Con Fidel y sin Fidel, Cuba es libre porque es revolucionaria y es revolucionaria porque es libre Iñaki Errazkin, Y en eso se fue Fidel, Txalaparta, 2008 Una vez más, y van muchas desde aquel lejano enero de 1959, el proceso revolucionario cubano está en las primeras páginas de la prensa libre. Resulta curioso comprobar […]
Con Fidel y sin Fidel, Cuba es libre porque es
revolucionaria y es revolucionaria porque es libre
Iñaki Errazkin, Y en eso se fue Fidel, Txalaparta, 2008
Una vez más, y van muchas desde aquel lejano enero de 1959, el proceso revolucionario cubano está en las primeras páginas de la prensa libre. Resulta curioso comprobar cómo un país, una pequeña isla caribeña, permanece constante en la agenda de los grandes medios de comunicación cada vez que respira, cada vez que se agita al compás de su propio son. Debe ser una maldita obsesión, una patología digna de diván, ya que no se entiende -salvo su histórica y nada desdeñable función de espejo público- qué interés puede tener, para nosotros, los llamados occidentales, las vicisitudes internas y externas del socialismo cubano. Con la que está cayendo en el mundo, con el turbocapitalismo neoliberal en recesión, la trágica y constante actualidad en Iraq (el nuevo Vietnam del estratégico aliado) y el alza del precio del petróleo (por fijar sólo un par de puntos de interés), ahora resulta que los medios de transmisión y formación de la ideología dominante se ocupan de Fidel Castro, de sus declaraciones, de la supuesta rivalidad (o frialdad, según el literario día que tenga el corresponsal de turno) con su hermano Raúl y de una chica isleña -¿próxima candidata al Cervantes o Príncipe de Asturias?- que escribe, igual que varios millones en el plural ciberespacio, un blog. Aceptemos que en tiempos de la guerra fría, Cuba, uno de los puntos neurálgicos de la geopolítica de las potencias, estuviera en el punto de mira de EE.UU.; aceptemos, por seguir con la lógica interna del capital, que su posición geográfica y su política exterior antiimperialista inquietaran al vecino del Norte, escamado ante el empuje de su perverso ejemplo subversivo. Ahora bien, después del telegénico derribo del Muro de Berlín (creo que se explotó poco; en 1989 no estaban todavía preparados para el espectáculo total) y la desaparición de la URSS (un borracho subido en un tanque leyendo papeles en blanco mientras el resto de los cuadros organizaba en sus dachas el reparto de las empresas), la situación debería haber cambiado. La política de bloques ha dejado paso a un mundo multipolar (dicen, inocentes, desde Europa) y los contadores de historias no se han enterado. Cuba ya no es pilar de la geopolítica. Sólo es un país diferente, con un diferente sistema de propiedad. Insignificante, culto y diferente. Esto, para ustedes, gentes de orden y variopintos think tanks, no parece demasiado serio.
El caso es que los cubanos, pueblo orgulloso donde los haya y que conoce los finos hilos de su política nacional como ya quisieran muchos analistas españolísimos conocer la nuestra, tienen razones para seguir mostrando su indómito e invertebrado carácter, la historia de sus diferentes liberaciones y sus singularidades: esa forma franca y democrática (para extrañeza y espanto de los foros internacionales) de concebir las relaciones entre los pueblos, la solidaridad interna y externa, el nuevo e imparable desarrollo económico y la autocrítica. Desaparecido del escenario FC, ausente por lógica voluntad y razones de edad y salud, los sempiternos enemigos de los barbudos se vanagloriaron (demasiado pronto, como siempre) de su triunfo. Todavía recuerdo -y sonrío- las imágenes de las espontáneas manifestaciones en las grasientas avenidas Miami, difundidas por todas las televisiones: cuatro viejos en un bar insultaban a FC. Los periódicos europeos se llenaron de necrológicas -muchas de ellas también espontáneas (hora era de ganarse el sueldo y los parabienes)- llenas de odio y prosa de tempestad que nunca publicaron, textos barnizados con ese espíritu de incomprensible venganza que ha presidido la relación entre Cuba y las democracias de libremercado desde que unos cuantos jóvenes «nacionalistas» (la política y el conocimiento de la realidad les llevó al socialismo) terminaron con la dictadura mafiosa y cabaretera de Fulgencio Batista. Y en esto que -cuando tenemos todo preparado, a punto de comenzar el show y las tertulias de tanta ignorancia como buenos estipendios- llega FC, gallego cubano de Birán, y no se muere. Y de nuevo, cincuenta años después, se acabó la diversión. Esta visto que lo único que le interesa al socialismo cubano y a FC en particular es amargarnos la fiesta mediática a los carnívoros espectadores del occidente cristiano y liberal.
Socialismo cubano (singularidad política y económica) o barbarie global (conocida explotación revestida con el aura mágica del consumo) parece ser una de las disyuntivas teóricas y prácticas para este arranque del siglo XXI. En realidad, poco o nada podemos decir sobre la transformación (aparente o real) que están llevando a cabo los dirigentes cubanos. Poco o nada -por el momento- se puede decir (alabar las reformas que favorezcan la vida cotidiana de la población; criticar, en algún caso, la excesiva aceleración -de cara a Occidente- de determinados procesos de afirmación de la individualidad), porque compartir el destino vital e intelectual de un proceso político y cultural, moral y simbólico, significa respetar sus pasos, ver hacia dónde camina esta nueva etapa, sin FC al mando, de la Revolución. La democracia -repiten sin tregua los líderes del mercado- consiste en respetar la autonomía de la voluntad del otro, su espacio de libertad e integración. Hagamos, pues, lo mismo y observemos los acontecimientos cubanos con la atención que cualquier proceso político complejo requiere. La ingerencia, práctica habitual de los EE.UU. desde su fundación, no debe ser, una vez más, norma de uso. Si la Revolución se desvía de su línea de conquistas sociales y desarrollo humano, si el proceso deja de ser un referente para los oprimidos del mundo, no hará falta leer artículos de FC, del Financial Times o las burdas copias de El País; los propios cubanos, revolucionarios o no, lo dirán.