La gravedad de la contrarreforma laboral y social en marcha y el amparo dado a la misma por la mayoría de los partidos ha dejado a la ciudadanía española sin verdadera representación política, toda vez que esas formaciones han permitido aprobar unas medidas antisociales que no explicitaban los programas con que concurrieron a las elecciones. […]
La gravedad de la contrarreforma laboral y social en marcha y el amparo dado a la misma por la mayoría de los partidos ha dejado a la ciudadanía española sin verdadera representación política, toda vez que esas formaciones han permitido aprobar unas medidas antisociales que no explicitaban los programas con que concurrieron a las elecciones. Ante esa situación, que de consumarse significaría un golpe antidemocrático desde las propias instituciones, tras la movilización del 29-S será preciso ir hacia un referéndum reprobatorio para derogar esa «decisión política de especial trascendencia» (art.82 de la CE). Sólo así, denunciando el secuestro de «la voluntad popular» (art.6 de la CE) y la conculcación de ese «orden económico y social justo» que propugna en su preámbulo la Constitución, el pueblo podrá recuperar la soberanía que la práctica del consenso le ha quitado.
Con esta última traición al pueblo, la losa de la transición, ese bonito cuento chino con el que no han estado acunando durante décadas, está a tomar viento. Aún más, amenaza con desplomarse sobre las cabezas de sus promotores, y ello en el momento más inoportuno para sus intereses.
Cuando los mandamases ansían un «vayamos todos juntos y yo el primero por la senda de la Constitución», aquel otro chiste con que el liberticida de Fernando VII encandiló a su grey, para frenar la debacle del sistema: paro masivo, crisis sistémica, descrédito de la clase política, inestabilidad dinástica por la enfermedad del rey, acoso marroquí a Ceuta y Melilla, aislamiento social de los partidos mayoritarios, cisma sordo en el PSOE, corrupción generalizada en la administración, emergencia soberanista a diestra y siniestra, fracaso del proyecto europeo en todos los órdenes, pinchazo del socorrido coco del terrorismo como primera preocupación de los ciudadanos, fiasco de la Ley de Memoria Histórica, etc. Todo esto justo al filo de igualarse el actual periodo de democracia vigilada con el tiempo que duró la dictadura cívico-militar-golpista. En 2011 serán 36 años, los mismos que hubo de brutal franquismo (1939-1975), los que cumplirá el régimen nominal de libertades y el Estado de derecho (1975-2011). Larga espera, infinita paciencia, si tenemos en cuenta que muchos de los viejos problemas aún no se han resuelto (ahí sigue la iglesia bajo palio, por ejemplo) y otros incluso, los que afectan al mundo del trabajo, se han agravado.
En ese lapso de tiempo, dos generaciones largas por medio, el país ha cambiado materialmente una monstruosidad. Lo que quiere decir que la economía ha engordado la transformación física del territorio, el nivel de consumo y otros avances directamente relacionados con el crecimiento económico hasta aupar a España al actual noveno puesto del ranking de naciones industriales. Pero en el campo democrático, ético, intelectual y social ese cambio no ha tenido apenas consistencia, aunque la burbuja del desarrollismo voraz y la instrumentación de los medios de comunicación por el poder hayan conseguido maquillar esta fea realidad ofreciendo su cara menos odiosa. Una supuesta prosperidad -la liga de campeones, España va bien y otras memeces- que la crisis vigente ha fulminado dejándola en cueros para mostrar en su lugar un desolador panorama donde toda desigualdad tiene asiento.
Lo certifican las estadísticas oficiales. Progresamos denodadamente hacia el 21% de paro, el doble de la Unión Europea (UE). Tenemos un 42% de desempleo juvenil, bastante más del doble del estándar continental, y una cifra similar entre la colapsada población universitaria, lo que supone una especie de eutanasia para una ciudadanía principiante en teoría llamada a construir nuestro futuro. Otro 20% de españoles se encuentra en el umbral de la pobreza según los ratios oficiales de renta disponible. Y estudios recientes del CIS señalan que desde los años setenta, coincidiendo con el inicio de la afamada transición, el escalafón social se ha detenido y la recomendación y el origen social, no el mérito ni la capacidad, persisten como factores determinantes para prosperar en sociedad (labrarse un porvenir, que se decía). Todo ello al tiempo que ostentamos el liderazgo europeo en número de presos por habitante y, en el extremo opuesto, la gran banca acapara el podio de la rentabilidad de todo el sistema financiero de la UE, siendo al mismo tiempo la institución de crédito que presta los servicios más caros de Europa.
Pero al margen de este radiante porvenir que siempre está por-venir, donde mejor se ha palpado la torva naturaleza del llamado «espíritu de la transición» ha sido en el encriptado de algunos «obituarios» que ha publicado la prensa en los últimos meses. Especialmente reveladores de la impostura dominante fueron las necrológicas del diario El País, cada vez más convertido en el bunker galante del consenso cañí, reivindicando la figura y la trayectoria de franquistas de toda la vida como Juan Antonio Samaranch y Carlos Mendo, dos dinosaurios del Movimiento Nacional-Partido Único que pasaron de la obediencia debida al dictador a ponderar las excelencias de la nueva democracia sobrevenida.
Porque lo singular del caso no ha sido ese ejercicio de desmemoria a tumba abierta y la exaltación del indecente continuismo que esas crónicas entrañan, sino que dichas jaculatorias y sus consiguientes avales han sido perpetradas por gentes con una supuesta trayectoria antifranquista, visualizando en ese «hoy por ti y mañana por mí» la esencia misma de una transición lampedusiana que consistió en que las víctimas pidieran perdón a los verdugos cambiando algo para que todo siguiera igual. Al contrario precisamente de lo que se argumenta con saña a la hora de la reparación integra de la memoria miles de españoles que yacen en las cunetas de los caminos por oponerse a Franco y su corte de los milagros.
Lean, lean, esas piezas maestras y encontrarán en ellas el principio activo sobre el que se basó la transición que ahora declina vacía de legitimidad. Entre sus líneas se dicen algunas verdades que en la contienda diaria se ocultan pertinazmente. Por ejemplo, las primeras elecciones «democráticas» de 1977, consideradas por la iconografía oficial como el punto de arranque de la reforma, quedan allí cuestionadas al leer en el obituario a Carlos Hugo de Borbón Parma que a formaciones como el Partido Carlista y Esquerra Republicana de Catalunya se las prohibió concurrir a esos comicios «constituyentes». Y también sobre el año talismán del 77, en este caso referida a la igualmente publicitada Ley de Amnistía, en otra reseña hemos podido leer que la medida de gracia supuso el generoso perdón para unos y para otros, rojos y azules, víctimas y verdugos, y, ¡mira por donde!, que para verificarlo se cancelaron los antecedentes políticos y penales de unos y otros. Es decir, que a su conjuro, tasando por el mismo rasero a golpistas y a demócratas, se destruyó legalmente el rastro documental que algún día podría servir para sentar en los tribunales a los que organizaron y practicaron la caza y represión del bando republicano.
Cuando se perciben los primeros síntomas para la ruptura democrática, la última trinchera de los canonistas de la transición, la consigna que repiten los Pérez Reverte, Martínez Reverte, Leguina, Santos Juliá y demás, es «todos fueron unos hijos de puta», y aquí paz y después gloria. Sin embargo, esa receta milagrosa se descarta para saldar el tema de ETA. En el caso del conflicto vasco, los de la lealtad constitucional exigen responsabilidades antes que perdón, olvido y reconciliación. Porque si aplicaran la fórmula de una transición formato Arca de Noé, que sirvió para evitar el diluvio de la ruptura democrática, tendrían que legitimar la existencia política de partidos independentistas con arraigo popular. Y eso sería una derrota que el sistema no se puede permitir.
Por eso es tan importante que la contundente huelga general del 29-S sume y siga, desbordando la tibieza de los sindicatos mayoritarios, pero sin descolgarnos de sus bases, la gente de la calle y la ciudadanía. Acumulando fuerzas. No estamos ante una movilización más contra las medidas antisociales decretadas unilateralmente por el gobierno. Si no se reacciona masivamente habremos contribuido a consumar nuestro propio suicidio político. Quien calla otorga. Hay que parar la involución que se avecina con una batería de protestas que vaya desde la huelga general al referéndum derogatorio y abra un proceso realmente constituyente. El macabro juego de PSOE y PP, el poli bueno y el poli malo, otra vez votando juntos contra la revisión de las sentencias del franquismo, la renovación del Tribunal Constitucional y el Defensor del Pueblo, y aplaudiendo a dos carrillos las deportaciones de Sarkozy, sólo acabará cuando enfoquemos el camino que lleva a la ruptura democrática.