Recientes aún el desmontaje del campo socialista europeo y la disolución de la Unión Soviética, una organización juvenil celebró en la Facultad de Economía de la Universidad de La Habana un foro que, a la luz de aquellos acontecimientos, durante varias jornadas trató con seriedad y estimulante soltura temas como el papel de las ciencias […]
Recientes aún el desmontaje del campo socialista europeo y la disolución de la Unión Soviética, una organización juvenil celebró en la Facultad de Economía de la Universidad de La Habana un foro que, a la luz de aquellos acontecimientos, durante varias jornadas trató con seriedad y estimulante soltura temas como el papel de las ciencias sociales. Participé como invitado y recuerdo con especial placer la charla que ofreció uno de los más lúcidos militantes de la Revolución Cubana: Carlos Rafael Rodríguez.
Va para veinte años de aquel encuentro, y me parece estar oyendo algunas de las cosas dichas por el respetado dirigente. Una de ellas causó un efecto particular en el auditorio. El llamado período especial en tiempo de paz, derivado de aquel desmontaje y aquella disolución, hacía pensar en la posible necesidad de acudir a las ollas colectivas; pero el orador aseguró con firmeza: «A eso no tendremos que llegar». En los rostros de quienes llenábamos el amplio salón creció la luz, y los hechos validaron la esperanza.
De implicaciones teóricas significativas fue otro asunto: la discusión que había tenido el orador con Ernesto Che Guevara, partidario de la gestión presupuestada, mientras él lo era de la planificación y el cálculo económico. Entonces nuestros enemigos hablaron de graves contradicciones entre dirigentes de la Revolución; pero, puntualizó Rodríguez, la discrepancia tuvo lugar dentro de la unidad revolucionaria, entre compañeros. Lo que ambos deseaban era organizar la economía, y acordaron poner a prueba sus respectivas concepciones, pero no hallaron suficiente personal calificado para ello. Si el entusiasmo sobraba, la Revolución no había tenido tiempo de formar la fuerza profesional necesaria.
Hoy la realidad es diferente: los serios aprietos económicos no han hecho prever el recurso de ollas colectivas en los barrios, y, sobre todo, el país tiene una gran cantidad de personal calificado, que está entre sus mayores riquezas, junto con la vocación de soberanía y de justicia social. Esa vocación, uno de los grandes frutos de la obra revolucionaria, debe y merece cultivarse, cualesquiera que sean los obstáculos que se nos atraviesen en el camino, entre ellos las deformaciones sociales arraigadas durante años.
La discusión masiva propiciada en torno al reordenamiento de la nación evidenció que ni las preocupaciones nacidas de la realidad ni las luces para transformarla son coto de especialistas. Se dispone de numerosos economistas bien preparados, y de instituciones llamadas a encauzar sus aportes, no a dificultarlos; pero conforta ver que también en ese terreno se expresa, y merece respeto, la sabiduría colectiva, nutrida de logros y agobios.
También se tiene a veces la percepción de que la insoslayable necesidad de desentrañar y combatir las falacias del capitalismo y su propaganda, incluidas las maniobras de la tendencia llamada neoliberal, ha dado entre nosotros frutos de gran valor en ese empeño, y asimismo, al menos en lo más publicado, reducciones no necesariamente fértiles. En un país donde el beisbol tiene tantos nexos con la sicología social, se ha oído decir que nuestros especialistas en temas económicos tienen más fuerza en la bola al lanzarla contra la economía capitalista que en el bate para dar jits por la victoria del socialismo.
Ni con mucho soy especialista en economía, pero recuerdo pocos enfoques personales más sugerentes sobre la nuestra -quizás porque son menos revisados, o menos frenados por muros- que los de Guillermo Rodríguez Rivera, profesor de literatura, y poeta. Sus reflexiones circulan en meandros alternativos, pero posiblemente sería más útil difundirlas y debatirlas en cauces centrales. En una de ellas refutó el doloso intento de confundir con la Revolución la llamada Ofensiva Revolucionaria, a la que había aludido críticamente Silvio Rodríguez, y sostuvo: «He esperado en vano que alguno de los numerosos y brillantes economistas y sociólogos que tenemos lo hiciera, seguramente mejor que yo, pero quien se lanzó con una alusión fue el trovador, así que me imagino que, en este ining, no merecerá anatema el poeta por creer que la economía es demasiado importante como para dejársela a los economistas, quienes, encima de eso, no acaban de entrar al cajón de batear».
Probablemente no haya sido del todo justo con ellos, pero acierta al creer que la economía es demasiado importante para dejársela a los economistas, aunque estos ocuparan siempre su turno al bate y le dieran a la pelota en la costura, sin demasiada presión de mentores y árbitros. La economía es una entre las ciencias sociales, y estas no se definen por la exactitud que, con razón o excesiva confianza, se atribuye a otras, y, al menos para el afán socialista, de poco sirven si se someten a la eficiencia de la producción y el mercado y se desentienden de la ideología y la práctica política a las cuales ellas deben servir.
El socialismo será inalcanzable sin eficiencia económica, pero guiarse únicamente por esa brújula puede alejarnos de él en un mundo donde la «sensatez» pragmática parece proponer que «lo posible» es el capitalismo; solo que un capitalismo dependiente, pues las plazas de potencias dominantes están ocupadas, como, salvo accidentes, lo están en cada país capitalista las plazas de burgueses. Es un dato elemental, pero tal vez deba recordárseles a quienes idealicen el capitalismo y vean en su implantación, o en el retorno a él o a sus resortes, la solución contra crisis, olvidando la larga y planetaria que ese sistema padece.
Ni en las naciones capitalistas más poderosas desaparecen las abismales diferencias internas, que comparativamente crecen cada vez más, y, aunque injustas, no son una deformación del sistema, sino el recurso que lo vertebra, aun cuando sus voceros hayan hablado de Estado de bienestar como hablan hoy de Estado de austeridad: el bienestar, para los poderosos; la austeridad, eufemismo que sustituye a pobreza, para los demás, que son la mayoría. En algunos países la denominada socialdemocracia ha cosechado logros que se han esgrimido contra las aspiraciones socialistas, pero habría que ver hasta dónde o hasta cuándo la crisis sistémica del capitalismo permitirá mantenerlos. ¿Se mantienen?
En el socialismo, o en los afanes para construirlo, la economía no debe dejarse en manos de los economistas solamente, como la política no es profesión para dejarla exclusivamente en manos de los políticos. La economía y la política lo permean todo, y no pueden serles ajenas al conjunto de la sociedad. Cada persona está insertada en una trama de leyes económicas y es -recordemos la sabiduría antigua- «un animal político», porque el destino de cada quien, por muy poderoso que sea, está ligado al destino colectivo, al de la polis. Y eso, que es una gran verdad, no debe servir de pretexto a políticos y economistas para librarse de las responsabilidades específicas que tienen en sus funciones respectivas.
Todo apunta a un cuadro de realidades interconectadas que constituyen un reto aún mayor cuando y donde -como en el caso cubano- se trata de salvar una Revolución marcada por el afán justiciero y ahora urgida de modificar, o transformar, el modelo económico con el cual ha venido intentando guiar a la sociedad y asegurar sus propósitos emancipadores. Estos fines son inviables si la insanidad del igualitarismo irresponsable actúa contra los ideales de la justa igualdad, que tampoco debe confundirse con el estado de cosas en el cual el delincuente y el vago gocen de los mismos derechos que la población trabajadora y honrada a disfrutar los bienes cosechados con el trabajo que ella realiza.
Si es asimismo impertinente confundir propiedad social con propiedad estatal, también cabe recordar que, en un sistema justiciero, como el que intentamos construir, la existencia de las llamadas gratuidades depende del trabajo del pueblo. Los salarios pueden ser insuficientes -lo que también urge enfrentar-, pero las ganancias que administra el Estado no son plusvalía para engrosar cuentas privadas, sino para alimentar la hacienda pública. Y de ella sale el dinero con el cual se sufragan los gastos de servicios que incluyen desde la educación hasta la salud, y todos los otros que se brindan a la sociedad.
Por eso es aún más apremiante cultivar la conciencia económica colectiva y luchar contra aberraciones como la indisciplina y el robo, que sería letal llegar a considerar normales. Uno de los muchos botones de muestra de la urgencia planteada, no el mayor, se halla en los ómnibus locales, por lo menos en La Habana. Apenas digamos que el precio del pasaje es cuarenta centavos -aunque bajo, varias veces más alto que hace algunos años-, pero en la práctica suele costar un peso, porque no hay recaudador que dé el vuelto, y hacerse de menudo suficiente para el mes resulta difícil: un estrés que conviene evitarse.
Antes resultaba fácil cambiar en bodegas, cafeterías y otros establecimientos; pero no hagamos más comparaciones con el antes: lo que nos convoca y apremia son el presente y el futuro, y para ellos debemos encontrar soluciones. Rendirse es un vocablo que merece seguir desterrado de nuestro diccionario ético, salvo que se trate de rendirnos al amor, y ese no es el caso. Quienes no utilizan ómnibus públicos pueden no saberlo, o lo conocerán como un dato más, no por apremio vital; pero asegurarse hoy el menudo suficiente para el mes supone hacer colas en oficinas bancarias, y, de generalizarse esa práctica, acaso nuestros bancos colapsarían. Por muy amable y eficiente que sea su personal, y aunque no se cometieran errores -que tanto atoran- al expedir cheques y otros documentos, basta ver lo que ocurre hoy en las gestiones habituales. ¡Más estrés!
De ahí que, según me han contado, hayan aparecido «agentes de cambio» por cuenta propia: dan ochenta centavos por un peso a quienes prefieren perder solo veinte centavos al cambiar y no sesenta en cada viaje de ómnibus, como ocurre frecuentemente al tener que pagar un peso que no siempre llega a la alcancía ni, por tanto, al erario público. ¿Cuántos se quedarán en bolsillos de choferes, por las difíciles condiciones en que muchas veces resulta inevitable abordar los ómnibus, insuficientes, que dan servicio a la población?
Han desaparecido los recaudadores, y, si hay comprobantes de pago, a gran parte de la población no le interesa ni que se lo den ni conservarlo. No opera el sistema de inspección necesario para que el no tener ese comprobante -o no pagar: ómnibus repleto, ganancia de no pagadores, y de carteristas, además- cueste una multa mucho mayor que el precio del pasaje. Establecer ese sistema, y modos de pago como el abono semanal, o mensual, o el que sea, con boletos controlados mediante recursos mecánicos o magnéticos, puede ser costosísimo; pero la inversión se recuperaría con lo que no se dejaría de recaudar y, sobre todo, con los buenos hábitos creados: la disciplina es fruto social y económico de primera.
Hoy puede faltar asimismo la fuerza de trabajo para establecer dicho sistema de pago. Pero podría haberla cuando, según la presencia de la libreta de racionamiento mengüe, los empleados que hoy se desempeñan en las numerosas Oficinas de Control y Distribución de Alimentos (OFICODAs) -y otros que se decantarán en la reordenación anunciada o ya en marcha- queden disponibles para plazas que, lejos de ser meramente burocráticas, den ingresos para los fondos del país. Si con los custodios sería posible crear fuerza laboral para hacer otra isla como la mayor de nuestro archipiélago, los empleados de las OFICODAs quizás darían para otra Isla de la Juventud y la réplica de algunos de nuestros cayos.
Se habla aquí de mengua de la presencia de la libreta, no de su desaparición, porque no sabemos qué medida práctica hallará el país para atender a personas que requieren amparo dirigido. Aun con la esperanza de que, en general, la reordenación económica se haga sentir en salarios que permitan vivir honradamente, dicho amparo será básico para quienes de verdad no puedan adquirir, por sus precios legales, productos liberados que sustituyen a los normados, fruto de subsidios que el país no puede perpetuar. El asunto resulta complejo: es posible que personas de ingresos supuestamente muy bajos reciban por remesas familiares, o por otras vías, ingresos mayores que el salario de un trabajador destacado.
No se han puesto más que unos pocos ejemplos de problemas que debe encarar el reordenamiento económico y laboral del país. Pero ni esos casos, ni otros muchos que cabría citar, son datos insignificantes. Contra los cambios necesarios son una hidra con siete cabezas, de siete leguas cada una, quienes por prerrogativas asignadas, o autoatribuidas -mezcla a veces, incluso, de méritos e ilegalidades, o más-, han venido sacando provecho para sí del orden o desorden que hasta ahora hemos tenido.
Inercia y deformaciones sociales merman el entusiasmo y dificultan el cambio con mayor fuerza acaso que la falta de personal calificado para conseguirlo. En ningún otro momento de nuestra República revolucionaria ha sido tan palpable la necesidad de que las leyes y las instituciones, y la ciudadanía, logren una plena cultura de buen funcionamiento social.
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