Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Desde el final de la Guerra Fría, el terrorismo se ha convertido en el principal «mal» político del mundo de forma tal que se ignora o incluso recompensa la violencia perpetrada por los Estados, aun cuando esa violencia alcance la escala del genocidio, escribe Yassin al-Haj Saleh.
El siglo XX fue el siglo del de colonialismo, del imperialismo y de dos guerras libradas por las potencias europeas en el escenario mundial bautizadas como Guerras Mundiales. Un siglo que fue testigo del nazismo, del fascismo y de los genocidios. También fue el siglo del socialismo, de los movimientos de liberación nacional y de la descolonización. Pero, por encima de todo ello, fue un siglo de conflicto político e ideológico extremadamente intensos que terminó en la victoria global del capitalismo.
Durante ese breve siglo, que comenzó con la Primera «Guerra Mundial» y terminó con el final de la Guerra Fría, las definiciones de maldad política, según Eric Hobsbawm, fueron variando en función del campo al que perteneciera cada uno. Para los nacionalistas en los países colonizados, el mal político estaba encarnado por el colonialismo. Para los nacionalistas y socialistas del «tricontinente» Asia, África y América Latina, por el imperialismo. Para los comunistas, por el capitalismo. Para Estados Unidos, por el socialismo y el comunismo. Para los liberales, por el totalitarismo. Para los demócratas en nuestros países, por una tiranía o una dictadura. En cierto modo, estas definiciones permanecen vigentes hoy, aunque están ahora despojadas del poder de movilización al no poderse traducir en programas significativos de acción.
Por el contrario, desde que la Guerra Fría terminó en una victoria para el capitalismo y el liberalismo, el terrorismo se ha convertido en la definición fundamental del mal político, cuando no en la única. ¿Quién define el mal político hoy? Los vencedores del establishment occidental y los principales medios de comunicación bien financiados, ambos influenciados en grado sumo por las grandes corporaciones. Casi ninguna fuerza organizada se resiste ante esta definición; por el contrario, hay una aceptación y adopción casi total de la misma. Y aunque la palabra «terrorismo» no siempre se refiere a sus formas «medioorientales» o «islámicas», lo hace tan a menudo que logra esta condición resulte superflua y vacía de cualquier significado práctico.
Los propios Estados poscoloniales, incluidos los que se hallan en los dominios de Oriente Medio e islámicos, son casi unánimes al compartir este consenso de que el terrorismo es el enemigo, especialmente después de la «Primavera Árabe». Algunos de ellos son Estados combatientes, como el Egipto de Sisi y la Siria de Asad. Ninguno de ellos pone objeción alguna a la etiqueta, y mucho menos intentan desarrollar una opuesta; como mucho, puede haber murmullos ocasionales sobre el terrorismo como fenómeno incompatible con el Islam. Las pocas organizaciones comunistas y socialistas restantes han perdido su antigua y poderosa concepción del mal político: el capitalismo y el imperialismo. Aunque no hayan adoptado abiertamente la narrativa del terrorismo islámico como la definición del mal, sin embargo, el agravamiento de la tendencia estatalista en su composición les acerca estructuralmente a esta narrativa. De hecho, estas organizaciones la promueven a menudo, dado que la «lucha contra el terrorismo» es parte del mismo paquete que el «secularismo», un «estilo de vida moderno» y «el Estado», un paquete con el que el añejo izquierdismo ha decidido retirarse. Los grupos democráticos y liberales, para quienes la tiranía es el mal, parecen haber dispersado sus fuerzas e ideas tras la derrota de las revoluciones árabes.
Sin embargo, las potencias principales en el «Norte global», en Israel y otros Estados ricos ven en el terrorismo la forma primaria del mal político; incomparable a cualquier otro. Estos Estados pueden difundir esta visión suya en todo el mundo de una forma que otros no pueden. Para ello encuentran apoyo en la filosofía moderna de las noticias. Según la conocida máxima de que si un perro muerde a un hombre, no sucede nada de interés periodístico, en cambio, si un hombre muerde a un perro, eso es noticia; del mismo modo, un Estado que asesina a sus individuos está en el orden natural de las cosas, mientras que los individuos que optan por emular este asesinato no es algo natural, es noticia. Se espera que los Estados maten, por lo cual se llama «violencia legítima». En cuanto a los gobernados por los Estados, no deben matar, y si lo hacen, es terrorismo.
La teoría del «choque de civilizaciones» que surgió después del final de la Guerra Fría como base potencial para un nuevo orden internacional hizo que la «civilización islámica», que se deriva de la religión islámica, estuviera entre los grandes enemigos de Occidente, de hecho es el primero. Se produjo en un momento en el que la violencia practicada dentro de las sociedades musulmanas contra las juntas gobernantes o las fuerzas e intereses occidentales había llegado a ser casi exclusivamente islamista, culminando una tendencia que comenzó a principios de la década de 1980. Esto a su vez fue el resultado de las repetidas derrotas infligidas por Israel y su patrón estadounidense en todas y cada una de las formas de resistencia árabe secular, ya fuera en la salida de la OLP de Beirut en 1982, o en el régimen «secular» de Hafez al-Asad, asignando al grupo islámico chií libanés Hizbollah la tarea de luchar contra Israel a expensas de la resistencia izquierdista libanesa original.
La islamización de la lucha armada en nuestra parte del mundo y la creciente conciencia de civilización en Occidente indican un cambio hacia un nuevo paradigma que yo llamo «genocracia». Es el gobierno de lo que los griegos denominan genos (la «raza» o el «parentesco») en lugar del demos («la ciudadanía»), y vemos que ha ido erosionando la democracia en Estados Unidos, Reino Unido, India y cada vez más en Europa. Y ha hecho que el cambio democrático en Oriente Medio sea extremadamente difícil. Israel y la familia Asad en Siria ya practican el gobierno genocrático, al igual que muchos otros países árabes y musulmanes. Vale la pena mencionar que el autor de la tesis del choque de civilizaciones, Samuel Huntington, escribió más tarde otro libro sobre la identidad estadounidense, Who are We?, en el cual los inmigrantes hispanos eran percibidos como un peligro primario. Desde entonces, se ha llamado a Huntington el «profeta de la era de Trump». Volveré a este giro genocrático más tarde.
Durante algún tiempo después del final de la Guerra Fría, parecía que las dictaduras eran un mal político y que el «bien» político global era la democracia. Sin embargo, desde el primer día de esta era de «nuevo orden mundial», predicada por la primera administración Bush, el terrorismo se introdujo como otro mal. En diez años, la dictadura había disminuido como diagnóstico del mal, siendo reemplazada por el terrorismo. Cuando Estados Unidos ocupó Iraq en la primavera de 2003, la administración de Bush hijo se contentó con llamar a Saddam Hussein dictador brutal que asesinaba al pueblo iraquí e inventó una supuesta relación entre su régimen y al-Qaida, que había perpetrado su espectacular ataque terrorista en Nueva York un año y medio antes. En cierto sentido, nos enfrentamos aquí con una profecía autocumplida. Se habla sobre terrorismo y se busca organizar la política internacional para enfrentarlo, presionando a los Estados a tal fin porque se necesita un enemigo y, por supuesto, el enemigo no tarda mucho en aparecer. Estados Unidos fracasó en Iraq, que fue realmente entregado a Irán, y el país que había sufrido un asedio de doce años, seguido de una guerra que aniquiló su infraestructura y disolvió su Estado, se convirtió en un entorno favorable a al-Qaida y otros grupos parecidos.
A medida que la experiencia iraquí de los estadounidenses se centraba en la lucha contra el terrorismo, la disolución del Estado iraquí, incluido el ejército, comenzó a parecer un grave error. El Estado, y especialmente el ejército y las fuerzas de seguridad que alguna vez fueron percibidos como agentes del mal, parecían ser ahora el antídoto contra el terrorismo. Lo que era enemigo de la democracia en nuestros países -los aparatos de violencia y asesinato, o los «aparatos estatales represivos», como los llamó Louis Althusser- se convirtió en la solución al problema terrorista. La democracia fue relegada al olvido.
El Estado -y particularmente lo que Hillary Clinton llamaría más tarde en el caso de Siria la «infraestructura de seguridad»; es decir, las agencias de tortura y asesinato- se convirtió en el socio en la lucha contra el terrorismo y, por lo tanto, lo máximo que se podía pedir al régimen de Asad antes de la revolución fue que cambiara su comportamiento (frente a los poderosos del mundo, no frente a sus desafortunados súbditos). Hoy, 102 meses después de una revolución imposible, de una guerra y asesinatos en masa, la situación es apenas diferente. Debido a la aplicación ciega de la lección iraquí en el contexto sirio, las potencias occidentales no han hablado de democracia ni de cambio democrático respecto a Siria. Esto a pesar del hecho de que lo que estalló en Siria en 2011 fue una revolución popular que fue creciendo de abajo arriba contra un régimen genocrático de talante genocida.
Muchos años antes de la revolución siria, la selección del terrorismo como enemigo, la Guerra contra el Terror como política y la «infraestructura de seguridad» del Estado como solución de las principales potencias del sistema internacional eran inmensamente convenientes para Rusia, donde Vladimir Putin necesitaba la destrucción de Chechenia para convertirse en el héroe de la resurrección de Rusia como potencia mundial. También era conveniente para China, contra cualquier tendencia separatista por parte de los ciudadanos musulmanes; como también era el caso de los gobernantes nacionalistas de derechas hindúes de la India; y, por supuesto, para Israel, que considera que todas las formas de resistencia contra su sistema de apartheid son terrorismo (una visión que EE. UU. comparte). Y, asimismo, para los Estados más ricos de Europa, que carecían de una dirección política distinta. Tras el 11-S y los atentados de Madrid y Londres, el terrorismo se convirtió también aquí en el problema, además de la oleada creciente de islamofobia y temor hacia las comunidades musulmanas locales.
El régimen de Asad en Siria encontró un instrumento muy útil en la narrativa de la Guerra contra el Terror. En el verano de 2012, las leyes contra el terrorismo reemplazaron al Estado de emergencia que había estado en vigor durante unos cincuenta años con el pretexto de que Siria estaba en guerra con Israel. En la primera semana de julio de 2012, se emitieron tres leyes antiterroristas en el contexto de la guerra del régimen contra la revolución. De esta manera, el régimen se presentó como un socio legal y activo en la guerra mundial contra el terrorismo. Un gran número de revolucionarios sirios fueron asesinados en nombre de estas leyes antiterroristas, leyes que aún persiguen a un número aún mayor de hombres y mujeres. La Guerra contra el Terror forma asimismo la gran narrativa del régimen de Sisi en Egipto, que se hizo con el poder mediante un golpe militar contra el presidente electo, Muhammad Morsi, un islamista de la Hermandad Musulmana.
Las prioridades de los poderosos son las prioridades poderosas. Cuando Estados Unidos decide que la Guerra contra el Terror es una prioridad, se convierte en una prioridad internacional. Así es como se ha producido una transformación significativa; a saber, la securitización de la política, mediante la cual la política se centra en las operaciones de seguridad y en la confrontación de grupos terroristas o de sus células durmientes. Lo que tenemos aquí no es una guerra librada entre ejércitos convencionales y coaliciones internacionales; ni conflictos políticos potencialmente graves; sino más bien la concesión de carte blanche a las agencias de inteligencia para que traten a los inmigrantes y ciudadanos de otros Estados, particularmente a los de Oriente Medio, de una manera que los convierta en Homo Sacer sin derechos y sin hogar (según el concepto de Giorgio Agamben). El Oriente Medio árabe fue vanguardista en este sentido de securitizar la política; después de todo, es un paraíso para los genocidas, la privación de derechos y la inmunidad de los crímenes; representa el futuro del mundo en la era de la Guerra contra el Terror. Hoy en día, los presos políticos del mundo, que ayer eran los comunistas, son ahora los islamistas.
Esta prioridad dada al terrorismo no va simplemente en función de la amenaza genuina a la seguridad que plantea, sino que también resulta de utilidad a la hora de consolidar el sistema dominante y, de hecho, de unir filas detrás de sus élites principales para enfrentar una amenaza sin forma. Las estructuras de producción y el sistema de control político y privilegios sociales requieren de una estabilidad armada, reprimiendo por ello sin cesar los desafíos que enfrenta. La movilización pública contra el enemigo terrorista ayuda a enmascarar las fuentes de discriminación y desigualdad en el sistema a fin de frenar sus contradicciones y evitar su explosión. El terrorismo responde muy bien a esta necesidad de movilización, ya que combina la cualidad fantasma y sin forma que le permite existir alrededor de cualquier esquina, con el hecho de que al final resulta ser una amenaza limitada en comparación con cualquier guerra convencional y no tiene principio ni fin, las guerras sí. Desempeñó el papel de caza de brujas para consolidar los poderes de la iglesia en tiempos anteriores. El sistema funciona de esta manera porque el terrorismo puede ser una justificación útil para un Estado de sitio global o «Estado de excepción» (como lo llamó Agamben), colocando a las sociedades en su totalidad bajo vigilancia y represión política. Juntar el terror con el Islam facilita el giro genocrático, cuyo objetivo es nuevamente unificar el genos dominante contra inmigrantes y extraños.
Nuevos espacios de excepción
Los destinatarios de esta securitización global de la política y el «Estado de excepción» no son en modo alguno los islamistas, los supuestos terroristas, sino todas las personas desfavorecidas del Oriente Medio. En realidad, los islamistas están entre los principales beneficiarios de esta situación. Porque cuando tratas a todo el mundo como sospechoso a causa de su supuesta religión, estás haciendo de hecho un servicio a los terroristas genuinos, de la misma forma que el propio terrorismo castiga necesariamente al inocente y solo castiga a los criminales por coincidencia o accidente.
Esta securitización de la política y el castigo colectivo en ninguna parte es más clara que en los consulados occidentales y en los tipos de información requeridos de los solicitantes de visado sirios y posiblemente de otros países de Oriente Medio, con la posibilidad de ser rechazados más tarde (o antes); y luego están los aeropuertos, donde esos pasajeros se enfrentan a modos terribles de discriminación. Este aspecto del sistema internacional deviene invisible en los medios de comunicación occidentales. El mundo está realmente dividido en titulares de pasaportes que son bienvenidos, similar a una llave maestra para cada puerta o passe-partout; a continuación, los titulares de pasaportes que no son bienvenidos pero que, sin embargo, pueden pasar; y después hay un tercer grupo con pasaportes que no son bienvenidos ni abren ninguna puerta, no al menos sin un intenso examen y escrutinio. Hay un primer mundo por encima de la ley, un segundo mundo sujeto a la ley y un tercer mundo por debajo de la ley, sin protección legal. Hay espacios de excepción que Agamben no vio: aeropuertos y consulados, sin mencionar toda la región de Oriente Medio.
El mundo de la Guerra contra el Terror
Sabemos muy pocos detalles sobre la coordinación de seguridad que se produce entre los Estados que libran la Guerra contra el Terror. El mundo de la Guerra contra el Terror es el mundo del secretismo, violencia y asesinato. Sabemos, por ejemplo, gracias a Wikileaks, que el régimen de Asad se ha infiltrado previamente en grupos sospechosos de actividad terrorista, y que no se apresura a atacarlos como hacen los estadounidenses, según se jactó el alto asistente de la seguridad de Asad, Ali Mamlouk, ante funcionarios estadounidenses en febrero de 2010, un año antes de la revolución. Cientos de ellos, dijo Mamlouk, habían sido arrestados como consecuencia. Es significativo que el «terrorismo islamista» fuera una causa compartida que había acercado a las dos partes antes de la revolución.
Por los mismos motivos de la lucha contra el terrorismo, ciertos Estados europeos, como Italia, buscan ahora reanudar el contacto con ese régimen empapado en la sangre de sus súbditos. El presidente francés, Emmanuel Macron, hizo una declaración vergonzosa en este sentido en junio de 2017, diciendo que Asad era «un enemigo del pueblo sirio pero no un enemigo de Francia», y agregó que no veía alternativa legítima al gobierno de Asad. Es decir, no veía alternativa al enemigo del pueblo sirio como gobernante legítimo del pueblo sirio. Macron agregó después que Francia «había sido coherente desde el principio» en la lucha contra un solo enemigo, que era el «Daesh». En otras palabras, el terrorismo es un problema nuestro, la matanza de sirios es un problema de los sirios. Nuestro enemigo es el Daesh, Asad es enemigo de los sirios, pero esto no lo convierte en ilegítimo.
No es que a las «democracias» occidentales les guste Asad. Con toda probabilidad, sus líderes le desprecian. Sin embargo, el efecto genocrático combinado con la securitización de la política y la islamización del terrorismo les hace capaces de cooperar (o al menos tolerar) con regímenes genocidas que asesinan exclusivamente a sus súbditos musulmanes. El pluralismo tradicional en el que se basaron las democracias después de la Segunda Guerra Mundial (incluida la clase trabajadora y los comunistas dentro del Estado-nación) se ve desafiado por una nueva pluralidad excluida, compuesta por inmigrantes, personas de color y refugiados. Utilizo el término «giro genocrático» para conceptualizar esta exclusión. Es por esta razón que las genocracias occidentales han elegido a Bashar al-Asad para nosotros los sirios; el hombre que ha estado «eligiendo» a su propio pueblo para masacres y desplazamiento forzado durante ocho años y medio. El mal político de una genocracia son los otros genos, que han sido musulmanes durante las últimas tres décadas. Para ilustrar el giro genocrático con una anécdota, permítanme mencionar lo siguiente: al menos en diez ocasiones he escuchado a europeos y estadounidenses bienintencionados comentar que Bashar estudió en Gran Bretaña y, por lo tanto, se suponía que era un reformador; entonces, ¿qué hizo que se convirtiera en tal monstruo? Esto es, por decirlo simplemente, autoadulación, narcisismo y una especie de fanatismo tribal. Es también el ethos de la genocracia. Además del giro genocrático, la securitización de la política hace que el elemento «demo-» disminuya en la democracia y que la «-cracia» aumente en su composición. Un Estado de pura «-cracia» sin «demo» es algo deseable para esos árabes y musulmanes de allá.
La securitización de la política
El punto importante al que quiero llegar es que considerar el terrorismo como el mal político fundamental, y el Estado como el bien político, hace que toda la violencia practicada por los Estados se haga invisible aunque alcance el nivel del exterminio, un umbral ya alcanzado (y superado) en Siria. Esta es una puerta a través de la cual el fascismo parece entrar con confianza en Egipto, por ejemplo, cuyo presidente pudo decirle al presidente del Consejo Europeo en febrero de 2019 que los europeos no deben interferir en «nuestros» asuntos, porque tenemos nuestra propia humanidad, moral y valores, y vosotros los vuestros; esto se produjo solo cuatro días después de que su régimen ejecutara a nueve jóvenes egipcios.
Además, el exterminio en masa y el fascismo no son acontecimientos accidentales que ocurren muy lejos, «por allá», en el Oriente Medio. Son un producto estructural de un sistema internacional que ha hecho de la Guerra contra el Terror su gran narrativa y de la violencia estatal su antídoto. En otras palabras, hay mucha maldad política en el diagnóstico occidental e internacional del terrorismo como el mal político central. El gobierno de Obama trató al Daesh como un mal mayor, y trabajó para reclutar a sirios para combatirlo con la condición de que no lucharan contra el régimen responsable del 90% de la cifra de muertos sirios; un ejemplo que ilustra cuán cierto es que el terrorismo es siempre el mal, y «el Estado» es siempre el antídoto, aunque este último esté privatizado y sea genocida. En efecto, el gobierno de Obama negó la capacidad moral y política de los sirios, su derecho a decidir quién es su propio enemigo y cuál es el mal mayor en su país. Esto es fundamentalmente antidemocrático; de hecho, es una perpetuación de la criminalidad desenfrenada de Asad por otros medios.
Y hunde sus raíces en las profundas desigualdades del sistema internacional, consolidadas por el ascenso de la genocracia y el declive de la democracia en todas partes. No se permite definir el mal a quienes realmente lo padecen, sino a los poderosos, que en la mayoría de los casos practican ellos mismos una gran cantidad de maldades, como ocurre con Estados Unidos, Israel, Rusia, Irán y los asadistas. Esto es como dejar la decisión de si la tortura es buena o mala a las agencias de inteligencia de Asad, o dejar que los acosadores sexuales masculinos juzguen la moralidad del acoso. Desde luego, el derecho a determinar el mal debería estar en manos de quienes están expuestos a él: sirios, palestinos, egipcios, mujeres y muchos otros. Esto en forma alguna absuelve al terrorismo del mal, sino que hace de su resistencia una cuestión de defender la justicia para sus víctimas y de rechazar la impunidad para los delincuentes. Es revelador que los funcionarios occidentales o de la ONU no hayan dicho ni una palabra sobre un tribunal especial para los criminales del Daesh, o sobre obtener justicia para las víctimas del terrorismo de Daesh en Siria, Iraq y el resto del mundo. Hablar de tal justicia plantearía inevitablemente una serie de preguntas sobre la justicia en otros lugares como, por ejemplo, para las víctimas de Bashar, Putin y el régimen iraní.
El Estado terrorífico
¿Es posible que llamemos terroristas a estos Estados? ¿O que hablemos de terrorismo de Estado? El problema aquí es que se corre el riesgo de ocultar una realidad profundamente arraigada hoy: que todos los Estados están desarrollando características terroristas, o están abriendo las puertas de la «excepción» para enfrentar la inmigración, por ejemplo, con el pretexto del terrorismo; una «excepción» que ahora se ha convertido en un estándar global. El monopolio «excepcional» del Estado sobre la violencia al margen de la legitimidad es ahora una estructura profundamente arraigada que tienta a las organizaciones terroristas a imitar y emular a los Estados. Es cierto que no todos los Estados son iguales en la práctica de la violencia extralegal. Sin embargo, los Estados que únicamente practican la violencia «legítima» se muestran indulgentes con sus homólogos ilegítimos. De hecho, los necesitan, como espacios complementarios en el marco del régimen global de excepción, para romper el fundamento moral y legal de la objeción a la violencia extralegal que los Estados fueron pioneros en desarrollar mucho antes que los terroristas. El contexto en el que EE. UU. envió a sospechosos de terrorismo a Estados como Siria y Egipto para que les torturaran después del 11 de septiembre, es el mismo en el que se necesitaba un espacio de excepción como la Bahía de Guantánamo, es decir, tanto a nivel interno como externo. Ese fue el mismo contexto en el que se toleró la tortura de sospechosos, bajo el eufemismo de «técnicas mejoradas de interrogatorio». Es un contexto de violencia ilegítima practicada por los Estados que otorga plena legitimidad al terrorismo nihilista.
Concluiré con dos puntos que me parecen fundamentales en la era del terror, el exterminio, la migración y la securitización de la política (uno debería agregar el calentamiento global).
El primer punto es que el Estado actual es la base de la dependencia y esta dependencia es ahora política más que económica, en contraste con lo que sucedió durante una generación después de la descolonización. Quien posee el Estado gana y obtiene «legitimidad» a la Macron. En la era de la Guerra contra el Terror, los Estados son legítimos por definición aunque dependan cada vez más de la «excepción». De hecho, la excepción se está normalizando o se está convirtiendo en la regla, tal como Walter Benjamin pudo apreciar en Europa entre las dos guerras. Por el contrario, toda resistencia a la tiranía o los Estados genocidas es relegada a la ilegitimidad. Esto fortalece aún más a los actores que ya son fuertes: especialmente a los Estados, incluidos los que asesinan en masa o los genocidas, al tiempo que debilita a los movimientos de resistencia ya débiles y a las fuerzas antitiránicas, lo que en muchos casos conduce a su degeneración real (adoptando formas nihilistas o domesticadas). En este sistema, Asad se encuentra a sí mismo como miembro natural, y seguirá siéndolo mientras la narrativa del terrorismo permanezca como el mal político fundamental. En verdad, Asad es hoy un pionero de la Guerra contra el Terror de una manera que lo convierte en un miembro más normalizado que otros, por lo que, en todo caso, merece ser recompensado en lugar de rechazado.
En el sistema internacional de dependencia política o imperialismo político que securitiza la política, los refugiados, los exiliados y los inmigrantes somos transformados en un proletariado político despojado de los derechos de formar agrupaciones políticas y buscar la libertad. Peor aún, los más vulnerables de entre nosotros se enfrentan a deportaciones forzadas, como los gobiernos libanés y turco están haciendo últimamente con los sirios, y como a muchas potencias europeas les gustaría hacer también. (A pesar de su entusiasmo general por castigar a Turquía, ninguna de ellas condenó las últimas acciones de Ankara; porque saben bien que han estado implicadas en el crimen desde el acuerdo de 2016 entre la UE y Turquía.) Hoy, la migración se ha convertido cada vez más en el peligro fundamental, en la misma medida que el terrorismo es el mal fundamental.
La consecuencia es que hoy la independencia política no es lo que era anteriormente en el período de descolonización. Al contrario, la independencia requiere trabajar para erradicar el Estado global de emergencia y la securitización de la política, así como para destronar a los Estados como espacios exclusivos para la política y hacer que prescindan del concepto de soberanía y del monopolio de la violencia. La combinación de estos dos -soberanía y monopolio de la violencia- es genocida.
Por cierto, la izquierda tradicional heredada del siglo XX parece completamente incapaz de luchar contra un mundo que presencia una transformación genocrática. Nos remontamos al siglo XX y sus conflictos, y al principio de soberanía todavía imaginado como opuesto a la subordinación política, sin ver sus implicaciones genocidas hoy y su dependencia esencial de la excepción; sin percibir que la soberanía sobre las personas gobernadas es ahora la verdadera forma de subordinación; en recuerdo de todo lo que es viejo izquierdismo reaccionario.
En su actual composición, el sistema del imperialismo político tiende a cerrarse, sin que haya forma alguna de resistencia excepto el terrorismo (la forma de resistencia más degenerada), que lo fortalece aún más y sirve a su narcisismo y a su rechazo de cualquier alternativa.
En un momento en el que el terrorismo elitista y nihilista ayuda a que un sistema internacional extremista y elitista se reproduzca, es cada vez más urgente crear movimientos de resistencia emancipadores para enfrentar a gobiernos de asesinato masivo y terror, racismo, calentamiento global y nuevo imperialismo político.
El segundo punto postula que el giro genocrático abre el camino al genocidio. Esto lo sabemos muy bien en Siria (sectario no significa secular, como tienden a pensar los islamófobos), y de ninguna manera es diferente en otras partes de un mundo sirianizado. El genocidio es continuación de la genocracia por otros medios más asesinos. El mal político mayor de nuestros tiempo no es el terrorismo sino esta tendencia global genocrática y genocida que experimentamos hoy.
En resumen, la designación del terrorismo como mal político coincide con la securitización de la política, que hace invisible la violencia estatal y allana el camino al genocidio. En la medida en que el terrorismo se ha convertido en sinónimo de terrorismo islamista, ha provocado una hostilidad internacional hacia la democracia en nuestra región, el aumento de la islamofobia en todo el mundo y la resistencia a las nuevas formas de pluralismo de las que depende el futuro de la democracia. Si parece que las élites políticas del Norte global, y de hecho de todas partes, han ido deteriorándose rápidamente en las últimas dos décadas, creo que esto está estrechamente relacionado con la naturaleza de las prioridades globales y el avance de las fuerzas reaccionarias en todo el mundo como resultado de estas prioridades mal elaboradas.
El terrorismo es realmente un mal, pero es solo una cara de una estructura global que produce diversas formas de discriminación, desigualdad y racismo. Esta estructura progresivamente genocrática es el mal fundamental, y lo que la hace aún más importante es su pretensión de virtud mediante la lucha contra entidades salvajes como el Daesh y al-Qaida; algo que hace que incluso Estados que asesinan en masa, como Asad, y Estados racistas como Israel, y Estados reaccionarios imperialistas como Rusia y Estados Unidos, y Estados ultra reaccionarios como Irán, sean fuerzas del «bien». Nos corresponde aquí hablar de la «banalidad del bien»: irreflexiva, inconsciente y esencialmente incapaz de pensar desde la posición de los demás, como Hannah Arendt formuló en su idea sobre la banalidad del mal. Uno se ve abocado preguntarse: si esto es el bien, ¿qué tiene de malo el mal?
(Nota del editor de Al-Jumhuriya English: El presente artículo es la versión editada de la charla ofrecida por el autor en París el 4 de septiembre pasado. Una versión ampliada del texto en lengua árabe puede consultarse aquí. Traducido al inglés por Alex Rowell.)
Yassin al-Haj Saleh es un escritor sirio, expreso político y cofundador de Al-Jumhuriya. Su último libro es » La revolución imposible » (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo)
Fuente: https://www.aljumhuriya.net/en/content/terror-genocide-and-%E2%80%9Cgenocratic%E2%80%9D-turn
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