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¡Todos mediocres! Crítica e inclemencia en España. El caso Gregorio Morán

Fuentes: Fronterad

Gregorio Morán es un estorbo, un aguafiestas: el niño que avergüenza a sus padres porque observa verdades que las leyes de la cortesía prohíben formular en voz alta («¿Papá, por qué es tan feo ese señor?»). No sorprende que Crítica -es decir, Planeta- quisiera censurar El cura y los mandarines, ni que Morán se negara […]

Gregorio Morán es un estorbo, un aguafiestas: el niño que avergüenza a sus padres porque observa verdades que las leyes de la cortesía prohíben formular en voz alta («¿Papá, por qué es tan feo ese señor?»). No sorprende que Crítica -es decir, Planeta- quisiera censurar El cura y los mandarines, ni que Morán se negara en redondo. (Crítica: «Gregorio, no seas malhablado, ¿por qué no te disculpas ante el señor García de la Concha?». Gregorio: «¡Porque no quiero! ¡Es un trepa!»). El escándalo de lo que Morán no dudó en calificar como «censura económica» -Planeta abortó el proyecto porque no quiso arriesgar sus contratos rentabilísimos con la Real Academia de la Lengua- ayudó a generar publicidad para el tocho, que acabó publicando Akal.[1] Pero incluso sin ese rifirrafe el libro de Morán habría hecho ruido. Ignorarlo es imposible -y vaya que se ha intentado, como señalaba Juan Goytisolo-. El cura y los mandarines nos acompaña en un paseo por treinta y cuatro años de cultura española, del convulso 1962 hasta 1996, el final de la hegemonía socialista. El panorama es demoledor. Será muy difícil volver a imaginarnos al emperador vestido después de haberle contemplado, durante 800 densas páginas, en toda su grotesca y ridícula desnudez.

Es un retrato que duele, por patético. Como los pobres personajes de Galdós, España lleva más de un siglo obsesionada por su estatus, presa entre fantasías de grandeza y complejos de inferioridad -síndrome común, por otro lado, de los ex imperios-. De ahí no sólo el fetiche de la marca España sino también los millones invertidos en el Instituto Cervantes y el gusto morboso por los rankings mundiales, sea de cocineros, tenistas o universidades.

Entre los intelectuales españoles, esta obsesión ha adoptado formas varias. Hay los que lamentan lo que ven como un permanente atraso, fuente de vergüenza («en Alemania un ministro se larga si le pillan en un plagio; pero en España nadie dimite nunca«). Hay los que insisten en constatar la esencial diferencia entre España y el resto -de Europa, del mundo-, pero que explican esa diferencia en términos de superioridad («España es una gran nación, y los españoles, muy españoles y mucho españoles»). Y hay los que insisten en la normalidad de España: la democracia española no es mejor ni peor que las otras democracias occidentales; su historia no es excepcional sino perfectamente corriente.

En algunos casos recientes, esa normalidad se ha concebido, paradójicamente, como un logro excepcional: la culminación de un largo proceso de cambio y esfuerzo, o el resultado del abandono de visiones prejuiciadas. Cuando José Álvarez Junco y Adrian Shubert escribían la introducción a una historia española de los últimos dos siglos, constataban satisfechos la paulatina desaparición de la leyenda negra que relegaba España a un lugar secundario.[2] («Cuando los historiadores se ocupan de temas como la migración internacional, las relaciones de género y la cultura popular, entre muchos otros, no hay motivo por asignarle al caso español menos importancia que los de Gran Bretaña, Francia o Alemania»). Un ángulo igual de celebratorio lo adoptaban Jordi Gracia y Domingo Ródenas en su ambiciosa historia de la literatura escrita en castellano desde la Guerra Civil.[3] «El balance menos optimista o más plagado de reservas», escribían, «exige la identificación de los últimos cincuenta años como una etapa de progresiva y creciente expansión de las libertades políticas y civiles sin comparación con ninguna otra, dificultosa y enmarañada pero también sin vuelta atrás». Puede que ningún país occidental se haya empeñado tanto como España en celebrar su propia normalidad. Como escribe Elena Delgado en un libro sagaz sobre el tema:[4] «Hasta el momento en que la crisis sacó literalmente de quicio las cosas […], la articulación de la idea de la España democrática fue en efecto inseparable de los conceptos de ‘normalización’ y ‘normalidad’ […]»

El franquismo, revisited

¿España va bien? ¿Mal? ¿Regular? ¿Cómo evaluar la cultura española de los últimos 75 años en términos cualitativos? ¿Qué baremos pueden servir y quién hace de tasador? Si el tema da para desacuerdos es porque toca a las dos preguntas centrales de la historia cultural y política española reciente: ¿Cuáles fueron los efectos a largo plazo de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista? ¿Y ya se han superado?

Para Gracia y Ródenas, esos efectos no sólo se han superado sino que empezaron a superarse mucho antes de que expirara el dictador. Gracia en particular ha querido demostrar en varios libros que la cultura española del interior empezó a recuperarse relativamente pronto, desde y pese al franquismo. Defiende además la tesis de que esa superación se dio no gracias al exilio republicano o la militancia antifranquista de izquierdas, sino gracias a una «resistencia silenciosa» de intelectuales más o menos desafectos al régimen que, poquito a poco, fueron descubriendo las virtudes de un liberalismo más o menos democrático. Así, Gracia pretende desmentir el tópico del franquismo como un páramo cultural al mismo tiempo que explica por qué la democracia actual es perfectamente saludable a pesar de su poca conexión con el legado de la República.

Esta versión de la historia cultural, según la cual el franquismo no pudo impedir el desarrollo positivo de la vida intelectual y cultural del interior -y que incluso la pudo fomentar- encuentra eco en La cripta de Franco, libro bienintencionado y provocador del crítico literario británico Jeremy Treglown, editor del Times Literary Supplement, que tiene casa en España donde pasa varios meses cada año.[5] La cripta, que salió en inglés en 2013, tiene dos objetivos principales. Hispanófilo que es, Treglown se propone cantar las virtudes de la literatura, el arte y el cine español desde el comienzo de la Guerra Civil, incluidas obras del interior, del exilio y de años más recientes. Sus obras cumbre -sobre todo de la España de Franco- le parecen injustamente infravaloradas por el público internacional, empeñado en ningunearlas por razones más políticas que artísticas. Gran parte del libro, por tanto, consta de análisis elogiosos de una amplia antología personal de novelas, películas y obras de arte. Incluye nombres obvios (Cela, Aub, Tàpies, Saura) y algo menos obvios (Gironella, Foxá).

En segundo lugar, Treglown pretende analizar con sentido común -definido, a la inglesa, como una ironía benévola sin pasiones ni partidismos explícitos- el enconado problema de la memoria histórica de la Guerra Civil y el franquismo. En esta sección, que combina el reportaje y la historia, asistimos a una exhumación de una fosa común, visitamos el Valle de los Caídos y leemos sobre los españoles de a pie a que Treglown ha conocido durante sus estancias anuales en la Península. El crítico defiende el derecho de las víctimas a exhumar a sus parientes, pero le inquieta la «politización» del tema de la memoria, que -dice- «se ha convertido en instrumento de política partidista y de los avances personales». Rechaza la idea de que hubiera un pacto del olvido y está a favor de que la memoria de la guerra y de la dictadura sea lo más equitativa posible. «Cuando los que hacen campaña a favor de la memoria histórica» -escribe Treglown- «acusan de olvido o amnesia a sus opositores críticos, ellos mismos olvidan con frecuencia, o pasan por alto, o sencillamente ignoran los ricos sedimentos históricos de su propia cultura».

El libro de Treglown levantó alguna polémica en Gran Bretaña, donde la historiadora Helen Graham lo reseñó de forma bastante crítica. Lo que Treglown presenta como una amplia historia cultural, afirmó Graham en The Guardian, en realidad es poco más que una colección de reseñas de obras concretas. El problema, para Graham, es que Treglown dice querer comprender el efecto del franquismo sobre la cultura española, pero se salta lo esencial: «no nos dice nada sobre quiénes, y cuántos, leyeron los libros que reseña o vieron las películas (a menudo cine de autor), ni sobre la reacción del público»: «Confunde el salón literario por la esfera pública -algo perdonable, casi, tratándose del siglo XIX pero no del XXI-«. Al mismo tiempo, alega Graham, Treglown no llega a asumir las continuidades culturales y judiciales entre el franquismo y la democracia, por ejemplo con respecto a los derechos de las víctimas del régimen o la información sobre sus crímenes. Así, afirma, Treglown acaba por edulcorar la imagen de Franco: su libro se lee como «una refundición algo anticuada del franquismo realizada en estilo patricio británico» («a rather antiquarian refurbishment of Francoism, done in patrician British style»). En una réplica indignada, Treglown negó que intentara minimizar el aspecto represor de la dictadura y acusó, a su vez, a la historiadora de intolerante: «Graham presupone que quien no vea las cosas como ella debe de estar a punto de calzar botas militares y hacer un saludo fascista».

Una trampa apolillada

La cripta de Franco está escrito desde una clara sensibilidad cultural. Como hispanista extranjero que soy, debería agradecerle al autor su promoción del material con cuyo análisis y enseñanza me gano la vida. Y sin embargo me cuesta hacerlo. La debilidad fundamental del argumento de Treglown es que batalla con hombres de paja. Pretende desmentir posiciones que pocos o nadie defenderían: a saber, que la cultura española en los cuarenta años de franquismo no produjo nada de valor, que «impidió toda forma de oposición intelectual o creadora» y que sus productos están injustamente infravalorados. Para refutar estas posiciones exageradas, presenta como piezas de evidencia casos tan poco discutibles como Tiempo de silencio, de Martín Santos; Central eléctrica, de López Pacheco, o los grandes artistas abstractos en la España de Franco, señalando su calidad y contemporaneidad como si éstas fueran inesperadas. La crítica de la ideología del progreso que expresa la novela de López Pacheco, afirma por ejemplo Treglown, es «un sentimiento que uno podría encontrar en una obra de Arthur Miller o Arnold Wesker». «La diferencia» -agrega- «es que se publicó bajo la dictadura«. ¡Quién lo hubiera pensado!

Lo que sorprende al lector de La cripta no es que una novela como Central eléctrica pudiera salir en la España de Franco. Más sorprendente es la ingenuidad del crítico británico. En cierto sentido, Treglown cae en una trampa que le lleva esperando desde hace más de medio siglo: la que el franquismo quiso tenderle a la opinión pública internacional de la época. El régimen, desde luego, nunca dejó de empeñarse en dar una imagen de paz, estabilidad y normalidad. Décadas después, Treglown se traga el cuento.

Como bien apunta Graham, en realidad Treglown se dedica a registrar un fenómeno muy determinado de la cultura española del último siglo: cómo, en los años 60, «la esfera cultural de las élites se expandió para servir a las clases profesionales emergentes que, a pesar de su amplia aceptación de la dictadura, sin embargo deseaban un ambiente que pudiera reflejar, cautelosamente, su autoimagen sofisticada, su idea de haber ‘arribado'». Lo que pasa por alto Treglown es el hecho de que, al mismo tiempo, «los límites de la tolerancia franquista estaban trazadas de forma clara y feroz»: aún se censuraba, aún se torturaba en las comisarías, aún se ejecutaba a presos. Da la impresión, dice Graham, de que «para Treglown, la expansión de las galerías y de la vida literaria de algún modo mitiga los crímenes cometidos por el régimen sobre la gente común».

Que Treglown sea susceptible a una propaganda tan apolillada tiene dos explicaciones. Primero, como buen liberal de instinto conservador -el anarquismo en España, dice, atrajo a «los perezosos, los rebeldes y los individualistas», en ese orden- desconfía de todo arte o literatura políticos. Segundo, cree que la posición apropiada -por objetiva- ante los conflictos políticos españoles es la de la equidistancia irónica, en la que todos los gatos son pardos. Así cae en el patrón que ya identificó Herbert Southworth en la obra de Hugh Thomas: no puede mencionar una tara de un lado sin también identificar una parecida del otro. ¿Hubo censura durante el franquismo? Bueno, sí. Pero los que se empeñaban en minimizar el valor de lo producido en la España de Franco ¿no imponían, a su vez, «una cierta crítica política, que en la práctica era difícil de distinguir de la censura»? (En el inglés original, Treglown aprovecha un eco etimólogico entre los dos conceptos: «a kind of political censoriousness […] not easy to distinguish in practice from censorship»).

En su pretensión por minimizar los aspectos históricos o políticos del arte, también trivializa su efecto histórico o político: según él, el arte y la literatura son políticamente inútiles y así es como debe ser. En esta línea argumental deja que se le escapen reflexiones de lo más curiosas, además de difíciles de demostrar. Del Guernica de Picasso dice por ejemplo: «por más grande que sea la obra, nunca ha salvado a nadie de un bombardeo». (¿Por qué Estados Unidos se habrá empeñado en esconder la imagen del cuadro cuando quiso convencer al mundo de que había que invadir Irak?). También se pregunta Treglown si importa que Picasso, al pintar el cuadro, nunca hubiera presenciado ningún bombardeo en persona. Concluye (lógicamente) que no importa; pero lleva el argumento un paso más allá, elevando el caso a regla estética: siempre es mejor, dice, que los artistas y escritores se mantengan lejos del «compromiso directo» (direct engagement). Repasando las imágenes satíricas del colectivo Estampa Popular, le asalta «la impresión incómoda de que estos ejemplos de lo que Sartre llamaba compromiso directo son, o bien la obra inferior de los mejores artistas o bien la mejor obra de los inferiores» («the uncomfortable sense that these examples of, in Sartre’s terms, direct engagement are either inferior work by the best artists or the best work of inferior ones»).

No fue para tanto

En realidad los orígenes del relato de Treglown se remontan a los años cincuenta. Nada menos que Julián Marías -respondiendo a un ensayo del hispanista Robert Mead en la revista Books Abroad que hacía sonar la alarma sobre las condiciones de la producción cultural e intelectual en la España de Franco- afirmaba en 1952 que, apenas una década después de la Guerra Civil, la cultura española gozaba de una «vitalidad extraordinaria, sorprendente» y que, por ejemplo la filosofía española vivía un momento de especial brillantez. ¿Cómo es posible -se imagina don Julián que se preguntan los ingenuos lectores de la revista americana-, cómo es posible que la cultura florezca de esa forma bajo una dictadura? No tiene nada de sorprendente -asegura-. A fin de cuentas, un régimen político es «un fenómeno relativamente superficial y epidérmico, cuya acción, por perturbadora que sea, es transitoria y deja además intactos los estratos más profundos de una sociedad». El franquismo es lo de menos; no hay por qué alarmarse y mucho menos avergonzarse: «España está en Europa».

Según Marías, el problema de Mead -así como, se sobreentiende, de los pobres intelectuales del exilio- era simplemente que le daba demasiada importancia a la política. También se sobreentiende otro argumento sugerido: que uno de los efectos del régimen franquista -efecto, para Marías, benévolo- fue que los intelectuales del interior se mantuvieran lejos de esa misma política, eterna tentación del diablo y perdición de buenas plumas. La lógica implícita -como bien apunta Fernando Larraz en El monopolio de la palabra[6]– roza lo perverso: para Marías, la misma causa del auge cultural español «residía, en gran medida, en la extirpación de interferencias políticas». En otras palabras -nos resume Larraz el argumento de Marías-, «el cambio hacia una progresiva desideologización de la sociedad había caracterizado la política franquista y había otorgado a los pensadores del interior una ventaja cualitativa sobre los exiliados».

Entra Morán. El relato de El cura y los mandarines se opone diametralmente al de Marías, Treglown y Gracia. Nunca se le ocurriría, desde luego, defender las tesis de paja que Treglown pretende derribar: que la España franquista no produjera nada que valiera la pena, o que la oposición intelectual o cultural fuera inexistente. El argumentario de Morán es más matizado, aunque no por ello menos contundente. Si la posición de Treglown, Marías y Gracia cabe resumirse en un no fue para tanto -en términos de producción cultural, los efectos de la guerra y la dictadura no fueron pura o predominantemente negativos y puede que fueran hasta saludables-, Morán mantiene algo muy distinto. Para él, el final de la Guerra Civil inicia un largo período marcado por la represión, la mediocridad, la frivolidad, el oportunismo y la desvergüenza, fenómenos que vician hasta la médula todas las áreas de actividad intelectual del país: política, universidad, cultura.

Esa apabullante mediocridad, además, no desaparece con la muerte del dictador, sino que se perpetúa. Y lo hace gracias a dos fenómenos. Primero, la presencia dominante de intelectuales criados bajo el franquismo en los años de la Transición. Y, segundo, la cooptación masiva de la inteligencia crítica por los sucesivos gobiernos democráticos, en particular del PSOE durante sus 14 años de poder. El PSOE -dice Morán- convirtió la cultura en espectáculo y a los intelectuales en perros falderos, beneficiarios de un suministro fijo de favores y dineros: premios, puestos, becas, encargos, sillones académicos y un trato privilegiado, adulador, en la propia Moncloa. «[A]l final» -resumía Morán uno de los puntos de partida del libro a su amigo Antoni Domènech- «el gran asunto es cómo, en 30 años, el grueso de una tropa de tíos rompedores y patentemente progresistas se convirtió en una mediocre pandilla de reaccionarios acomodaticios». En otras palabras, si Treglown desmiente la imagen del páramo indicando que por aquí y allá crece algún arbusto o incluso un pequeño bosque de una frondosidad nada desdeñable, Morán demuestra con rigor de geólogo la profunda contaminación de todo el subsuelo peninsular. Moral y culturalmente, la democracia postfranquista se construyó sobre un vertedero tóxico.

El País o el gran lavado de cara

El cura y los mandarines, aunque ameno y jugoso, no es un libro fácil. Realiza un recorrido episódico por más de 30 años de cultura española, desde comienzos de los sesenta hasta mediados de los noventa, con un enfoque particular sobre las figuras cumbre -los mandarines- de la vida intelectual y cultural. A modo de cicerone o hilo conductor nos acompaña por ese tupido bosque el cura Jesús Aguirre, futuro duque de Alba, una especie de Zelig que sale en todas las fotos. Aguirre también aparece como figura antonomástica del propio mandarinato: es oportunista, plegable, trepa, impostor; un «escritor ágrafo», mediocre, que acumula capital cultural sobre un mínimo de mérito intelectual, aprovechándose de la escandalosa falta de competencia en un paisaje cultural arrasado por la guerra y el franquismo.

No es casual que los años de la Transición ocupen el centro del período. Para Morán, si hay algo que caracteriza la llegada de la democracia no es la ruptura sino la continuidad. El tipo de historia cultural que practica Morán -subjetivo, detallado, anecdótico y biográfico- le permite presentar una radiografía despiadada de la red de complicidades que hizo posible la reconversión masiva de hombres del régimen en nuevos demócratas. La institución central en este proceso fue El País, «parodia de intelectual colectivo»: el diario que nace como iniciativa de Fraga y su círculo y cuya base ideológica y financiera las proporciona un equipo de (ex) oficiales del régimen y curtidos hombres de negocios que habían amasado su fortuna gracias a su cercanía al poder. Son Jesús Polanco (primero en Editora Nacional, después cofundador de Santillana, productor de libros de texto oficiales y con expansión latinoamericana), José Ortega Spottorno (hijo de José Ortega y Gasset), Pío Cabanillas (primer ministro de Cultura de Franco), Juan Luis Cebrián (joven director de informativos de TVE, familia falangista e hijo de un famoso periodista del régimen, antiguo director de los medios del Movimiento y del diario Arriba) y Ricardo de la Cierva (biógrafo y propagandista del dictador).

La idea de un diario, moderno, abierto, de una derecha que preparaba la transición del franquismo […] empezó a gestarse hacia 1972, en plena era de Franco y Carrero Blanco. Una empresa así sólo podía salir de personas con un inequívoco pedigrí de adeptos al Régimen, no tanto porque lo defendieran a aquellas alturas de la vida de él y de ellos, sino porque sus servicios en el pasado les consintieran ahora defender sus intereses y su futuro. Algo por otra parte tan obvio que ya había constituido la razón por la que se habían sumado a Franco en su momento.

Para Morán, El País es ejemplar de todo lo que se pudo y no pudo hacer en los años cruciales -y confusos- de la primera Transición. «La trayectoria de El País» -escribe- «es tan coincidente con buena parte de las clases medias intelectuales españolas, con sus ganas, sus esfuerzos y sus limitaciones, que podríamos decir que tanto su ascenso como la quiebra de esta relación coinciden con los ciclos políticos de la Transición». Leído desde el presente, los primeros años del diario producen estupor y vergüenza ajena: «Como tantas veces ha ocurrido en nuestra modesta aunque larga historia de las ideas, lo más notable del fenómeno El País será el éxito, no su consistencia, ni su calidad, ni su esfuerzo. ¿Cómo algo tan mediocre alcanzó tan alta notoriedad?».

El periódico y sus colaboradores pretenden representar la continuidad con el legado de la República y sus mejores medios, como El Sol. (Morán cita a Aranguren, que escribía en El País en 1977: «La cultura española establecida hoy no es sino la representación de la cultura anterior a 1936, por la que se diría que no ha pasado el tiempo»). La realidad era muy otra. El exilio quedó relegado a los márgenes, y el lugar de los republicanos lo usurpaban un puñado de «secundarios» de la inteligencia del interior: «la segunda fila de lo que ya había»: Marías, De la Cierva, Aranguren, Gil Robles, Laín Entralgo. Eso sí, el pretendido enganche con los años treinta -eclipsando décadas de represión, colaboración, silencio y complicidad- les permitía a estos segundones, para empezar, zambullirse en un generoso y mutuo perdón colectivo. Escribe Morán:

Todo se convertía en una escena, digamos entre cómica y ritual, de perdones recíprocos, de amnistías públicas; yo te agradezco los favores que me concediste, avalando tu pasado, porque soy desde ahora, gracias a ti, el avalista del tuyo. La primera amnistía histórica que concedió la Transición fue ésta: la que se dieron mutuamente los viejos colaboradores de la dictadura y sus «valets de chambre» intelectuales. La Guerra Civil no estaba superada sino que había quedado obsoleta porque los representantes intelectuales, que tanto habían colaborado a llevarla a cabo y a cimentar la victoria posterior, consideraban la propia guerra como algo ajeno.

El relato de la prehistoria de El País no es del todo desconocido, pero sí se tiende a barrer bajo la alfombra. El vistazo que nos brinda Morán sobre el polvo allí acumulado no deja de resultar revelador. Entre otras cosas, nos permite leer la deriva más reciente del periódico y su conglomerado matriz, que muchos han experimentado como una decadencia o perversión del proyecto original, como una especie de retorno a los orígenes. Si El País nació de una mezcla de conservadurismo político y oportunismo financiero, quizá sólo sea normal que haya vuelto al lugar de origen.

Una meritocracia perversa

Los argumentos principales de Morán cabe resumirlos en dos o tres puntos. El primero y más importante ya se ha señalado: la Guerra Civil y sus secuelas -exilio, dictadura, represión, censura- tuvieron una serie de efectos profundamente nocivos sobre la vida intelectual española, efectos todavía perceptibles años después del final del régimen. Nada de lo que después se ha querido identificar como una «resistencia silenciosa» al régimen merece tal nombre. «La modesta y hasta patética inteligencia de las capitales de provincia durante el franquismo» -escribe- «no son ninguna oposición, ni silenciosa ni sonora, porque de haberlo sido hubieran dejado de existir de manera fulminante. Nadie que no lo haya vivido sabe lo que es el miedo en un régimen totalitario. Tienen el valor de ser gente con inquietudes, que se confortan mutuamente con la cultura»:

Este mundo, a caballo entre la religión y la cultura sobre un fondo de política, hoy nos podría confundir, creyendo que había liberalidad cuando no liberalismo, en lo que no era sino angustia cultural, ansiedad humana, soledad espantosa de jóvenes con ambición y ningún horizonte que no fuera la aspiración a una inteligencia superior.

El segundo punto es más complejo. Morán demuestra cómo las condiciones de la vida intelectual en la España de Franco -y, en cierta medida, la postfranquista- constituían algo así como una meritocracia perversa: permitían que prosperaran los peores -y lo peor en cada uno: el oportunismo, la mentira, la arrogancia, la pereza, la frivolidad- al mismo tiempo que se sofocaba o pervertía casi todo bueno y noble. Aquí es importante subrayar que la visión de Morán es más sociológica que moral: no le interesa tanto condenar a individuos concretos sino constatar cómo su comportamiento -y su obra- respondió a circunstancias concretas, circunstancias pésimas. (Eso sí: no deja de constatar que muchas de esas circunstancias fueron creadas y mantenidas, a su vez, por intelectuales. Sobre Ridruejo y Gil Robles, que tuvieron un papel central en el llamado «contubernio de Múnich», apunta: «no sólo podían considerarse colaboracionistas con el franquismo sino que sin exageración se debe afirmar que el franquismo no hubiera podido instalarse, como hizo, sin su aportación»).

Un tercer punto crucial es que, casi siempre, los intelectuales que vivían en la España de Franco -incluidos, o quizás sobre todo, los que con el tiempo se convertían en opositores al régimen- no tenían ni idea: estaban política e intelectualmente perdidos, desconectados de cualquier realidad española o extranjera, dando palos de ciego, al mismo tiempo que intentaban ocultar su desconcierto bajo una máscara de sabiduría, prestigio, autoridad y, hacia los años sesenta y setenta, una repentina y exagerada radicalidad política.

Son pocos los que se salvan de estos diagnósticos colectivos demoledores. Luis Martín Santos, Manuel Sacristán y Max Aub aparecen como algunas de las pocas excepciones. Camilo José Cela, a su vez, se salva pero por malo: es casi el único de su gremio que no sólo sabe lo que quiere sino que lo consigue. El hecho de que, para conseguirlo, se tenga que corromper y prostituir moral y literariamente es casi lo de menos. Morán no puede dejar de admirar una alevosía tan perfecta:

Quizá algún día un buen biógrafo descubrirá que la mejor novela de Camilo José Cela fue su propia vida; ninguna tan tremendista, tan llena de palabras retóricas o malsonantes, da lo mismo, ninguna tan desvergonzada, en ocasiones tan tierna por más que haya ese punto de cinismo que convierte al personaje en un gañán con pretensiones. Pero, ¡ojo!, las consuma, por tanto ningún desdén hacia el tipo humano capaz de alcanzar todo lo que se propuso.

Además de estos puntos principales -debatibles y matizables como lo son todos los argumentos globales de este tipo, pero fundamentados-, El cura es una fuente inagotable de implacables retratos biográficos y de percepciones nutridas por el más profundo de los desencantos, apuntadas con la más afilada de las estilográficas, en tinta de hiel. En sus minisemblanzas es donde más se nota la influencia de Aub, maestro del retrato en cuatro pinceladas, tan subjetivo como preciso. José Bergamín era «en el fondo, y en la forma, un pijo castizo que adoraba Madrid pero prefería París». Gregorio Marañón era «maestro del liberalismo en el mundo reaccionario«. Sobre Salvador de Madariaga escribe Morán que sus «opiniones políticas siempre se caracterizaron por cierta vehemencia conservadora y una vanidad de gallego cosmopolita, empapada por la admiración hacia el Estado y quien lo representa»:

Una curiosa variedad hispánica del liberal, la de los conservadores de Estado: distantes de cualquier veleidad democrática. Asentados, pues, en el lado de acá de una línea divisoria muy neta en la historia de la inteligencia española del siglo XX y que marca el territorio de la diferencia entre ser un liberal y ser un demócrata.

Interludio antológico: Contra la filología

El cura y los mandarines es un plato pesado, pero sería una lástima que se dejara de leer por gordo. Se me ocurre que el libro podría aprovecharse para redactar un pequeño compendio para presentes y futuros filólogos hispanistas: una especie de Pequeño libro rojo que sirva de antídoto contra la sarta de clichés, mitos y medias verdades que cuarenta años de dictadura legaron como la base científica de la Filología Española. De un compendio así no deberían faltar pasajes como los siguientes.

Sobre la taxonomía de la historia literaria y la manía por las generaciones:

¿Por qué inventamos la generación del 98, y la del 14, y la del 27, y remedando a Cervantes nos sacamos, limpia de polvo y paja, mucha paja, «la Edad de Plata»? […] La «generación del 98» no hubiera existido nunca de no ser por la adaptabilidad de Azorín al señor Maura […] y las necesidades políticas de Pedro Laín Entralgo en la más inmediata posguerra; sería el diseñador de los planes de estudio.

¿Y la del 27? Otro guiño para salvarse de la quema. Don Dámaso Alonso, putañero y hábil, encuentra la fórmula magistral para convertir en políticamente correcto -en una época donde la política era adhesión o no era-, una generación voluntariosa e incorrecta de profesores, sarasas, maridos engañosos, becados perversos, campesino indómitos… Un homenaje a Góngora en Sevilla, donde un grupo de señoritos acabaron con fino y palmas. Tiene mérito. Luego fueron mucho, pero con la República y sin Góngora.

La taxonomía cultural española es única en su especie. La fabricaron los profesores para vivir de ella. […] ¿Cuántos años se necesitarán para limpiar nuestra cultura literaria de la ganga política introducida por los profesores presuntamente apolíticos?

Sobre quién leía a los de la Escuela de Frankfurt en la España de Franco:

No se crean una palabra de lo que ahora les cuenten. Hasta los años setenta en España no había un solo pensador, no digo ya catedrático, que siguiera el mundo de la Escuela de Frankfurt, y si no, echen un vistazo a las becas germánicas de la época y para qué eran.

Sobre el efecto nocivo del régimen franquista más allá de la censura:

Lo tortuoso de una dictadura no está sólo ni muy específicamente en la censura sino en el ambiente de intimidación y represión que coarta y obliga a extremar la prudencia y exacerbar la cobardía.

Sobre la radicalidad política de los intelectuales españoles en los años setenta, tan poco fundamentada como duradera:

Un viaje literario de algún intelectual europeo a la España intelectual y radical de la primera transición daría tanto juego como el del yanqui en la Corte del Rey Arturo. Las revistas punteras en su radicalismo tendrán una vida efímera y una influencia residual y capillera, endogámica y casi onanística. Los protagonistas, con escasas excepciones, darán en apenas un lustro un giro copernicano, no sólo respecto a sus ideas, que también, sino sobre las mismas bases que construían el discurso. De la más aventada de las profecías revolucionarias se pasará en unos años al realismo más chato y seguidista del poder, y hasta de la evocación nostálgica del pasado franquista, que los hacía irreconocibles. No tienen pasado asumible, no tienen presente digno y carecen de cualquier alternativa de futuro que no sea la adaptación a medio, pura y simplemente.

Sobre el sonado gesto de José Luis López Aranguren hacia los intelectuales exiliados:

[Había] sido el primero, entre la inteligencia del Sistema, que se mantenía atento a las publicaciones y autores del exilio. Siempre -conviene decirlo para no perder la perspectiva- desde la convicción de los suyos, los vencedores, por más que su carácter afable y sus inquietudes, superiores a su talento, le llevarán cada vez más a ejercer de opositor desde dentro.

Sobre la expulsión del mismo Aranguren, junto con cuatro colegas, de la Universidad en 1965:

[F]ue respondida con el silencio y la complicidad del cuerpo académico -¡esos adelantados de la «oposición silenciosa»! -, con la única valiente excepción del profesor José María Valverde.

Sobre la relación del intelectual ambicioso con el Estado franquista, a propósito de Cela:

Probablemente nadie como Cela refleja […] la especificidad del intelectual del franquismo […][:] la perdurabilidad de su obra […] por encima de la esclavitud histórica que suponía vivir atado a una sonda, la alimenticia, que suministraba la máquina del Estado. Porque fuera del Estado no había salvación […] Había vida, más o menos oscura y gris y clandestina, con su adarme de riesgo, pero esa satisfacción que da que valoren tu obra, que la elogien, que te concedan tal o cual premio, […] eso, que también se conoce como la salvación de una vida consagrada a la escritura, eso lo otorgaba el Estado y sus establecimientos.

Sobre Papeles de Son Armadans, revista «del interior» dirigida por Cela, que empezó a publicarse en 1956 y en la que colabraba la crema y nata del exilio, creyendo llegar a un público español, e Insula, otro supuesto «puente». Ambas, afirma Morán, eran en el fondo «publicaciones para hispanistas de las universidades ricas del extranjero»:

Papeles de Son Armadans no sirvieron para nada a la cultura española de su época; hubieran podido no existir y hubiera dado lo mismo. Ni influyeron ni provocaron reacción y reflexión, ni nada que se le parezca. […] Pero sí introduce, y de qué modo, a Camilo José Cela en el gran mundo de la cultura del exilio republicano, de las universidades americanas […] [El] mayor valor [de Ínsula] podía limitarse desde el punto de vista español a su tertulia […]

Sobre los movimientos de protesta entre los estudiantes en los años 50 y 60:

Hay que decir que los movimientos estudiantiles en España crecieron ante la mirada inquieta, cuando no el rechazo expreso, de las instituciones académicas y del cuerpo docente, como no podía ser de otra manera, dada la procedencia del estamento profesoral tras el gran desmoche de la posguerra.

Sobre el adjetivo liberal:

Por esos azares de nuestra malhadada historia, el término «liberal», en la segunda mitad de nuestro siglo XX fue prácticamente monopolizado por el tándem de falangistas, que aún no eran exfalangistas, conservadores y gentes apegadas al catolicismo vernáculo.

Y, finalmente, sobre el impacto cultural a largo plazo de la Guerra Civil:

La cultura española del siglo XX vivió dos inmensas derrotas irreparables: el fin de la democracia, en julio de 1936, y la disolución del exilio, un proceso que en los años setenta se puede dar como finiquitado. Lo que quede ya es decoración, atavío, favor personal o suerte de afortunado. La evocación de algún nombre que alcanzará hasta el centenario en vida -Francisco Ayala, por ejemplo- no contradice en nada el principio de realidad: el exilio, como cultura, no entró en la vida española, si acaso con cuentagotas y mediatizado en un océano de genialidades asentadas al terruño. Nombres, en el mejor de los casos. No obras.

Le style c’est l’homme même

Si este libro es una bomba, cabe preguntarse si logrará derrumbar el edificio ideológico que busca destruir. Como bomba, es casera: Morán es muy Morán. El personaje público que cultiva -ojeras, bufanda, cigarrillos, sonrisilla escéptica- tiene su correlato en la página escrita: el epigrama, la sentencia, la afirmación apodíctica, el coloquialismo, los aspavientos indignados y los signos de exclamación. También las muletillas («digámoslo con rotundidad», «todo hay que decirlo»). Esto no quiere decir que no sea un gusto leerlo. No aburre porque es muy poco académico, en todos los sentidos de la palabra. De hecho, lo académico y los académicos -de la Real y o de la universidad, da igual- le tienen sin cuidado. Las formalidades se las pasa por la entrepierna. Pero de ahí quizá también que se note cierto descuido en la fabricación del texto. Algunos capítulos son una auténtica colcha de retales, con las costuras bien visibles, un par de parches e hilos sueltos y alguna puntada repetida: más Van Gogh que Seurat. (A veces mete la pata: La publicación por Ruedo Ibérico del libro sobre Opus Dei de Ynfante, escribe, «fue literalmente un terremoto», para después apuntar que el texto de Ynfante «no era precisamente un modelo ni de estilo ni de precisión»…). Como se ve, su propio desaliño no le impide ser exigente con el estilo de los demás. No tiene reparo en indicar que un texto le parece estar escrito por encargo, con los pies o directamente en estado etílico, «a tenor de las singularidades de su redacción».

Desde luego, el tipo de idiosincrasia estilística de Morán no suele verse con buenos ojos ni en el periodismo ni en el mundo universitario, que suele confundir el rigor con la asepsia y el aburrimiento. Para los filólogos a los que ataca Morán -individual y colectivamente-, este estilo será excusa para no tomarle en serio. La verdad, sin embargo, es que la indulgencia retórica de Morán no le descalifica, o al menos no siempre. La intensidad de los juicios no les quita precisión, y lo que tiene visos de hipérbole muchas veces resulta ser una verdad como un puño. Los juicios pueden ser demoledores, pero no son por ello menos exactos. El retrato despiadado de Laín Entralgo es un buen ejemplo:

[F]uturo director de la Real Academia de la Lengua en la Transición democrática, en la que ejercía como mueble o consola […] Su obra, como su vida, fue siempre un engaño ante los espejos de su trayectoria; ni sabía alemán como para un párrafo entero, leído o hablado; ni sabía pensar; ni tuvo otros amigos que aquellos que traicionó acoquinado, dejándoles en la estaca; Ridruejo y Aranguren, sin ir más lejos. Su inanidad intelectual era tan llamativa que cabría pensar que sin la Guerra Civil y la victoria de los suyos, y el interesado apoyo que dispensó Xavier Zubiri, […] no hubiera pasado de funcionario de la Enseñanza, sección frustrados; veteranos de menor cuantía.

A Morán la lectura de Descargo de conciencia, el libro de memorias que Laín publicó poco después de la muerte de Franco, le subleva todavía hoy por hipócrita. «El modo en que Laín narraba» -escribe Morán- «distanciándose de lo que él había sido testigo y protagonista, consentiría que a partir de entonces todos se adhirieran a la fórmula: ‘aunque yo estaba presente, en el fondo me repugnaba. ¡Qué otra cosa podía hacer que resignarme ante aquellos espectáculos que me desagradaban!'».

Una lección de contabilidad

Cuando Morán sacó El maestro en el erial, la biografía de Ortega que en muchos sentidos hace juego con El cura y los mandarines, hubo quien lo quiso descalificar como un ajuste de cuentas. Lo fue, como lo es este libro, pero en un sentido estrictamente contable: Morán realiza una auditoría. Su libro no es un acto de venganza sino una tasación: una valorización fría -tan fría que da un poco de miedo- del mérito moral e intelectual de los hombres (y muy pocas mujeres) que han dominado la cultura española desde los años sesenta. Los números que salen chocan no por falsos sino por bajos.

Morán dedicó diez años de su vida a la ingente empresa que supuso este libro. Por más desencantado y cínico que esté, algo le mueve: la curiosidad del periodista, el tesón del detective privado, el placer del chismoso. Pero también la indignación de un intelectual español de izquierdas nacido en 1947, consciente de que la historia cultural de su país pudo haber sido otra. No hay duda contra quien escribe Morán: los trepas y mediocres que, escandalosamente, se hicieron con el poder institucional. Queda menos claro desde dónde escribe y, sobre todo, para quién. ¿Cuál puede ser el público implícito de un libro difícil como éste, tan minucioso, idiosincrático y repleto de referencias a mundos que pocos quieren recordar? ¿El abuelo Gregorio se dirige a sus contertulianos olvidadizos, llamándoles a cuenta? ¿O les habla sobre todo a los nietos que militan en la nueva izquierda quincemayista, ansiosos de una historia cultural más sustanciosa y, sobre todo, más crítica que la bazofia que les sirvieron en la Uni?

Más interesante todavía es la cuestión de los criterios, los baremos. A Morán la mayor parte de lo que pasa por la élite intelectual española le resulta de calidad ínfima. Pero ¿según qué escala mide? Me parece que emplea tres puntos de comparación diferentes. El primero es el criterio personal del propio Morán, como pensador, analista y conocedor del homo hispanicus. (Le pasa lo que a Larra: su perfecta comprensión de sus compatriotas y colegas es en parte el producto del autoanálisis: a fin de cuentas habla de su propia tribu. A pesar suyo, sus tics y modales son muy de su tiempo y medio). El segundo criterio es internacional: la cultura española le produce vergüenza porque pretende en vano estar a la altura de la mejor cultura occidental. Cita con cierto deleite a Mary McCarthy que, invitada a un congreso literario en Madrid en 1963, le escribe a su íntima amiga Hannah Arendt: «Es muy divertido y a la vez triste»; «Algunos jóvenes eran muy simpáticos, conmovedores y provincianos. […] La única literatura extranjera que conocían era la francesa, aunque algunos habían oído hablar del neorrealismo italiano». «Fuera del tonillo desdeñoso de vieja dama rigorista» -apunta Morán- «lo cierto es que la visión de Mary McCarthy tenía algo de exacta. Su mundo intelectual y el del plenario de la joven inteligencia crítica española estaban a millas». Según Morán, la novelista se quedó «literalmente traspuesta al serle traducida la ponencia de Castellet, penosa en su simplicidad» y que, leída hoy, «se nos aparece […] como una radiografía del escaso substrato, la pedantería y el despiste en el que se movían los futuros mandarines de la cultura española». El tercer criterio, quizá el más importante, es nacional e histórico, o casi mejor utópico y contrafactual: Morán compara la cultura intelectual española desde la Guerra Civil con lo que ésta pudo haber sido sobre la base del potencial que representaba la cultura de la Segunda República. De ahí también su profunda afinidad con Max Aub, cuyas radiografías inclementes apuntadas desde el «no lugar» del exilio –La gallina ciega, ‘Una cena en Madrid’, su apócrifo discurso de ingreso a la Real Academia- le sirven de inspiración y modelo.

Uno de los aspectos menos atractivos de la persona de Gregorio Morán es su aparente autosuficiencia, en dos sentidos de la palabra: la impresión excelente que parece tener de sí mismo, y sus hábitos de lobo solitario, intrépido cowboy que prefiere prescindir de las ayudas para no tener que agradecer a nadie luego. Un conjunto que le parece merecer particular desprecio es la grey universitaria, con sus nepotismos, su prosa seca, su cultura del oportunismo y su manía de las notas a pie. Sin duda muchos nos merecemos ese desdén. Pero aunque Morán aprovecha el trabajo de los investigadores académicos cuando no tiene otra, a veces se pierde cosas.

Esto se nota, por ejemplo, en los capítulos -fascinantes- que se ocupan de la presencia en España del Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), empresa intelectual de larga duración financiada por la CIA norteamericana. Morán comenta que los estudios sobre el Congreso, incluido el de Frances Stonor Saunders (La CIA y la guerra fría cultural), no «[abundan] en referencias demasiado explícitas hacia España, apenas algún apunte, algún nombre, alguna idea». Es una auténtica pena que Morán no haya tenido ocasión de incluir la estupenda investigación de Olga Glondys sobre el tema.[7] Publicado en 2012, el libro de Glondys es una historia minuciosa de toda la rama hispanohablante del CLC -primero, latinoamericana, después también española-. Ahonda en las mismas figuras que le fascinan a Morán, como los expoumistas Víctor Alba y Julián Gorkin, y aplica la misma lupa crítica, echando de lado los relatos recibidos. Glondys es tan escéptica como Morán con respecto al uso generoso del término «liberal» para referirse a los krausistas tanto como a los ex falangistas. El adjetivo -afirma Glondys-, asociado con la moderación y un supuesto apoliticismo, sirvió en los años 50 y 60 para mejorar la imagen de algunos intelectuales desafectos del régimen franquista y atraerlos al CLC. Desde los años 70 hasta hoy, ese uso de lo «liberal» ha servido para justificar la exclusión de gran parte del exilio republicano en la construcción de la España democrática.

En fin, lo que demuestra Glondys -muy en la línea de Morán- es que no se puede comprender el desarrollo de la cultura española, del interior y del exilio, fuera del contexto internacional del momento, por más desconectados de ese contexto que estuvieran los intelectuales del interior. Los fondos secretos pero cuantiosos de Washington llegaron sobre todo a los socialistas, los comunistas antiestalinistas e historiadores afines como Burnett Bolloten, además de a las reconocidas figuras de la intelectualidad antifranquista. Estos dólares, y las campañas que hicieron posibles, marcaron no sólo la evolución del exilio republicano y la relación entre sus diferentes facciones y la de éstas con los intelectuales del interior sino -muy del interés de Morán- la misma historiografía de la guerra y sus secuelas. Quizá sea allí, en la larga estela bibliográfica, donde la impronta de la política norteamericana sea más duradera y traicionera; se nota todavía hoy, por ejemplo, en la demonización de Juan Negrín. Glondys también deja claro que para la cúpula dirigente del CLC, el aislamiento del elemento comunista era más importante que la lucha contra la dictadura franquista per se.

Por una crítica inclemente

Antoni Domènech ha definido con exactitud lo que le distingue a Morán de la gran mayoría de los críticos académicos. Éstos proceden según un «principio metodológico de la clemencia», que les obliga a conceder el beneficio de la duda, a excluir los argumentos ad hominem y a evitar los juicios de intenciones. La táctica de Morán es otra: opera según un «principio metodológico de la inclemencia» que se sirve, precisamente, de «descalificaciones ad hominem, de contextualizaciones históricas particulares, de juicios de intenciones y de todo tipo de apreciaciones inclementes y aun intempestivas». Según Domènech es una crítica necesaria, hoy más que nunca.

¿Lo es? El libro de Morán termina en 1996. Han pasado veinte años, pero no parece que las clases políticas e intelectuales establecidas sigan menos lastradas por culturas de mediocridad. Sólo hace falta escuchar los debates parlamentarios, ver los curriculums vitae de los líderes políticos, leer los suplementos literarios, o repasar las páginas de opinión de El País para darse cuenta de que queda un largo camino por recorrer. Si algo, las cosas parece que han empeorado, sobre todo en los grandes medios de siempre, cuya lectura se convierte en una tortura diaria. (¿Cómo es posible que se dé por bueno un párrafo como éste en el mayor periódico del mundo hispanohablante? «Ya ven: resulta que en los años treinta la nueva política era infinitamente peor que la vieja. No estoy diciendo que ahora, en España, haya que estar a la fuerza contra la llamada nueva política; estoy diciendo que es idiota estar con ella sólo porque es nueva: hay que estarlo, si se está, porque es buena, o al menos porque es mejor que la vieja»).

Los textos que se publican hoy no son quizás más vergonzosos de lo que eran. Si lo parecen, es porque el contexto ha cambiado. En años recientes se ha ampliado el debate público en el Estado español: la irrupción del 15M ha permitido la entrada de un contingente de ciudadanos pensantes -incluidos escritores y universitarios- que han venido llenando nuevos espacios públicos -ya no concebidos como púlpitos sino como espacios comunes con discursos más coherentes, rigurosos e íntegros que los sermones paternalistas de los que todavía pasan por la crema de la intelectualidad establecida. Para esta intelectualidad, de hecho, los cambios recientes han servido de prueba de algodón: la generación de Morán (1947), que grosso modo es la de Santos Juliá (1940), Antonio Elorza (1943), Josep Fontana (1931), José Álvarez Junco (1942), Carlos Jiménez Villarejo (1935), Vicenç Navarro (1937) o Manuela Carmena (1944), se ha visto forzado a situarse ante, primero, el 15M y, después, sus distintas transformaciones. Las reacciones, muy diferentes entre sí, han sido reveladoras.

Morán se ha salvado del espectáculo lamentable que nos han venido ofreciendo algunos miembros luceros de su generación, incapaces de encajar los cambios por lo que ese encaje implicaría de autocrítica. Y es que, a diferencia de muchos de sus coetáneos, Morán no tiene intereses personales en las instituciones que surgieron de la Transición; las lleva criticando desde hace décadas. Pero también hay un factor temperamental. Morán nunca se ha dejado seducir por el pesimismo de la cultura a lo Vargas Llosa o Jordi Llovet. Tampoco está entre los que postulan un defecto cuasi genético de la cultura española, hipótesis que les permite diagnosticar sombríamente los males de la sociedad, repartir la culpa de forma colectiva y al mismo tiempo cerrar la posibilidad de cualquier mejora real. Esta última tendencia -gratuita y facilona- está de moda entre la inteligencia peninsular, sin duda porque se presta perfectamente a la fabricación de columnas semanales. Es una postura que ha seducido a plumas tan dispares entre sí como Javier Marías («nuestro país ha preferido siempre -aún más hoy, si cabe- lo chocarrero y lo cursi, el trazo grueso, la coz, lo tabernario, la astracanada y el chascarrillo penoso») o Arturo Pérez Reverte («Cuando gritamos ‘¡Vivan las cadenas!’ es porque queremos tenerlas. En España nos sigue dando miedo la libertad responsable, aunque la otra nos encanta… Poder mearnos en la esquina nos pone»). Morán, en cambio, es menos dramático y más riguroso: el mal de la mediocridad existe pero no es congénito porque tiene claras explicaciones políticas e históricas. De hecho, nos permite comprender que achacar los males sociales y políticos a un problema de cultura no deja de ser una versión del todos fuimos culpables.

¿Morán es un modelo? Hace poco tuve en estas páginas un intercambio con un colega sobre el papel que nos toca a los críticos, a propósito del último libro de Javier Cercas. ¿Qué nivel cabe exigir? ¿Cuánto podemos pedirle a un intelectual que decide intervenir en un debate de amplio alcance político o social? «Claro que hay que llegar a los libros con cierta benevolencia» -escribí- «dispuesto a conceder el beneficio de la duda»:

Sin embargo, también creo que los críticos no tenemos por qué renunciar a la evaluación de los líderes de la opinión pública española -como lo son Cercas y Muñoz Molina, por más que también sean novelistas- según criterios intelectualmente exigentes, reconociendo méritos pero también señalando debilidades. Y esa necesidad de aproximarse a los libros con lupa en mano es mayor cuando se trata de textos que, como los de Muñoz Molina y Cercas, generan una enorme atención mediática.

Dónde y cómo practicar una crítica constructiva y exigente de este tipo, y a quién le toca practicarla, es lo que queda por determinar. Como hispanista afincado en Estados Unidos, me parece que los modos y medios convencionales de los que se suele servir mi gremio -los artículos y monografías especializados de difusión mínima, en mi caso además muchas veces publicados en inglés- no sirven en absoluto. Al mismo tiempo, como lector de la prensa cultural española desde hace un cuarto de siglo, se me hace que lo que pasa por crítica cultural está, las más de las veces, movido no por la exigencia sino por el miedo, el desprecio, la vanidad o la admiración obligada (una forma de respeto ante la vanidad ajena).

La gran virtud de Gregorio El Inclemente es que se atreve a romper, ostentosamente, las normas no escritas de esta cultura cerrada y mandarinesca de imposturas y secretos a voces. Entra a ese mundo como lo haría Clint Eastwood en su papel de Dirty Harry dispuesto a hacer lo que haga falta para acabar con los malos, sin que le importe salpicarse la camisa de sesos o romper alguna ley, humana o divina, permitiéndonos a los demás mantener las manos y conciencias más o menos limpias. Su forma de proceder es efectiva pero casi demasiado: la devastación que deja es tal (todos muertos, la casa quemada, el pozo contaminado) que es difícil imaginarse que nadie pueda volver a leer, escribir, pensar o comprender allí por donde pasó el pistolero.

La crítica inclemente a lo Morán es necesaria pero no basta, ni tampoco es una alternativa sostenible. No hace falta más de un Harry, el sucio. Y los que disfrutamos de verle acabar con los casposos no nos podemos permitir quedarnos sentados. Las alternativas las tenemos que construir nosotros. En cierto sentido el momento nunca ha sido más propicio: la apertura de la esfera pública española y la proliferación de medios nuevos ya ha venido inspirando experimentos con nuevos modos de crítica más exigentes, sí, pero también más honestos, creativos, dialogantes y participativos. Eso sí, sería una gran lástima que los que nos dedicamos a reflexionar y escribir sobre España desde universidades extranjeras nos perdiéramos ese tren.

Sebastiaan Faber es catedrático de Estudios Hispánicos en Oberlin College, Estados Unidos En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Javier Cercas y ‘El impostor’, o el triunfo del kitsch, «Hemos sido corresponsables activos del deterioro del Estado». Jordi Gracia o las ganas de pelea y Biografía de un hombre masa: ¿Qué le debe España a José Ortega y Gasset?


Notas

[1] Morán, Gregorio. El cura y los mandarines (Historia no oficial del bosque de los letrados). Cultura y política en España. 1962-1996 (Madrid: Akal, 2014) .

[2] Álvarez Junco, José y Shubert, Adrian. Spanish History Since 1808 (Londres: Arnold, 2000) .

[3] Gracia, Jordi y Ródenas, Domingo. Historia de la Literatura Española. Vol. 7: Derrota y restitución de la Modernidad 1939-2010 (Barcelona: Crítica, 2011) .

[4] Delgado, Luisa Elena. La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011) (Madrid: Siglo XXI, 2014) .

[5] Treglown, Jeremy. La cripta de Franco. Viaje por la memoria y la cultura del franquismo (Barcelona: Ariel, 2014) .

[6] Larraz, Fernando. El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista (Madrid: Biblioteca Nueva, 2009) .

[7] Glondys, Olga. La guerra fría cultural y el exilio republicano español. Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura (1953-1965) (Madrid: CSIC, 2012).

Fuente: http://www.fronterad.com/?q=%C2%A1todos-mediocres-critica-e-inclemencia-en-espana-caso-gregorio-moran