Traducido para Rebelión por LB
Cuando el maestro nos preguntó a los alumnos de primero de Kfar Yafia qué hacíamos el Día de la Independencia -una jornada denominada «día» en la sosa terminología hebrea y «fiesta» en la imaginativa lengua árabe-, le contesté con entusiasmo: «Vamos a Ma’alul».
Ma’alul es el pueblo de mis padres, cuyos habitantes fueron expulsados en 1948. De hecho, fue un día de auténtica fiesta aquel en el que la administración militar israelí, tan generosa ella, aflojó un poco su control e hizo la la vista gorda ante las muchedumbres de personas que «celebraban» el Día de la Independencia en las ruinas de las aldeas de donde habían sido arrancados de cuajo.
En aquella época, yo, el refugiado, me sentía privilegiado. Les contaba a mis amigos cómo visitábamos una iglesia y una mezquita, cómo paseábamos por las veredas y cómo nos reuníamos junto a la fuente.
¿También hacéis concentraciones aquí?, me preguntaron. No, respondí con regocijo espiritual. En Ma’alul las reuniones son más hermosas. Como dijo Bertolt Brecht, en la patria incluso la voz resuena más clara.
Hoy, más de 40 años después, mi hija Hala está en primer curso y experimenta la misma sensación de privilegio. También ella tiene Ma’alul.
La palabra «Nakba» no se estilaba en aquellos tiempos. La expresión que se empleaba entonces popularmente era «al hajij» (migración forzada), y bastaba con pronunciarla para despertar una torbellino de emociones: tristeza, pérdida, cólera, impotencia, compasión y anhelo. El poeta Salem Jubran dijo: «Como la madre ama a su hijo tullido… así te amaré yo, patria mía».
¿Qué habríamos hecho nosotros en su lugar?, me pregunto siempre. El desafío al que se enfrentaron fue tan descomunal, me respondo, que desbordó su capacidad de comprensión, por no hablar de su capacidad para hacerle frente.
El término «Nakba» evoca la idea de una catástrofe natural y todavía genera debate. Quienes se oponen a él dicen que lo que pasó no fue un desastre natural. Eso es cierto, pero lo que cuenta es que el suceso es visto como un desastre de proporciones que superan cualquier cosa que los seres humanos puedan generar.
De modo que cuando la Knesset israelí aprueba una ley que prohíbe conmemorar la Nakba, la cosa adquiere tintes surrealistas. La Nakba es un acontecimiento vigente: no se ha encontrado aún una solución para el problema de los refugiados, la población árabe padece discriminación, varios ministros del gabinete israelí amenazan con una segunda Nakba y el Primer Ministro Netanyahu ha declarado que el problema demográfico, es decir, la presencia de los árabes en su tierra natal, es el problema más grave [de Israel].
Sin embargo, también hay algo positivo en esta conmoción. Al menos, no se niega la realidad de la Nakba. Nadie dice que sea un cuento chino. El relato palestino ha ganado. El relato de que en el 48 un pueblo fue expulsado de su tierra por la fuerza ha quedado grabado en la conciencia israelí y mundial. En Palestina vivía una nación vibrante, festiva, y un acto brutal cercenó la vida de cientos de miles de personas, que acabaron arrojadas brutal y despiadadamente al desierto de la condenación y el olvido.
En lugar de desarrollar un discurso, los sujetos tipo Gadafi que pululan por aquí -los Lieberman y demás gente de su ralea- amenazan con lanzar un bombardeo masivo «casa por casa, zanga-zanga» sobre cada buena parte de la sociedad israelí. No descansarán hasta destruir hasta el último vestigio de memoria de la palabra «Nakba». Y aprovecharán la oportunidad para eliminar también todo rastro de democracia.
Lo que nos brinda cierto margen para el optimismo es que esta carrera desquiciada ha acabado por despertar a la opinión pública israelí ante esta turbia oleada fascista. Tal vez esta absurda ley suscite un diálogo sobre los acontecimientos que tuvieron lugar en 1948, como forma de conciliar a los dos pueblos. Evitar un diálogo así sólo añadirá leña a la conflagración, pues la forma más segura de atascarse en un conflicto es ignorarlo.