Me interesa plantear aquí una reflexión sobre Podemos, recuperando prácticamente todo lo que he escrito sobre este fenómeno político, pero no exactamente sobre las elecciones. Sobre los resultados electorales ya he planteado en otro sitio todo lo que, en rigor, me considero capaz de decir al respecto. También me interesa hablar de la cuestión generacional, […]
Me interesa plantear aquí una reflexión sobre Podemos, recuperando prácticamente todo lo que he escrito sobre este fenómeno político, pero no exactamente sobre las elecciones. Sobre los resultados electorales ya he planteado en otro sitio todo lo que, en rigor, me considero capaz de decir al respecto. También me interesa hablar de la cuestión generacional, pero yendo más allá del dato demoscópico, según el cual queda claro que Podemos es una formación «de jóvenes». Esta reflexión va, de hecho, a la contra de esa evidencia demoscópica.
Advierto, antes de proseguir, que utilizo el nombre Podemos para hablar de una constelación política-organizativa que trasciende ya a la formación liderada por Pablo Iglesias, dado que también afecta a las fuerzas incorporadas a las confluencias y, después de esta campaña, a Izquierda Unida. Me permito la sinécdoque porque, en el fondo, lo que ha sucedido es que todos esos otros proyectos políticos que no son Podemos se han sometido al diagnóstico y a las directrices de Podemos. De hecho, existen incluso fuerzas políticas (sean o no partidos) que han adoptado ese rol subordinado sin formar parte de las candidaturas o de las organizaciones que las sostienen.
En ese sentido específico es verdad que Podemos es un estado de ánimo: un atontamiento generalizado cuya primera consecuencia ha sido una desmovilización política brutal en todos aquellos ámbitos en los que no se trata de sostener una candidatura electoral sino de construir una ciudadanía activa, consciente, rebelde, solidaria, autónoma… precisamente todo aquello que le hace falta, gane o no las elecciones, a una candidatura electoral que se presenta como adalid de un cambio político profundo en beneficio de la mayoría desposeída y en contra de las élites mafiosas, políticamente autoritarias e incluso intelectualmente incompetentes que nos gobiernan.
Decía, volviendo a donde estaba, que esta reflexión va a la contra de la evidencia demoscópica. Va a la contra porque lo que voy a defender es que Podemos sólo expresa la brecha generacional porque intenta superarla, ya que si no fuera así dicha brecha no se haría explícita (no se hace explícita en el PSOE o en el PP, por ejemplo, y sin embargo están igualmente afectados por ella). Otra cosa es que Podemos esté consiguiendo superarla y de qué forma: de hecho, si desde el punto de vista de la brecha generacional Podemos es un fenómeno político «de jóvenes», desde el punto de vista de la superación de dicha brecha Podemos es una cosa «de viejos». Intentaré explicar por qué, pero necesito dar un pequeño rodeo.
Podemos tiene un sustrato teológico-político fascinante por la riqueza de sus matices (en otra ocasión me he referido al aura de santidad que rodea al proyecto). Podemos es una experiencia religiosa y, por tanto, en sentido etimológico estricto, un intento de reconstruir el vínculo entre tres edades del parlamentarismo borbónico (la que fue vencida en la Transición, la que se encontró la Transición hecha y no le pareció mal, y la que se ha visto privada de los beneficios de ese pacto social cuando ha entrado en crisis), quebrado por las derrotas políticas y las profundas transformaciones materiales experimentadas por nuestro país.
Podemos es, si se me permite un símil sin demasiadas pretensiones, débilmente paleocristiano en sus círculos (los que subsisten) y firmemente católico romano en su máquina de guerra electoral, y ese desequilibrio repercute sobre la forma en que se articula el vínculo generacional. Como ya planteé en otra ocasión, la lectura que se hace de la Transición es un despropósito político, ya que no se presenta como el sofocamiento institucional de movimientos sociales de gran importancia sino como un pacto social justo, virtuoso, mancillado a posteriori por la mala praxis de unas élites políticas que han perdido el Norte. El PSOE juega aquí el papel de traidor, convertido en una suerte de Judas Iscariote, y por tanto se le aplican automáticamente categorías político-teológicas cristianas como la culpa, la expiación de los pecados, o la excomunión. El enganche con la tradición no se produce en un sentido crítico con potencia emancipatoria, sino que se asume irreflexivamente como una carga que hay que portar. Más católico que paleocristiano, más en la reacción que en la revuelta, resulta interesante que Podemos opere al mismo tiempo como un dispositivo de reinstitucionalización en un momento de crisis política y como encarnación de todos los males ante la cual las clases dominantes, nacional-católicas de cabo a rabo, pueden presentar la defensa del actual status quo como el último dique de contención frente al caos absoluto. Resulta interesante porque ambas funciones se refuerzan recíprocamente.
Un efecto colateral, igualmente relevante, de este mal vínculo con el pasado es la incapacidad para valorar críticamente los paralelismos notables entre lo que sucede hoy y lo que ocurrió en los 70. Por ejemplo, los «ayuntamientos del cambio» son muy similares a las alianzas PCE-PSOE constituidas después de las primeras elecciones municipales en 1979. Se repiten ahora, en peores condiciones, errores cometidos entonces, y al mismo tiempo se ignora prácticamente todo sobre aquella experiencia, hasta el punto de que, por ejemplo, en Madrid se ha rescatado con entusiasmo y se ha hecho alcaldesa a Manuela Carmena, siendo precisamente su marido, Eduardo Leira, alguien que jugó un más que dudoso papel en relación con la constitución de la alianza PCE-PSOE en Madrid, y en concreto con la posición institucional ante la Coordinadora de Barrios en Remodelación y el Colectivo de Barrios por la Vivienda. Una parte relevante de esta historia, y espero que se me disculpe el inciso sobre un caso tan particular, está contada por uno de sus protagonistas, Eduardo Hernández, en el capítulo que dedica a esta cuestión en el libro de la editorial Cisma Cuando el pueblo se organiza: experiencias de lucha en la construcción de Poder Popular. Desgraciadamente ese relato no cuenta todos los detalles que uno puede oír cuando tiene la oportunidad de charlar tranquilamente sobre esta experiencia con quienes la vivieron, aunque también es cierto que en una presentación del libro, grabada en vídeo, consta algún dato más. Hay dentro de este largo ciclo de lucha popular un episodio concreto, relacionado con unas viviendas en Orcasitas, que afecta para mal no solamente a Leira sino también a Carmena (al menos eso tengo entendido, aunque tampoco es esencial), y de éste por desgracia no cuento con más referencia que el relato oral de quienes lo vivieron.
En cualquier caso, la prueba más obvia de que Podemos opera discursivamente como un fenómeno político «de viejos» es su énfasis en que estamos (o estábamos) ante una oportunidad histórica, única e irrepetible para tomar el poder. El principio oportunista ha sido la clave articuladora de esas tres edades políticas a las que me refería antes, pero es un principio totalmente contradictorio con la imagen de Podemos como un fenómeno político «de jóvenes». Esta oportunidad, mejor o peor, no es la única ni la última para los jóvenes, pero sí para los viejos militantes derrotados en la Transición o hastiados por la apisonadora del «Régimen del 78», que tienen razones de peso para pensar que esta crisis política que atravesamos será la última que vean. Seguirles en esa deriva es doblemente engañoso: por un lado, porque parece que se restablece el vínculo generacional cuando simplemente se pone un parche; por otro, porque lo que parece un gesto generoso con quienes nos ceden el testigo de la lucha en realidad implica dilapidar su legado de la forma más estúpida. A ellos no les va a satisfacer el resultado, pero ese fracaso tampoco les supone nada especialmente grave a quienes están de salida; por otra parte, sin embargo, sí supondrá una pesada carga para quienes todavía tenemos por delante al menos 40 años de vida y resistencia.
La cálida recepción de esta lectura de la coyuntura política por parte de otros partidos (especialmente IU y PCE) demuestra que, en el fondo, todas estas organizaciones están igualmente distraídas en lo electoral y que, de todas ellas, Podemos es la que hoy día cumple mejor esa función, para bien y (sobre todo) para mal. Desde luego que la actual situación de emergencia social favorece y explica en gran medida la buena acogida que ha tenido el oportunismo podemita, pero precisamente por eso es todavía más grave la atención desorbitada que se ha estado prestando a lo electoral: nada, ni siquiera el peso económico de España en comparación con el de Grecia, garantiza que un Gobierno que se presente a sí mismo como «progresista», «del cambio», «socialdemócrata», «transformador» o «patriota» vaya a tener capacidad, si no es en sintonía con una resistencia popular organizada de forma autónoma, para oponer resistencia a los dictados de Bruselas. Con o sin victoria electoral, sólo será posible hacer frente a los recortes si se fraguan tramas sociales autónomas de resistencia y solidaridad.
Dicho de la forma más clara posible, el surgimiento de Podemos es el último flaco favor que el PCE derrotado en la Transición y convertido, a pesar de las resistencias internas, en instrumento de las clases dominantes ha hecho a la causa de la emancipación en España, y ahora le toca asumir su destino y desaparecer. Prácticamente todo Podemos está políticamente formado en (y/o contra) IU y el PCE, y nada hay más peligroso que reproducir inconscientemente aquello frente a lo cual te posicionas. El salto, en términos de evolución de la representación parlamentaria de la «izquierda», del PCE e IU a Podemos, de la reivindicación huera de los símbolos a la asunción explícita del anticomunismo, no es más que una sana transición de la melancolía a la neurosis, y de hecho una parte importante del discurso de Podemos contra la «vieja izquierda» tiene que ver con la tramitación pública del duelo de la derrota. Ahora bien, melancolía y neurosis son igualmente patológicas, de modo que nada tiene de positivo pasar de una a otra si no es como parte de un proceso autocrítico ininterrumpido. Podemos, sin embargo, está quedándose atrapado en sus neurosis constitutivas, y por eso es especialmente llamativo que, últimamente, a quienes critican la apuesta podemita se les acuse de «identitarios»: el gran problema con su identidad lo tienen ellos, empeñados en ser iguales a sí mismos cuando son clavaditos a sus padres.
Volviendo, ahora sí, a las elecciones, la causa profunda de la pérdida de apoyos es, sin duda, que el único principio orgánico que vinculaba a votantes tan heterogéneos era el de la oportunidad. Un vínculo muy débil que se ha roto en cuanto ha comenzado a tomar cuerpo la impresión de que la oportunidad estaba ya perdida, reforzando con ello que se haya perdido efectivamente. Es lo que tiene fiarlo todo a la ductilidad del sentido.
[*] NOTA: Este texto ha sido originalmente publicado en Disparamag.
Blog del autor: https://fairandfoul.wordpress.com/2016/07/12/sor-passo-y-sus-hermanas/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.