Las concepciones tecnocráticas aplicadas a la sociedad y la economía son instrumento y resultante del capitalismo desarrollado. Implican la subordinación del ser humano, considerado mero objeto al mandato de los intereses de la oligarquía financiera. Nos encontramos, pues, al final de una curiosa parábola histórica. En efecto, la burguesía emergente hizo del humanismo su plataforma […]
Las concepciones tecnocráticas aplicadas a la sociedad y la economía son instrumento y resultante del capitalismo desarrollado. Implican la subordinación del ser humano, considerado mero objeto al mandato de los intereses de la oligarquía financiera. Nos encontramos, pues, al final de una curiosa parábola histórica.
En efecto, la burguesía emergente hizo del humanismo su plataforma inicial para oponerse a los dogmas sustentados por las periclitadas estructuras feudales. Colocó el sol en el centro del sistema planetario y al hombre, despojado de los privilegios de casta como medida de todas las cosas y portador de un saber orientado a eslabonar la conquista del poder. Las circunstancias y, en particular, la conquista de América trastocaron el precario equilibrio alcanzado, reconocible en el David y en el Moisés, de Miguel Ángel Buonarotti, así como en el diálogo, mutuamente contaminante de utopía y realismo de Don Quijote y Sancho. Asimismo, durante el turbulento encuentro de las dos culturas, la voz de Fray Bartolomé de las Casas respondía a esa tradición humanista. No puede olvidarse que la razón instrumental hizo que la esclavitud, con su brutal explotación humana, su depredación de África y con las fortunas nacidas del tráfico negrero, se constituyera en palanca de la acumulación capitalista.
Las ideas se sumergen, pero no mueren. Perceptible desde los pensadores presocráticos, el humanismo sobrevivió soterrado en el Medioevo, resurgió con el Renacimiento y volvió a aparecer con los primeros brotes del socialismo en los tanteos de los utopistas a quienes sería oportuno someter a una nueva lectura creativa.
Cuando la parábola abierta por la burguesía naciente se está clausurando, cuando parece imponerse un utilitarismo miope, uno de los grandes conflictos contemporáneos se diseña en torno a la contraposición tecnocracia y humanismo. La respuesta no habrá de proceder del materialismo vulgar, falsa moneda que, en última instancia, desconoce el papel del hombre ante las fuerzas ciegas de la economía.
Plantearse la necesaria refundación del humanismo no es pura especulación de ilusos. No se trata de onanismo intelectual. Porque el decursar de la historia ha demostrado que las ideas -para bien o para mal- se convierten en objetivas fuerzas actuantes. La gran crisis económica de la Alemania de entreguerras favoreció el surgimiento del nazismo, pero la retórica de Hitler electrizó a las masas y las condujo al fanatismo. En sentido inverso, revestidas a tenor de otras circunstancias, las ideas de la Revolución Francesa impulsaron la lucha por la independencia de la América hispana. Y aún más cerca de nosotros, en un contexto económico carente de salida, los acontecimientos políticos precipitaron el enfrentamiento desigual de los jóvenes revolucionarios, inspirados en el programa del Moncada y portadores de las ideas que habían cristalizado en el largo proceso de formación de la nación cubana, con la dictadura de Batista. Paradoja inesperada, el buen vivir reclamado por la tradición indígena boliviana puede asociarse también a una visión humanista.
A su modo, el imperio no desdeña la fuerza de las ideas. Las reduce a una expresión simplista para bombardear con sus mensajes la influyente red mediática de la actualidad. Sobre el trasfondo del derrumbe del socialismo europeo, vencido en parte por sus propios errores como advirtiera tempranamente el Che, su intención última induce a la alegre aceptación de la derrota del ser humano. El vértigo consumista propicia el culto a lo efímero y perecedero, a condenar la existencia a la absolutización de un presentismo sin porvenir, a cultivar la desmemoria hasta borrar el recuerdo del pasado inmediato, hasta el punto de reiterar los mismos artificios en la manipulación de la opinión pública, a cancelar todos los saberes a favor de un monopolio elitista, a pervertir los fundamentos de la verdad y de los valores éticos. El espectáculo y el inmediatismo anulan el espacio de la reflexión. Todo vale para obtener, con bienes perecederos, una felicidad ilusoria en un mundo reducido a minúsculos fragmentos. En hoteles de cinco estrellas, en cruceros y yates, quienes disponen de recursos para hacerlo, no viajan para descubrir a los otros, sino para encontrar en espejos multiplicados el reflejo de su propia imagen reconfortante.
Sin que tengamos conciencia de ello, las ideas impregnan nuestro universo cotidiano. Las consumimos en el aire que respiramos, suaves y edulcoradas. En un planeta que solo conoce fronteras para los emigrantes, penetran por todas partes. Levantar muros frente a ellas es ingenuo. En cambio, es tarea primordial en los tiempos que corren diagnosticar el fenómeno y rescatar, atemperado a las premisas de la contemporaneidad y extrayendo las lecciones de nuestro propio aprendizaje secular, nuestra plataforma, válida para el porvenir y para dar respuesta a nuestros desafíos actuales.
Más que ninguna otra, la circunstancia cubana exige la asunción de una perspectiva humanista, término que no debe confundirse con humanitarismo. Conferir a las personas un real protagonismo, basado en una participación responsable en la tarea concreta, en el empleo social de los diversos saberes, en la reivindicación del destino de la patria, hacer de cada quien objeto y sujeto de la historia conduce a tener en cuenta, como esencia y razón, la dimensión cultural. Para evitar malentendidos, resulta indispensable definir los alcances de ese concepto. Aferrados a una herencia decimonónica, muchos restringen la cultura al ejercicio y disfrute de las entonces llamadas bellas artes y bellas letras, confinadas a una función meramente ornamental. El arte representa mucho más y responde a una profunda necesidad humana, como lo atestiguan las tempranas pinturas rupestres. Pero la cultura desborda ese terreno. Para Carpentier, se manifestaba en la capacidad de establecer relaciones entre fenómenos de distinta naturaleza. Ejerce, por tanto, un papel integrador de esencias, contrapuesto a la fragmentación hoy dominante. Desde otro punto de vista, la cultura es la memoria viva de los pueblos, portadora de su devenir histórico, de su imaginario, de sus creencias, valores y costumbres, vale decir, de su identidad. Y de sus expectativas de vida. Las decisiones políticas no pueden prescindir de esa realidad concreta y moviente, so pena de cometer errores irreparables.
En medio de la crisis internacional, Cuba atraviesa una compleja y riesgosa situación. Está compelida, a un mismo tiempo, a sobrevivir y a sentar las bases de una auténtica independencia económica. Habrá que tomar medidas dolorosas que implican reconstrucción del empleo y sacrificio de algunos proyectos. Se impone impulsar cambios de mentalidad, entre ellos, cierto acomodo derivado del paternalismo. Hay que recuperar una cultura agraria deteriorada y fortalecer la confianza en que el esfuerzo propio, base del esfuerzo común es salvaguarda del presente y del porvenir, única garantía posible de una nación justa y soberana. Durante medio siglo hemos arrostrado peligros y dificultades, imantados por la fuerza convocante de la palabra, convencidos de la cristalización necesaria de un proyecto de país, todo lo cual nos remite, nuevamente, en última instancia, a la cultura. En la hora de los hornos han de conjugarse la mente y los corazones para la participación comprometida de los portadores de ricas experiencias de vida y de las múltiples capacidades intelectuales constitutivas del capital humano forjado por la Revolución, a fin de defender y perfeccionar nuestros logros más valiosos.