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Un aperitivo del shock climático

Fuentes: Le Monde diplomatique en español

El abismo al que un coronavirus ha precipitado a numerosos países ilustra el coste humano de la negligencia ante un peligro perfectamente identificado. Aludir a la fatalidad no puede ocultar lo evidente: más vale prevenir que curar. El retraso actual en la lucha contra el calentamiento climático podría conducir a fenómenos mucho más dramáticos.

En marzo de 2020, la actualidad climática quedó postergada de los titulares de la prensa por la crisis sanitaria. Sin embargo, este marzo será recordado como el décimo mes seguido con temperaturas medias superiores a las normales. “En Francia, que se dé una serie de diez meses ‘calientes’ consecutivos es algo inédito”, destaca la agencia Météo France, cuyos datos permiten remontarse hasta 1900. El invierno que acabamos de dejar atrás ha batido todos los récords, con temperaturas superiores a las normales en 2 °C en diciembre y enero, y en 3 °C en febrero. Para tranquilizarnos, preferimos quedarnos con la mejora espectacular de la transparencia atmosférica. Luces de esperanza: el Himalaya volvía a hacerse visible en el horizonte de las ciudades del norte de la India y el Mont Blanc desde las llanuras de Lyon.

Sin duda, que una gran parte de la producción se haya detenido conllevará este año una caída sin precedentes de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) (1). Pero, ¿podemos creer de verdad que va a iniciarse un descenso histórico? La covid-19, al revelar la vulnerabilidad de nuestra civilización, las fragilidades asociadas al modelo de crecimiento económico globalizado, debido a la hiperespecialización y al incesante flujo de personas, mercancías y capitales, ¿provocará un electrochoque saludable? La crisis económica y financiera de 2008 también generó, por su parte, una caída perceptible de las emisiones, pero después volvieron a ascender rápidamente, estableciendo nuevos récords…

Presagio de posibles colapsos más graves, el naufragio sanitario actual se puede ver al mismo tiempo como un modelo a escala y una experiencia acelerada del caos climático venidero. Antes de convertirse en un asunto de salud, la multiplicación de virus patógenos nos remite también a una cuestión ecológica: el impacto de las actividades humanas en la naturaleza (2). La explotación sin fin de nuevas tierras altera el equilibrio del mundo salvaje, mientras que la concentración animal en los criaderos propicia las epidemias.

El virus ha afectado en un primer momento a los países más desarrollados, pues su velocidad de propagación está estrechamente vinculada con las redes de intercambios marítimos y, especialmente, aéreos, cuyo desarrollo constituye también uno de los vectores crecientes de emisiones de GEI. La lógica cortoplacista, la de la eliminación de precauciones, muestra, en estos dos ámbitos, la capacidad autodestructiva para los humanos de la primacía otorgada a la ganancia individual, a la ventaja comparativa, a la competencia. Aunque ciertas poblaciones o regiones se están mostrando más vulnerables que otras, la pandemia está afectando progresivamente a todo el planeta, de la misma manera que el calentamiento no se limita a los países que más dióxido de carbono (CO2) emiten a la atmósfera. Así pues, la cooperación internacional se vuelve capital: frenar de manera local el virus o las emisiones de GEI resultará en vano si el vecino no hace lo mismo.

Es difícil fingir ignorancia ante la acumulación de diagnósticos. Gracias a la vivacidad de la investigación en virología o en climatología, la precisión de las informaciones que disponemos no dejan de afinarse. En el caso de la covid-19, muchos especialistas han estado alertando de ello desde hace años, en especial el profesor Philippe Sansonetti, del Collège de France, quien ha presentado la emergencia infecciosa como uno de los principales desafíos del siglo XXI. No han faltado señales de alarma tangibles: virus gripales como el H5N1 en 1997 o el H1N1 en 2009, coronavirus como el síndrome respiratorio agudo grave SARS-CoV-1 en 2003 y más tarde el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV) en 2012. Del mismo modo, el informe Charney, presentado al Senado estadounidense hace cuarenta años, ya alertaba sobre las consecuencias climáticas potenciales por el incremento de la cantidad de GEI en la atmósfera. Los dispositivos multilaterales para el intercambio de conocimientos y la acción conjunta existen desde hace una treintena de años, con el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, siglas en inglés), más tarde con la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Finalmente, los científicos no han escatimado esfuerzos en informar a tanto a los responsables como al conjunto de la sociedades frente a la amenaza de un calentamiento que se acelera.

También son del todo conocidos los escenarios de crisis. Al poco tiempo de la aparición de la covid-19, un gran número de investigadores y autoridades sanitarias informaron acerca del peligro real de una pandemia (3). Lo irónico de la situación es que a mediados de abril de 2020 los países menos afectados sean los vecinos inmediatos de China: Taiwán, seis muertos; Singapur, diez muertos; Hong Kong, cuatro muertos: Macao, cero (4). Escarmentados por el episodio de SARS en 2003 y conscientes del riesgo epidémico, pusieron en marcha, de inmediato, las medidas necesarias para reducirlo: controles sanitarios en los accesos, un gran número de pruebas diagnósticas, aislamiento de los enfermos y cuarentena para los contaminados potenciales, uso generalizado de la mascarilla, etcétera.

En Europa, los Gobiernos siguieron gestionando aquello que consideraban como prioritario: reforma de las jubilaciones en Francia, brexit en Reino Unido, crisis política casi perpetua en Italia… Después, prometieron emprender durante las siguientes semanas aquellas acciones o medios que deberían haber puesto en marcha meses antes. Esa negligencia les ha obligado a tomar medidas mucho más drásticas que las que podrían haber bastado a su debido tiempo, no sin consecuencias más importantes en el plano económico, social o en el de las libertades públicas. Posponiendo siempre para mañana el cumplimiento de los compromisos que alcanzaron en 2015 en el marco de los Acuerdos de París sobre el Clima −o como el presidente estadounidense, renegando de la firma de su país−, estos mismos Estados piensan que están ganando tiempo. ¡Pero lo están perdiendo!

La aceleración repentina que ha conocido la difusión del virus en Europa antes del confinamiento debería dejar huella en las conciencias. Los sistemas naturales solo raramente evolucionan de manera lineal como respuesta a perturbaciones significativas. En este tipo de situaciones, hay que saber detectar y tomar en cuenta las primeras señales de desequilibrio antes de enfrentarse a situaciones incontrolables que pueden llevar a puntos de no retorno. En el momento en que el personal sanitario o el de las residencias de ancianos que quedaron sin protección y sin pruebas de diagnóstico se convirtieron ellos mismos en portadores del virus, se pasó a tener focos de contaminación en medios altamente sensibles que podían conducir a un colapso de los sistemas de salud, lo que obligó a un confinamiento generalizado. De manera similar, en materia climática, efectos retardados y retroacciones positivas −efectos retorno que amplifican la causa de partida− profundizan nuestra deuda medioambiental, al igual que un prestatario sin dinero que contrae nuevos préstamos para poder pagar una vieja deuda asume, con cada nuevo préstamo, unos tipos de interés más elevados. La reducción de la capa nival y el deshielo de los glaciares se traducen en la desaparición de las superficies que reflejan de forma natural la radiación solar, creando de esta forma las condiciones en las que se acelera el incremento de las temperaturas en las regiones implicadas, de donde se desprende un deshielo más persistente todavía que alimenta por sí mismo el calentamiento. Así, el deshielo del permafrost ártico −que cubre una superficie el doble de grande que Europa− podría acarrear emisiones masivas de metano, un poderoso GEI que instensificaría el calentamiento global.

Una parte creciente de la población siente la necesidad de intervenir, realiza sus propias máscaras, organiza la ayuda a las personas mayores. Pero, ¿de qué sirve desplazarse en bicicleta, hacer compost con los residuos propios o reducir el consumo de energía eléctrica cuando la utilización de energías fósiles sigue estando ampliamente subvencionada, cuando su extracción alimenta el aparato de producción y las cifras del “crecimiento”? ¿Cómo salir del fenómeno reiterativo de las crisis amplificado por el discurso político-mediático: negligencia, conmoción, miedo, después olvido?

Y es que existen dos diferencias fundamentales entre la covid-19 y el desajuste climático. Una tiene que ver con las posibilidades de regulación del shock sufrido y la otra con nuestras capacidades de adaptación. La autorregulación de las epidemias por adquisición de una inmunidad colectiva hace que la covid-19 no sea una amenaza existencial para la humanidad, que ya ha superado la peste, el cólera o la gripe española, en condiciones sanitarias muy difíciles. Con una tasa de letalidad probablemente situada en alrededor del 1% −muy inferior a otras infecciones−, la población del planeta no se encuentra en peligro de extinción. Además, e incluso aunque desatendieron las premisas, los Gobiernos tienen a su disposición los conocimientos y las herramientas apropiados para reducir el impacto de esta autorregulación natural.

Relativamente circunscrita, la crisis de la covid-19 se puede comparar en su dinámica con los incendios que abrasaron el bosque australiano en 2019. Tiene un principio y un fin, a pesar de que este último, por el momento, sea muy complicado de identificar y aunque no se excluya un regreso estacional de la epidemia. Las medidas tomadas para adaptarse están siendo relativamente bien aceptadas por la población, en tanto que son percibidas como temporales.

En cambio, la inacción en materia climática nos hará salir de los mecanismos de regulación sistémicos, llevando a daños mayores e irreversibles. Podemos esperar una sucesión de crisis variadas, cada vez más intensas y con mayor frecuencia: canículas, sequías, inundaciones, ciclones, enfermedades emergentes. La gestión de cada una de esas crisis se vinculará con la de una crisis sanitaria del tipo covid-19, pero su repetición nos hará entrar en un universo en el que las pausas no serán suficientes para recuperarse. Vastas regiones en las que se concentra gran parte de la población mundial se volverán inhabitables, o simplemente dejarán de existir, porque serán invadidas por la subida del nivel del mar. Es todo el edificio de nuestras sociedades el que se encuentra amenazado de venirse abajo. La acumulación de GIE en nuestra atmósfera es especialmente tóxica porque el CO2, el más expandido de entre esos gases, solo desaparecerá muy lentamente, dado que el 40% sigue presente en la atmósfera después de cien años y el 20% después de mil años. Cada día perdido en la reducción de nuestra dependencia de las energías fósiles vuelve así más costosa la acción que se deberá llevar a cabo el día después. Cada decisión que es rechazada por “difícil” hoy nos obligará a tomar decisiones todavía más “difíciles” mañana, sin la esperanza de una “cura”, y sin otra elección que adaptarse como sea a un medio ambiente nuevo, del cual nos resultará difícil poder controlar su funcionamiento.

¿Tenemos que hundirnos en el desasosiego a la espera de que llegue el apocalipsis? Todo lo contrario: la crisis de la covid-19 nos enseña la imperiosa utilidad de la acción pública, pero también la ruptura necesaria con el rumbo precedente. Después de una aceleración tecnológica y financiera depredadora, este tiempo suspendido se vuelve un momento de toma de conciencia colectiva, de cuestionar nuestros modos de vida y nuestros modos de pensar. El virus SARS-CoV-2 y la molécula de CO2 son objetos nanométricos, invisibles e inodoros para el común de los mortales. Sin embargo, su existencia y su efecto (patógeno en un caso; creador de efecto invernadero en el otro) están ampliamente admitidos, tanto por las autoridades como por la ciudadanía. A pesar de la incoherencia de las recomendaciones gubernamentales, la mayor parte de la población ha comprendido en poco tiempo los desafíos y la necesidad de ciertas medidas de precaución. La ciencia representa en estos tiempos una preciada guía para la toma de decisiones, con la condición de que no se vuelva una religión que escape a las necesidades de la demostración y de la contradicción. La racionalidad debe ahora más que nunca contribuir a dejar de lado los intereses particulares.

Todos los países cuentan con reservas estratégicas de petróleo, pero no de mascarillas… La crisis sanitaria ha puesto en primer plano la prioridad que se les debe conceder a los medios de subsistencia: alimentación, salud, vivienda, medio ambiente, cultura. Recuerda también la capacidad de la mayoría de comprender lo que está sucediendo a veces más rápido que las propias autoridades. De este modo, aparecieron las primeras mascarillas hechas en casa mientras que la portavoz del Gobierno francés, Sibeth Ndiaye, todavía consideraba inútil su uso… Por otro lado, parecemos mejor equipados para reaccionar ante amenazas concretas inmediatas que para construir estrategias que permitan prepararse para riesgos más lejanos, con efectos todavía poco perceptibles (5). De donde se desprende la importancia de una organización colectiva motivada solo por el interés general y de una planificación que articule las necesidades.

El desafío climático debe llevarnos a cuestionar nuestro sistema socioeconómico mucho más que con la covid-19. ¿Cómo se puede volver aceptable una evolución tan drástica, un cambio a la vez social e individual? Para empezar, no confundiendo la recesión actual −y tóxica− con un decrecimiento beneficioso de nuestras producciones insostenibles: menos productos exóticos, derroche energético, camiones, coches, seguros médicos privados; y más trenes, bicicletas, campesinos, enfermeros, investigadores, poetas, etcétera. Las consecuencias concretas de esta evolución solo serán aceptables para la mayoría de la sociedad si la justicia social vuelve a ocupar un lugar prioritario y se favorece la autonomía de los colectivos en todos los niveles.

Una prueba muy concreta y rápida de la capacidad de los Gobiernos para invertir los dogmas de ayer reside en su actitud frente al Tratado de la Carta de la Energía. En vigor desde 1998, y en renegociación desde noviembre de 2017, este acuerdo crea entre 53 países un mercado internacional de energía “libre”. Apuntando a tranquilizar a los inversores privados, les otorga a estos últimos la posibilidad de demandar ante tribunales arbitrales de poderes exorbitantes a cualquier Estado que pudiera tomar decisiones contrarias a la protección de sus intereses, decidiendo por ejemplo la suspensión de la actividad nuclear (Alemania), un aplazamiento de las perforaciones marinas (Italia) o el cierre de centrales de carbón (Países Bajos). Y no se privan de ello: a finales del pasado marzo, al menos 129 causas de este tipo habían sido objeto de un “arreglo de discrepancias” (6), todo un récord en materia de tratados de libre comercio que ha motivado condenas para los Estados por una suma que supera los 51.000 millones de dólares (46.000 millones de euros) (7). En diciembre de 2019, 278 sindicatos y asociaciones le pidieron a la Unión Europea que saliera de este tratado que consideran incompatible con el cumplimiento del Acuerdo de París sobre el Clima (8).

Para salir de la crisis sanitaria, los países industrializados requieren más de un plan de transformación hacia una sociedad en la que todos puedan vivir de manera digna, sin poner en peligro los ecosistemas, y no tanto de un plan de relanzamiento de la economía del pasado. La amplitud del recurso indispensable al dinero público −que sobrepasará todo lo que hayamos podido conocer− ofrece una ocasión única para condicionar los apoyos y las inversiones a su compatibilidad con la atenuación del cambio climático y la adaptación a ese cambio.

Notas:

(1) Cf. Christian de Perthuis, “Comment le Covid 19 modifie les perspectives de l’action climatique”, Information et débats, n° 63, París, abril de 2020.

(2) Véase Sonia Shah, “Contra las pandemias, la ecología”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2020.

(3) Cf. Pascal Marichalar, “Savoir et prévoir, première chronologie de l’émergence du Covid-19”, La vie des idées, 25 de marzo de 2020.

(4) Sitio web de la Universidad Johns Hopkins, 17 de abril de 2020, www.arcgis.com

(5) Cf. Daniel Gilbert, “If only gay sex caused global warming”, Los Angeles Times, 2 de julio de 2006.

(6) Sitio web del Tratado de la Carta de la Energía.

(7) “One treaty to rule them all” (PDF), Corporate Europe Observatory – Transnational Institute, Bruselas-Ámsterdam, junio de 2018.

(8) “Lettre ouverte sur le traité sur la charte de l’énergie” (PDF), 9 de diciembre de 2019.

Philippe Descamps y Thierry Lebel, respectivamente: periodista e hidroclimatólogo, director de investigaciones del Instituto de Investigación para el Desarrollo (IRD, siglas en francés) y del Instituto de Geociencias del Medio Ambiente (IGE, siglas en francés, Grenoble), colaborador en los trabajos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, siglas en inglés).

Fuente: https://mondiplo.com/un-aperitivo-del-shock-climatico