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Un asunto de corazón

Fuentes: Rebelión

Traducido del inglés por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.

Todos los niños alemanes conocen la historia del Capitán de Koepenick.

La escena es en la Alemania de 1908, con el II Reich en la cima de su poderío, gobernada por un Kaiser que casi siempre va enfundado en un espléndido uniforme militar.

Un zapatero llamado Wilhelm Voigt sale de la prisión, después de cumplir condena por estafa. Necesita un pasaporte para conseguir trabajo, pero los delincuentes no pueden obtener un pasaporte.

El zapatero va a una tienda de disfraces y se pone un uniforme de capitán del ejército. Se pone al mando de una tropa de soldados que por casualidad pasaba por la calle. Éstos notan algunas irregularidades en su atavío, pero no se atreven a desobedecer a un oficial.

El «capitán» marcha con los soldados al pequeño pueblo de Koepenick, un suburbio de Berlín, arresta al alcalde y confisca la caja fuerte, que contenía pasaportes en blanco. Después, la policía no tuvo muchas dificultades para averiguar quién cometió el ultraje y no pasó mucho tiempo antes de que lo arrestaran.

Cuando un asistente le dio la noticia al Kaiser, la corte aguantó la respiración. Tras unos momentos de tensión, Su Majestad estalló en carcajadas. Toda Alemania rió con él, junto con el resto de Europa.

El «Hauptmann von Koepenick» se convirtió en una leyenda, porque su aventura puso de manifiesto la propia esencia del régimen: en la Alemania militarista de aquella época, justo antes de la primera guerra mundial, el rango militar significaba autoridad incuestionable.

Quizás sea cierto que cada país tiene un episodio de este tipo que señala de un golpe las flaquezas principales de su régimen. En Israel era -hasta esta semana- el asunto de la «bombilla de Ramat Gan».

En Marzo de 1982, el Ministro de Economía Yaacov Meridor, un importante miembro del Likud, anunció que un científico llamado Danny Berman, había conseguido un invento que causaría una revolución en todo el mundo. Mediante un simple proceso químico era capaz de producir energía suficiente para iluminar todo Ramat Gan con una sola bombilla. Ramat Gan es una ciudad hermana de Tel Aviv, y casi tan grande como ella.

Yaacov Meridor (ninguna relación con el actual ministro Dan Meridor) no era cualquiera. Fue el comandante del Irgun antes de la llegada de Menajem Begin, y después estableció importantes empresas económicas en África. Fue el número dos del Likud y no era ningún secreto que Begin le consideraba su heredero y sucesor.

Antes del anuncio de Meridor, un destacado reportero de mi semanario, Haolam Hazeh, vino a mí y me contó sin aliento el invento maravilloso. Respondí con una palabra: disparate. Mis años como editor de una revista de investigación han afilado mi nariz para detectar historias falsas. Pero todo el país estaba eufórico.

En los días siguientes, el invento revolucionario se reveló como una vulgar estafa. Berman, el genio que se las daba de antiguo oficial de la fuerza aérea, apareció como un impostor con un historial delictivo. Meridor perdió su futuro político. Pero una pequeña banda de incautos, incluido mi gran reportero, seguía jurando que Berman era, sin duda, un genio incomprendido.

¿Como puede una historia completamente absurda, sin ningún fundamento, captar a todo un país y obtener la aceptación general, por lo menos al principio? Muy simple: expresando una de las creencias arraigadas más profundamente en el público israelí, que los judíos son el pueblo más inteligente del mundo.

Ésta, por cierto, es una convicción mantenida tanto por muchos judíos como por muchos antisemitas. El infame panfleto «Los Protocolos de los Sabios de Sión», que revela una conspiración judía para asumir la dirección el mundo, se apoya en esta creencia.

Hay muchas teorías para explicar la supuesta superioridad del «cerebro judío». Una afirma que en los miles de años de persecución, los judíos se vieron obligados a desarrollar su capacidad cerebral simplemente para sobrevivir. Otra teoría dice esto: en la Europa católica medieval, los hombres más inteligentes llegaron a ser sacerdotes o monjes cuyo celibato vocacional impidió la transmisión de sus genes por falta de descendencia, mientras que en las comunidades judías era costumbre de los padres ricos casar a sus hijas con los jóvenes eruditos más sobresalientes.

Esta semana, la falsa bombilla de Ramat Gan acabó aniquilada por el triunfo de un invento todavía más magnífico: la pegatina del corazón.

El suplemento económico de Haaretz publicó una primicia sensacional: una compañía israelí, prácticamente desconocida, había vendido un tercio de sus acciones a una corporación británica-taiwanesa por 370 millones de dólares, elevando su propio valor a varios miles de millones. Todo gracias a un invento revolucionario: una pequeña pegatina que, cuando se pone en el pecho, puede pronosticar un ataque al corazón una crucial media hora antes de que realmente suceda. La pegatina manda avisos por satélite y teléfono móvil, introduciendo así la posibilidad de salvar innumerables vidas.

Esa noche, uno de los jefes de la feliz empresa apareció en la televisión desvelando que la portentosa pegatina podría hacer mucho más: por ejemplo, medir la cantidad de azúcar en la sangre sin invadir el cuerpo.

Mi nariz empezó a crisparse inmediatamente.

Y de hecho, al día siguiente los medios de comunicación comenzaron a investigar el asunto y revelaron un dato curioso tras otro. Nadie había visto en realidad la portentosa pegatina. No se había registrado ninguna patente. Ningún cardiólogo u otros expertos la habían examinado. Ninguna publicación científica la había mencionado. Y al parecer no se había realizado ningún experimento científico.

La compañía británica-taiwanesa no había enviado a ningún representante a Israel para examinar el invento por el que supuestamente había pagado una suma enorme. Las negociaciones se habían llevado a cabo enteramente por correo electrónico, sin ningún tipo de contacto personal. Los abogados implicados se negaron a mostrar el acuerdo firmado.

Cuando los reporteros llamaron a la compañía extranjera, ésta negó cualquier conocimiento del asunto. Parece que el inventor había registrado un dominio informático con un nombre similar y así, en realidad, se vendió las acciones a sí mismo.

En esta etapa, el castillo de naipes comenzó a desintegrarse. Se supo que el inventor había estado dos veces en prisión por estafa. Pero sus socios todavía insistían en que el asunto era serio y que en unos días, si no horas, el genio del invento aparecería ante todos y los críticos tendrían que tragarse sus palabras.

Las palabras continúan sin tragarse y los socios abandonaron el barco uno tras otro.

Lo que transformó el asunto de un divertido sarcasmo a una cuestión de importancia nacional fue la rapidez de todo el país, durante un día entero, para aceptar la historia como otra demostración del genio judío.

No menos típica era la identidad de sus héroes. El número uno era el propio inventor, quien continúa afirmando que esta vez, ésta, no las anteriores, no es un impostor. El número dos era su socio, el empresario, el cual fue, o no, cómplice de la estafa. Pero los personajes más interesantes son los otros dos protagonistas principales.

El número tres ha sido durante muchos años el amigo más íntimo de Benjamín Netanyahu, y especialmente de su esposa, Sarah (conocida por todos por el pueril diminutivo de Sara’le). En el apogeo del escándalo, el número tres renunció a su trabajo como gerente, después de fracasar en la obtención de una copia del famoso contrato. Si se supone que este amigo de Netanyahu es inocente, su nivel de inteligencia deber estar sujeto a dudas graves. Sin embargo, puede que no sea la inteligencia lo que busca la familia Netanyahu en los amigos íntimos.

Lo que todavía es más cierto para el número cuatro: Haggai Hadas. La naturaleza exacta de su implicación no se ha aclarado del todo. Al principio defendió vigorosamente el invento y parecía que estaba metido de la cabeza a los pies, pero cuando explotó el asunto trató desesperadamente de distanciarse de él.

¿Por qué es más importante que cualquier vulgar charrán? Porque Haggai Hadas, aparte de disfrutar de la confianza de Netanyahu y de ser, según se informa, un amigo personal de su esposa, ejerció en el pasado como jefe del departamento de operaciones del Mossad, el tercer cargo más importante de la agencia de espionaje. Podría ser ahora el jefe del Mossad, si el titular no hubiera impedido activamente que nadie se acercase más.

Hace unas semanas, Netanyahu nombró a Hadas para una de las posiciones más delicadas en la dirección de la seguridad: la coordinación de todos los esfuerzos para liberar al soldado «secuestrado» Gilad Shalit.

Si no queremos asumir que este hombre, amigo íntimo del Primer Ministro y ex alto funcionario del Mossad, que ha sido responsable de decisiones de vida y muerte, fue cómplice de una soez estafa, no hay escape para la conclusión de que su juicio está penosamente deteriorado y que cayó en una trampa que cualquier persona con sentido común podría haber reconocido a una milla.

¿Cómo se puede confiar a semejante persona una tarea tan delicada como la negociación de un intercambio de presos con Hamás, en la que andan metidos los sofisticados mediadores egipcios?

¿Y qué decir del fallo de Netanyahu, quien lo nombró para esta tarea, especialmente porque su esposa se lo pidió?

Esta semana también marcó un hito: los 100 primeros días del segundo mandato de Netanyahu como Primer Ministro.

La gente del Kadima ha inventado un lema pegadizo: «100 días, 0 logros».

Para empezar, Netanyahu nombró un gobierno inflado en el que un tercio de los miembros de la Knesset sirven como ministros o viceministros, muchos de ellos sin ninguna función aparente. Dos de los tres ministerios más importantes se asignaron a personas totalmente inadecuadas: la Tesorería a un niño que da los primeros pasos económicos, y Exteriores a un racista a quien evitan abiertamente muchos de los más prominentes líderes del mundo.

Después llegaron una serie de leyes y medidas que se anunciaron con gran fanfarria, únicamente para dejarlas caer muy sosegadamente. El último ejemplo: la recaudación del IVA sobre frutas y verduras, que se abandonó a última hora.

Pero el resumen de la ineficiencia es la incapacidad del Primer Ministro de unir al personal. El Consejero de Seguridad Nacional, Uzi Arad, no está interesado en la paz, ni con los palestinos ni con los sirios, y únicamente quiere tratar la cuestión iraní. (Esta semana el presidente Barack Obama emitió una pública e inequívoca prohibición de cualquier ataque militar israelí sobre Irán). El Jefe de Gabinete, el Director General de la oficina del primer ministro, el Consejero Político y el resto del personal se detestan unos a otros y no hacen ningún esfuerzo por ocultarlo. El Consejero de Prensa ya ha sido reemplazado, y esta semana se ha nombrado a una amiga de Sarah Netanyahu como consejera para «Marcar el Estado» (¿Alguien sabe qué quiere decir eso?)

Entretanto, Sara’le ha vuelto al primer plano. Una ex azafata que conoció a Netanyahu en una tienda libre de impuestos de un aeropuerto cuando él estaba todavía casado con su segunda esposa, que cayó mal a todo el mundo y sirvió como blanco de chistes durante el primer mandato de su marido. Esta vez se hicieron esfuerzos para mantenerla en un segundo plano. Cuando el Primer Ministro, no obstante, insistió en llevarla con él a Washington, Michelle Obama evitó encontrase con ella. Cuando él tuvo que visitar varias capitales europeas, ella fue tachada de la lista a última hora. Pero parece que es muy activa entre bastidores, especialmente en cuanto a nombramientos cruciales de alta categoría se refiere.

¿Quizás este país realmente necesita una pegatina milagrosa?

Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1247355672/