Una revolución social no es nunca el resultado de la acción de una sola persona, ni tampoco de un solo grupo humano, sea una clase social, una generación o un partido político. Y en tanto transformación radical, guiada por el propósito de eliminar toda forma de explotación, tampoco es algo que puede detenerse en el […]
Una revolución social no es nunca el resultado de la acción de una sola persona, ni tampoco de un solo grupo humano, sea una clase social, una generación o un partido político. Y en tanto transformación radical, guiada por el propósito de eliminar toda forma de explotación, tampoco es algo que puede detenerse en el tiempo, sino que implica un constante movimiento. Revolución que se detiene, muere. Por eso, o es obra colectiva y en permanente transformación, o no es. Lejos de denotar su muerte, los conceptos que indican movimiento tienen que situarse en el centro del imaginario revolucionario. Si el capitalismo está signado por el predominio de la dinámica del capital, los rasgos esenciales del socialismo no pueden ser otros que los de la socialización constante del poder y de la propiedad. La democratización del poder, en todas las formas diversas en que este puede manifestarse, constituye su intención.
Hago estas precisiones conceptuales para explicitar el marco desde el que hago mi interpretación de los contenidos del documento titulado Cuba soñada-Cuba posible-Cuba futura: propuestas para nuestro porvenir inmediato. Lo primero que quiero hacer es insistir en la necesaria desatanización de conceptos tales como renovación y transición, que, en sí mismos, no indican todavía ninguna posición política, por la simple razón de que toda sociedad está siempre transformándose. Los obtusos guardianes de la ortodoxia quieren detener el movimiento, sin entender que la sociedad es un flujo. Idea que, por cierto, está entre los principales aportes de Carlos Marx. Pensar un país implica pensar las fuerzas y estructuras objetivas que empujan esa renovación y transición en una u otra dirección. No puede ser de otra manera. Mi segunda intención es la de afirmar el derecho y el deber de todo revolucionario de pensar su revolución y de actuar en consonancia con ello. Algo que, por otra parte, confluye con lo que llamamos derechos de ciudadanía. Se es ciudadano no sólo porque se posea un pasaporte, sino porque se tiene y se ejercita la potestad de intervenir en el manejo de lo público. Y, consiguientemente, de pensar a su país y, valga la repetición, actuar en consonancia con ello. Sea en una condición o en la otra, o en la asunción de las dos (allí donde sea el caso), la clave para valorar cualquier ejercicio específico de ese derecho radica en la existencia, en el mismo, del propósito de buscar el bien de la mayoría. Una vez sentado esto, se puede comprender que, personalmente, salude con agrado la aparición de este texto.
Sus siete autores no forman un grupo permanente y homogéneo. Desde las primeras líneas, explicitan lo que ellos llaman sus «procedencias ideológicas disímiles». Y por cierto, lo hacen utilizando conceptos no del todo unívocos y relacionados en una forma para mi bastante discutible. Afirman que entre los integrantes del grupo hay «marxistas críticos, socialistas republicanos, anarquistas y católicos». En primer lugar, «católico» no es un concepto que defina ni posiciones teóricas ni políticas. Católico eran los miembros de la Inquisición que condenaron a Galileo, porque consideraban que la ciencia debía subordinarse al dogma religioso, como también lo era Galileo, que pensaba que la ciencia y la religión eran independientes y no veía ninguna herejía en confirmar la teoría heliocéntrica. Católico era el sacerdote Camilo Torres, que se unió a las guerrillas marxistas en Colombia, como también lo eran los capellanes del ejército argentino que, en los años de la dictadura, cohonestaron la salvaje represión derechista. La utilización de la conjunción copulativa «y» como vinculación no orgánica entre marxistas y católicos se fundamenta en la presunción de que no se puede ser ambas cosas a la vez. La historia ha demostrado que no es así. Además, ha habido y hay marxistas de tantos tipos, y católicos de tantas clases, que semejante afirmación no puede sostenerse. Otra cosa sería querer definir como católico sólo a aquel que acepta plenamente la doctrina social oficial de la jerarquía de la iglesia católica, aunque ello sería expresión de un voluntarismo extremo. Con respecto a lo del socialismo republicano y el marxismo crítico, he aprendido de la muy meritoria labor teórica realizada por los propios Julio César Guanche y Julio Antonio Fernández, que todo marxista crítico necesariamente tiene que asumir las posiciones del socialismo republicano, y viceversa. Pero en fin, cada cual se piensa como quiere, aunque no puede obligar a los demás a que lo piensen de esa misma manera, y todo esto de las denominaciones es sólo una cuestión secundaria.
Lo importante es que, hasta donde sé, lo que ha vinculado a estas personas en el tiempo ha sido su firme creencia en el deber y el derecho de todo ciudadano a opinar sobre su realidad social. Y su preocupación por el futuro de nuestro país. Y para pensar ese futuro han establecido unos principios mínimos que no puedo menos que compartir. Colocados al inicio mismo del texto, delimitan con precisión los marcos dentro de los cuales quieren colocar la discusión, que son también, en consecuencia, los límites fuera de los cuales excluyen la posibilidad de cualquier búsqueda. Al presentar esos cinco «pilares» – como los llaman – comienzan por la muy martiana idea de la prioridad de la dignidad del ser humano, dignidad que no interpretan de forma vaga e imprecisa sino que, de inmediato, vinculan con los conceptos de libertad, igualdad y hermandad – lo que no es más que una forma, ligeramente diferente, de reproducir la vieja y siempre revolucionaria consigna republicano-jacobina de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Esa conjunción inicial del ideario martiano con las concepciones de un republicanismo que – necesariamente, por jacobino, deviene en socialista – constituye el fundamento para una concepción sustancialista – y por ende alejada del credo liberal – de la democracia. Si se plantea la necesidad de conseguir una «democracia plena», esa plenitud se fundamenta en la aspiración a lograr la «socialización de la riqueza espiritual y material». El quinto «pilar» define tajantemente el «resuelto rechazo a la intromisión de poderes extranjeros en los asuntos de Cuba». La vocación democrática y anti-injerencista no queda aquí en una mera declaración formal, precisamente porque se ha colocado sobre una lectura radicalmente de izquierda de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, justamente porque estos tres conceptos, a su vez, se apoyan en la idea de la necesaria socialización de la riqueza producida. Creo que todo esto es muy importante. No puedo menos que compartir la idea de presentar la democracia no desde un punto de vista puramente formal, como hace la utopía liberal, sino desde una visión orgánica que la amplía al campo de la economía y la propiedad y a lo que en este texto se denomina como «empoderamiento de los sectores menos favorecidos». Los reclamos a la «transparencia de la gestión pública», al reforzamiento del control de los órganos de gobierno por las bases populares y al fortalecimiento de la autonomía de esas bases, junto con el llamado a «subordinar la ejecutoria económica a compromisos sociales y ambientales», constituyen ideas que, desde siempre, han marcado la especificidad del ideal socialista. Por supuesto, todavía estas ideas precisarían de una mayor concreción, para delimitar qué se entiende, por ejemplo, por «compromisos sociales». O aclarar mejor algunas otras ideas que considero necesitadas de una mayor precisión, como la de la nominación directa por el pueblo de los candidatos a los cargos electivos. Pero todo ello quedaría para un segundo momento, necesario, de discusión de las ideas que estos siete autores presentan.
Como he escrito en otra parte, toda lectura es un acto de traducción. He intentado aquí presentar las claves desde las cuáles he hecho mi traducción personal de este documento y lo he recreado, si, no sólo desde mis concepciones teóricas, sino también desde mis angustias y esperanzas. Es lo que, en definitiva, hacemos todos. Es posible que mi interpretación de este texto haya ido más allá de los propósitos de alguno o algunos de sus firmantes. Y que alguno, o incluso todos, me digan que he sobrepasado por la izquierda sus intenciones, y que he convertido en demasiado «socialista» un texto que, en todo momento, intenta evitar esas definiciones ideológicas. Pero si ello fuera así, creo que sería plenamente válido. Porque estaría en total concordancia con el espíritu de un documento que, en las palabras de sus creadores, intenta ser una contribución para «concretar, ampliar y profundizar» las ideas presentadas. Lo que ellos buscan no es colocar ante nuestros ojos soluciones acabadas y juicios inapelables, sino fijar acotaciones que delimiten un campo de búsqueda. Al presentarlo a la opinión pública, estos siete cubanos han parido una criatura que ya no les pertenece en exclusiva, sino que se abre a la imprescindible labor que hagan otros compatriotas de apropiárselo y recrearlo, de enriquecerlo y profundizarlo. Este manifiesto, o como se le quiera denominar, ya no les pertenece en exclusiva. Y en esa capacidad de convocar radica su principal mérito.
La Habana, 13 abril 2013
Jorge Luis Acanda es profesor universitario cubano. Es un reconocido especialista latinoamericano sobre marxismo. Son destacados, en particular, sus trabajos sobre Antonio Gramsci.