otra cosita suya. Un par de cosas que no había leído de ella, todavía: leídas en su momento las «Memorias de una joven casi formal», fue el turno de «La fuerza de las cosas» y […]

LA CEREMONIA DEL ADIÓS

Siempre he leído con mucho interés a la Beauvoir, y recientemente me he terminado alguna que otra cosita suya. Un par de cosas que no había leído de ella, todavía: leídas en su momento las «Memorias de una joven casi formal», fue el turno de «La fuerza de las cosas» y de «La ceremonia del adiós» (de lo novelístico o filosófico-político no hablo: es otro tema; disfruté «Los mandarines» en su momento y tantas otras cosas menores).

Siempre es interesante leer a la Beauvoir: en cuanto le dabas dos folios te empezaba a contar algo de ella. Siempre. Pero merece la pena. En «La fuerza de las cosas» se leen cosas interesantes, y se dejan de leer otras no menos interesantes: Malraux revoloteando por el poder, Camus (su ruptura con Sartre y su muerte), Cuba, China, la URSS, otros literatos y amores contingentes, etc. Bien como experiencia.

Pero lo que me ha impresionado, y por ello escribo estas líneas, ha sido «La ceremonia del adiós». La onda expansiva de la necesidad de la Beauvoir por contar sus cosas afectó siempre a la intimidad de Sartre, pero en este libro esto es exagerado y, se nos descubre a un pobre viejo ciego que se orina encima y se tira la comida sobre los pantalones hasta que, un día, acaba muriendo.

Había oído hablar del libro, pero leerlo ha sido toda una experiencia. Mi admirado Sartre reducido a una masa de carne moribunda: unas piernas que no andan, unos esfínteres que hacen la guerra por su cuenta, una vista que se apagó definitivamente, un corazón tocado y un cerebro que no termina de ir del todo, ya. Y esa decadencia, como siempre, regado con alcohol y aromatizada con tabaco.

Voy a utilizar, para calificar todo esto, una palabra que no me gusta, pues está demasiado prostituida (no proustituida, que sería otra cosa): me parece inmoral.

Contar esas cosas y encuadernarlas me parece inmoral. Si las pones en una novela es distinto, Simona: en ese caso, la realidad da igual, y siempre cabe dudar o discutir (como te pasó con «Los mandarines»). Pero en un libro de memorias creo que es inmoral. Todos tenemos derecho a extinguirnos con dignidad, a degenerarnos en la intimidad y sin espectáculos, y a que nadie haga casquería literaria con nuestros males y apagares. Imaginar a un Sartre meado por las proximidades del Panteón, en Roma, me parece excesivamente duro. Sobre todo para él, joder, pónganse en su posición.

Hay un dirigente mundial, hoy día, que está haciendo de sus males físicos un espejo para sus seguidores, y ese exhibicionismo también me parece duro: me refiero al Papa Juan Pablo II. Pero cambian las circunstancias: primero, porque es él mismo el que (aparentemente) decide regalar su imagen enferma a sus seguidores. En segundo lugar, porque si cree en Dios (y en un Papa esto lo presumimos, como el valor en los soldados), debe estar convencido de que es otro Cristo, un ejemplo para fieles, un hombre que saca fuerzas de no sé dónde y se sobrepone, decidiendo seguir adelante y sufrir, como Cristo en la cruz. Tiene lógica, aunque, como su reino, esa lógica no es de este mundo, claro.

Pero lo de Sartre no: se parece eso mucho a lo que podría vivir hoy cualquier folklórica que está enferma y las gentes de su alrededor vendan exclusivas a su costa. Y salgan en televisión a decir que la mano se le quedó así o asá, o lo que sea, o que ya no puede ni comer o andar por sí misma. Y que la llevan al baño o la lavan. Feo. Inmoral.

Mal, Beauvoir, mal. Esta vez, mal. Para ser exactos, inmoral.