I El sector turístico está de moda. Hostelería y restauración ha sido en los últimos tiempos el sector de mayor crecimiento económico y del empleo. El impacto del turismo está en el punto de mira de los movimientos urbanos y ecológicos. Y las condiciones de empleo del sector ejemplifican el grado de precariedad al que […]
I
El sector turístico está de moda. Hostelería y restauración ha sido en los últimos tiempos el sector de mayor crecimiento económico y del empleo. El impacto del turismo está en el punto de mira de los movimientos urbanos y ecológicos. Y las condiciones de empleo del sector ejemplifican el grado de precariedad al que se ha llegado en la era neoliberal.
Las primeras en saltar a la palestra fueron las trabajadoras de habitaciones (el género masculino brilla por su ausencia en esta actividad), que realizan un trabajo esencial para el buen funcionamiento de cualquier establecimiento hotelero. Ha sido siempre un trabajo duro y mal pagado. Ahora la situación ha dado una vuelta de tuerca, y muchas empresas hoteleras han externalizado la gestión de esta actividad a empresas de «servicios». Meros prestamistas laborales que explotan las posibilidades que ofrece la «moderna» reforma laboral para reducir brutalmente los salarios en beneficio propio y de sus clientes, las empresas hoteleras.
El caso de los stagers es distinto y parecido a la vez. Se trata de gente que en teoría está realizando prácticas profesionales con el objetivo de convertirse en cocineros y camareros de restaurantes de lujo. En la práctica, en muchos de estos restaurantes con estrellas Michelin los tratan como semi-esclavos: sin salario, largas jornadas de trabajo, y realizando faenas estructurales para la marcha del negocio. Es algo que se sabía de hace tiempo. Lo contó el periodista alemán Gunter Wallraff en un capítulo de «Con los perdedores en el mejor de los mundos posibles» (Anagrama, 2010). Un reportaje de El Confidencial ha vuelto a destapar el tema. Quizás más importante que la misma denuncia es la forma en la que algunos grandes chefs han defendido esta práctica. Aunque también es cierto que eldiario.es explicó en un reportaje cómo había restaurantes de lujo que criticaban esta práctica, y sólo recurrían a stagers como lo que realmente deberían ser: estudiantes en prácticas.
Desde una cierta lectura, kellys y stagers representan dos caras de la precariedad. Dos colectivos integrantes de la nueva clase del precariado. Pero desde otra lectura pueden observarse diferencias significativas. Las kellys realizan trabajos considerados poco cualificados, a menudo invisibles (estamos acostumbrados a encontrar las habitaciones de hotel impolutas, con las camas impecables, como si un hada hubiera pasado en nuestra ausencia); empleos que nadie desea para su descendencia. En cambio, los stagers compiten para ser estrellas del futuro, neo-artesanos especializados, un empleo por el que muchas familias están dispuestas a gastarse los cuartos en carísimas escuelas de formación. Hace pocos años, el costoso anuncio veraniego de la cerveza Damm contaba una historia divertida de unos stagers del Bulli. No creo que a ninguna empresa se le ocurriera anunciarse de forma glamourosa con la imagen de trabajadoras de habitaciones. Las kellys saben que su trabajo es de por vida (o que su vida laboral circulará por actividades parecidas), mientras que los stagers consideran esta experiencia como una mera etapa en un futuro brillante.
Hay algún otro aspecto distintivo. Hemos sabido de la situación de las trabajadoras de habitaciones por su propia iniciativa y por la acción sindical. El propio nombre lo han creado un grupo de empleadas para discutir en Facebook su situación: las kellys (las que limpian los hoteles). Y su situación se popularizó a partir de la publicación del libro de Ernest Cañada. Un libro producido por una confederación sindical internacional y que, como se puede comprobar con su lectura, es fundamentalmente un discurso generado por sindicalistas. Pura lucha de clases. La investigación que generó el libro y su posterior difusión está siendo utilizada para generar un movimiento sindical en los hoteles. La situación en el caso de los aprendices de restaurante es muy diferente. Su nombre no es más que un camuflaje fino de lo que realmente son: aprendices tradicionales. Su realidad ha sido puesta de manifiesto por una investigación periodística y está más cerca del sensacionalismo que de la información. No se percibe un movimiento sindical real ni una respuesta cultural parecida.
Kellys y stagers son dos formas diferentes de precariedad. Pero el contexto social de las mismas es muy diferente. Expresa en buena medida el fraccionamiento de la condición obrera en el capitalismo del siglo XXI. Un fraccionamiento que es imprescindible evaluar para desarrollar buenas políticas sociales.
II
La comprensión de la estructura social, de los grupos sociales, es un elemento esencial de cualquier política de transformación social. El concepto de clase social ha sido crucial en el análisis y la política inspirada por el marxismo. La forma más simplista ha sido la de analizar la sociedad en clave dualista: obreros y capitalistas. La evolución del capitalismo tendería a eliminar las capas intermedias: pequeños campesinos, comerciantes independientes, artesanos…, polarizando así la sociedad en dos grandes grupos. De esta polarización social nacería la posibilidad de trascender el orden capitalista, pues la inmensa mayoría de la población, la clase obrera, se sentiría atraída o protagonista de la construcción de un nuevo orden social.
La realidad es siempre más compleja que los esquemas simplistas. La evolución del capitalismo ha generado una curiosa paradoja. Mientras que, a grandes rasgos, la dinámica de la polarización entre asalariados y capitalistas se ha cumplido en los países de capitalismo maduro, y hoy la inmensa mayoría de la población es asalariada (e incluso una parte de la no asalariada forma parte de este nuevo colectivo de autónomos dependientes, o sea de gente cuya situación de autonomía es parecida a la de los asalariados), esta población es más heterogénea entre sí y casi nadie se reconoce en la categoría clase obrera. Es cierto que el discurso político de los medios de comunicación y de academia conservadora han hecho importantes esfuerzos para laminar la identidad de la clase obrera. Pero también es cierto que las condiciones materiales y culturales de los asalariados experimentan una notable diferenciación. Incluso, hay que advertir que la confusión entre clase obrera y empleo industrial (en la que cayó parte de la izquierda) tampoco ha contribuido a facilitar una readaptación del concepto, en un mundo donde los empleos de servicios son mayoritarios y ocupan a la gran mayoría de personas con situaciones laborales peores.
Vale la pena señalar que el dualismo no es exclusivo de las producciones de la izquierda. La ventaja del dualismo es su simplificación de la realidad y su capacidad para alentar discursos maniqueos. El dualismo también ha formado parte de las construcciones intelectuales de algunos institucionalistas norteamericanos. Y constituyen ahora mismo la forma en la que la derecha económica española está legitimando la desregulación del mercado laboral apelando a una posible dualización entre empleados fijos y temporales. Si no me gusta (no por motivos estéticos, sino por cuestiones analíticas) el término de precariado es porque cae en un parecido esquema dual que enfrentaría a la clase obrera, se supone con estabilidad económica e integrada al sistema, con un precariado viviendo en una permanente inestabilidad económica y con potencialidad de desafío al sistema.
La construcción del precariado tiene a mi entender una doble confusión. De un lado, genera un tajo entre vieja y nueva clase obrera, allí donde hay más continuidades que diferencias. La condición de precariado ha sido la situación habitual de las clases trabajadoras a lo largo de la historia del capitalismo. Si en alguna fase histórica han conseguido una mayor estabilidad y un cierto nivel de derechos sociales ha sido en buena parte el resultado de luchas exitosas y de encajes políticos temporales. Pero se trata de una situación inestable, tal y como han mostrado los últimos casi cuarenta años de contrarrevolución neoliberal, que han significado un deterioro progresivo y desigual de estas conquistas. Entre el empleado precario, el empleado al que se le aplican políticas de flexibilidad que complican su vida cotidiana y el jubilado al que se le rebaña su pensión hay una continuidad y una gradación de situaciones. No una ruptura radical.
Del otro lado, el precariado es un concepto demasiado amplio que engloba en su seno a situaciones diversas. No sólo en el plano material, sino también en la perspectiva vital, en la generación de consciencia que impide pensar que frente a la clase obrera tradicional emerge una nueva clase social alternativa. No pretendo que esto sea lo que quieren decir personas, como Guy Standing, que han elaborado el concepto. Pero sí considero que esta es la traducción del concepto que está operando entre muchos sectores activistas; al fin y al cabo, la popularización de una idea, la forma como se produce, es lo que acaba generando su significado operativo.
III
Desde finales de la década de 1960, una diversa variedad de economistas y sociólogos heterodoxos elaboró el enfoque de la segmentación laboral, que trataba de explicar las diferencias en las condiciones de trabajo como resultado de las políticas empresariales y de la propia evolución del capitalismo. En la fase final del capitalismo keynesiano, era ya bastante evidente que las principales causas de diferenciación de la clase obrera provenían de la constitución de enormes estructuras jerárquicas (necesarias para la gestión de las enormes empresas oligopólicas), de los intentos deliberados de fragmentar el colectivo obrero y los espacios de negociación colectiva, y de permitir a las empresas una gestión poco costosa de la incertidumbre y los altibajos de la actividad económica. Bastante pronto se percibió que la segmentación y diferenciación era más efectiva si esta diferenciación de condiciones de trabajo se combinaba con situaciones personales, que diferenciaban a las personas entre sí. Los procesos sociales que construyen las desigualdades de género, de nacionalidad, de etnia o educativas son potentes cooperadores en la construcción de un mundo desigual.
La posterior evolución del capitalismo no ha hecho sino acentuar esta fragmentación. De forma evidente, por medio de los cambios legislativos que han tendido a debilitar y diversificar los derechos de la gente. De forma quizás menos evidente, pero igualmente sustancial, por la transformación de las grandes empresas en nexos que engloban a complejas redes empresariales. Y de forma más sutil, en la diversificación de la propia realidad laboral, de cómo es vivida y percibida por la gente, de su papel social.
Lo que diferencia a las kellys de los stagers es menos su posición material que su ensamblaje con la carrera profesional vital. Las kellys tienen una perspectiva de inalterabilidad de la situación. Su empleo es un medio para obtener ingresos, no da prestigio social, no tiene reconocimiento, está definido como «no cualificado», se supone que cualquier persona lo puede hacer. Muchas de estas mujeres además llegan al empleo con procesos personales condicionantes: son inmigrantes con pocos derechos, o personas que ya han experimentado la sensación de fracaso en su experiencia educativa; son mujeres a las que se ha tratado de socializar en el esquema de valores del patriarcado (cuando menos en lo que afecta a la división del trabajo). Son, a menudo, ignoradas por las personas a las que prestan un servicio esencial.
En cambio, los stagers son tiburones compitiendo por alcanzar el éxito en una profesión. Su precariedad es parte del coste asumido para llegar a la cima. Han estado socializados en el mundo de la excelencia individual, la competitividad, la carrera profesional como centro de su experiencia vital. Siempre me río de los colegas que dicen que el trabajo ha perdido centralidad cuando se analiza cómo la vida de gran parte de la gente educada gira en torno al empleo y a la carrera profesional. Gente educada sobre todo para competir, para ignorar la complejidad social en la que se mueven. Los stagers son un ejemplo al límite de lo que se vive en muchos espacios profesionales, en muchas universidades. Personas incapaces de reconocer que su precariedad forma parte de una organización social fraudulenta, que solo dará recompensas a unos pocos. Pero que es totalmente eficiente en consolidar un sistema de desigualdad.
Es evidente que no toda la gente ni todos los empleos caen en este esquema dual. Pero también es cierto que cuando se analizan los cambios en el mundo del trabajo en los últimos años, y se analizan muchos de los discursos intelectuales de mayor predicamento, se advierte que sobre el trabajo se está desarrollando un planteamiento maniqueo. Muchos empleos normales son considerados de baja cualificación, amenazados por la robotización en marcha, prescindibles en el medio plazo, propios de personas poco interesantes. Otros, en cambio, son presentados como parte de una carrera competitiva, creativa, de realización personal para la que vale la pena sacrificarse. Carreras para las que vale la pena no sólo pagar los peajes del aprendizaje sino también la participación en ambiente competitivo y la renuncia a otras facetas de la vida social. Y que visualiza a los demás como meros perdedores, por mérito propio, o inadaptados para integrarse en un proyecto excitante.
A la generación de esta diferenciación social contribuyen muchos factores. En primer lugar, el sistema educativo, que genera la falsa imagen de ser una experiencia en la que lo único que cuenta es el mérito, cuando resulta apabullante la evidencia de que la experiencia educativa, como la salud, va por barrios (o sea por clases y subclases sociales). En segundo lugar, contribuyen los discursos de los medios de comunicación y su promoción de poderosas imágenes sobre lo que es interesante y lo que es insignificante. En tercer lugar, contribuyen poderosamente las políticas empresariales diseñadas precisamente para diferenciar, jerarquizar, explotar, fragmentar y cargar el riesgo sobre las espaldas de la gente común, como forma de perpetuar una acumulación de capital en beneficio de las élites. La dinámica del capitalismo no conduce a la igualdad, a la unificación de la clase obrera, sino todo lo contrario.
Sólo un proyecto alternativo que analice en detalle los mecanismos de diferenciación y reproducción social y trate de buscarle alternativas podrá recomponer una base social común suficientemente densa. Entender qué hace semejantes y qué hace diferentes a kellys y stagers, a empleados estables y precarios, debe constituir un elemento esencial en cualquier intento de construcción social alternativa.
Fuente: http://www.vientosur.info/spip.php?article12663#sthash.curKxr9C.dpuf