«… Ahora los riesgos de cualquier tipo, son de dimensión mundial, duración indefinida y consecuencias incalculables». El siglo XXI será verde o no será. Es urgente diseñar otra globalización económica que ponga el desarrollo científico, tecnológico y económico al servicio del ser humano y su medio ambiente
Desde hace años, determinadas multinacionales del sector de la alimentación comenzaron a propagar con insistencia que la biotecnología genética constituía la herramienta adecuada para acabar definitivamente con el problema social y moral más injustificable que padece la humanidad: el hambre. Han desplegado un gran potencial propagandístico y publicitario para extender el mito de que los cultivos modificados genéticamente eran la panacea y que oponerse a esta aseveración era cuestionar el avance científico y la misma idea de progreso que hunde sus raíces en el siglo de las luces y en la Ilustración. Una tarea para la que han contado con la complicidad de importantes y variadas instancias políticas.
Sin embargo, la ingeniería genética es una técnica aún incipiente de la que tenemos conocimientos extremadamente limitados y cuya plena utilización, sobre todo la comercial, pertenece más a la literatura de ciencia ficción que a la realidad. Es más, todo lo que se está constatando a partir de su aplicación práctica al campo agrícola es claramente negativo. Algunos de los datos presentados por Amigos de la Tierra y GreenPeace son demoledores: se sostenía que la manipulación genética disminuiría la utilización de herbicidas y productos tóxicos pero en realidad se ha incrementado el uso de agroquímicos con el inevitable aumento de la contaminación de los suelos, perdida de fertilidad y la desaparición de biodiversidad. Los argumentos que auguraban la obtención de especies de mejor calidad, más resistentes a organismos perjudiciales y enfermedades, con el lógico aumento del rendimiento de las cosechas, son desmentidos tajantemente por la realidad: quienes incrementan su resistencia son los organismos y plantas dañinos para los cultivos y, en muchos casos, se empieza a evidenciar una disminución del rendimiento de los cultivos.
En lo que se refiere a la salud de las personas, pese a que no se han realizado muchos estudios, ambas organizaciones ecologistas señalan la aparición de nuevas alergias, contaminantes en los alimentos que eran desconocidos hasta el momento y la generación de resistencias a antibióticos en bacterias patógenas para el ser humano. Sobre sus efectos en relación con la disminución del hambre en el mundo, causada por una distribución socialmente injusta y no por ausencia de producción, no es necesario extenderse. Baste ilustrar con el dramático ejemplo de las recientes hambrunas padecidas en Argentina (especialmente entre la población infantil), país en el que se cultiva la cuarta parte de los organismos modificados genéticamente que se producen en el planeta. En definitiva, los estudios más recientes, estos sí realizados todos según el método científico, avocan a una evidencia cada vez más difícilmente rebatible: los transgénicos son veneno.
Sólo el ansia desmedida por el lucro económico inmediato justifica su utilización temeraria. Se trata de una dimensión más del proceso de industrialización y mercantilización de la agricultura mundial con el objetivo de concentrarla en muy pocas manos, las de las multinacionales de la alimentación. La imposición de los cultivos transgénicos conlleva el encarecimiento de determinadas semillas, pago de patentes y tasas tecnológicas y la obligada utilización de determinados agroquímicos puestos en el mercado por esas mismas multinacionales. Es un círculo perfecto que responde con claridad a la clásica cuestión «Qui prodest», y que es letal para la independencia y viabilidad de la agricultura campesina tradicional. Esta imposición se ejerce política y comercialmente, siendo el más claro paradigma de esto el chantaje de los Estados Unidos a algunos de los países receptores de su ayuda internacional poniéndoles ante la disyuntiva de aceptar transgénicos o verse privados de su apoyo «humanitario», pero también existe una imposición por la vía de los hechos a los agricultores y consumidores de todas las sociedades: es imposible controlar el cruce de cultivos naturales con los modificados genéticamente mediante la polinización, tampoco podemos saber qué animales se han alimentado con transgénicos, por tanto no podemos controlar la contaminación en toda la cadena alimentaria. Querámoslo o no, más allá de las posibles regulaciones legales, mientras existan cultivos de transgénicos todos somos población potencialmente afectada, provocando el desapoderamiento del derecho de los estados a ejercer su Soberanía Alimentaria, la eliminación fáctica del principio de libre elección del consumidor que rige, en teoría, las relaciones comerciales en las sociedades de libre mercado y la desaparición del derecho de los ciudadanos a la Seguridad Alimentaria.
En asuntos tales como la genética, que afecta nada menos que a la esencia y arquitectura de la vida, es una cuestión de inteligencia aplicar el Principio de Precaución consagrado en la Unión Europea, y que, es sin duda, una cuestión de sentido común. No podemos ejercer de demiurgos o aprendices de brujo en asuntos que pueden tener consecuencias catastróficas tanto para la salud de las personas como para el medio ambiente. Recientemente el célebre economista y profesor Jeremy Rifkin -ex asesor de la administración Clinton- afirmaba que la diferencia cualitativa de la experimentación científica actual con respecto a la del siglo XIX y a la de la mayor parte del XX es que «ahora los riesgos de cualquier tipo, son de dimensión mundial, duración indefinida y consecuencias incalculables». Se ha producido, en palabras del autor del libro «El siglo de la biotecnología», una democratización del riesgo. Ahora toda la población es vulnerable. Los avances tecnológicos no pueden nunca estar sometidos únicamente a la lógica del libre mercado, sino a la razón del bien común y al desarrollo sostenible, que conlleva más tiempo y más recursos para la investigación pública e independiente de intereses económicos privados.
La nueva orientación política del Parlamento permitirá que dejemos de ser el único país de la UE en el que se plantan cultivos modificados genéticamente a escala comercial y se pueda aplicar, como en el otros países de nuestro entorno, el mencionado Principio de Cautela, prohibiendo la plantación de cualquier cultivo de este tipo. Izquierda Unida así lo espera y exigirá. Es el momento para abrir de par en par las puertas de la Comisión Nacional de Bioseguridad, poner fin al secretismo reinante e informar al Congreso y a las organizaciones sociales, sindicales y ecologistas de cuál es exactamente la situación del cultivo de transgénicos en España y acordar las medidas ante las posibles afectaciones que hayan podido suceder en los cultivos naturales. El Grupo Parlamentario de Izquierda Verde-IU-ICV, planteará una iniciativa política para declarar nuestro país territorio libre de transgénicos y para que se defienda en la Comisión Europea una medida similar en toda la UE. Iniciativa que extenderemos a los parlamentos autonómicos y ayuntamientos. En nuestro caso, ya ha llegado al Grupo Parlamentario de Izquierda Unida-Bloque por Asturies una propuesta en ese sentido de la Coordinadora Asturiana contra los Alimentos Transgénicos que trasladaremos al Gobierno del Principado. Recientemente se ha sabido de la existencia en Asturias de cultivos manipulados genéticamente, lo que supone un grave peligro para los productos asturianos cuyo futuro estratégico se basa en la marca de calidad definida por la Unión Europea: Indicaciones Geográficas Protegidas, Denominación de Origen y Productos Ecológicos y que es absolutamente incompatible con las malas prácticas y la cada vez más deteriorada imagen de los cultivos modificados genéticamente.
Por otra parte, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria ya ha recomendado la retirada de determinadas variedades transgénicas potencialmente nocivas para la salud que se están cultivando en territorio español. Las normas sobre etiquetado para informar sobre la presencia de modificaciones genéticas en los alimentos, que han sido aprobadas hace pocos días, son una medida claramente insuficiente dada la imposibilidad, antes señalada, de saber que cultivos, piensos y animales ha sido afectados y, por tanto, hasta dónde ha llegado la contaminación en la cadena alimentaria. La única solución es erradicar absolutamente de la agricultura todo organismo manipulado genéticamente.
El siglo XXI será verde o no será. El crecimiento tiene límites naturales tal y como viene advirtiendo el Club de Roma desde los años 70 en sus informes. Es urgente diseñar otra globalización económica que ponga el desarrollo científico, tecnológico y económico al servicio del ser humano y su medio ambiente. Como decía Albert Einstein, «hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad» por eso muchos seguimos afirmando que otro mundo es posible.
Aurelio Martín es vicepresidente 1º de la JGPA
Diputado de IU/Bloque por Asturies