Toco a una puerta, pregunto por la persona cuyo nombre está en el papel que llevo en la mano, explico quien soy, mi relación o parentesco, y me piden que espere. Segundos más tarde escucho sonido de pasos mientras se aproxima aquella a quien busco, una mujer de edad madura (yo era joven entonces) que […]
Toco a una puerta, pregunto por la persona cuyo nombre está en el papel que llevo en la mano, explico quien soy, mi relación o parentesco, y me piden que espere. Segundos más tarde escucho sonido de pasos mientras se aproxima aquella a quien busco, una mujer de edad madura (yo era joven entonces) que abre la puerta, me observa con algo de asombro y pronuncia: «¡Ay, pero tú no eres tan negro!». La frase, como acostumbramos a decir los cubanos «salida del alma», equivale, dentro del contexto, al otorgamiento de una suerte de pase o documento de visado, significa que lo conseguí o que vencí algo a lo que podríamos llamar «la prueba». Perdón por la burla, pero es evidente que ha habido varios, o aunque sea uno, comentarios anteriores, así como que la opinión predominante, antes de yo aparecer, tiene que haber sido lo bastante negativa como para que la exclamación sea introducida por esa conjunción adversativa: «pero».
Para hacer lo anterior aún más conflictivo, la historia tiene lugar en (o con) una familia donde los mestizajes raciales son inocultables, aunque, eso sí, con menor concentración de «negrura» que en mi caso; es decir, que hablamos de personas colocadas en un punto donde, como no-blancos, reciben opresión por su color de piel a la vez que oprimen a quienes, según la cantidad (o densidad) de «negrura» que exhiben, se encuentran en un escalón más «bajo». Es tarea compleja imaginar o calcular la enorme variedad de elementos lingüísticos, culturales, conductuales, sicológicos, espirituales e ideológicos, entre otros, que se entremezclan para que la anterior escena sea posible; es decir, para que un oprimido proyecte en otro oprimido la cantidad y calidad de opresión que recibe (o incluso la multiplique).
Para quien ejerce la hegemonía, esto es un momento extraordinario que anuncia de qué modo un sector del Otro racializado se ha «apropiado» del racismo y lo ha asumido como una práctica personal; es decir, ha dejado de experimentarlo como algo externo, ajeno, y en lugar de ello lo ha «entendido», lo ha hecho suyo y, al aceptar ejercerlo (en lugar de oponérsele) lo fortalece y prolonga. ¿Es esto lo que sucedió cuando, al nacer mi hija, hoy veinteañera, una vecina del antiguo barrio, por entonces una niña, tal vez de cinco o seis años, hija de padres negros, salió a la calle y a gritos preguntó a mi esposa si era cierto que habíamos tenido una niña blanca? Al llegar del hospital de maternidad, con la recién nacida en brazos, muchos vecinos se habían acercado a conocer a la criatura; por la tarde, aquella niña, que al llegar nosotros se encontraba en la escuela, conoció la noticia. ¿Quién, sino alguien de la familia, la inició en las preocupaciones por el color de la piel y en el «arte» de detectarlo? En esta apropiación del racismo, dicha práctica deja de ser un escándalo, que provoca asco o rechazo, y se transforma en algo que, simplemente, es, existe, está «ahí»; naturalizado o normalizado se presenta como poco más que un conjunto de pequeñas herramientas con las cuales identificar, diferenciar y separar personas y grupos.
II
Ahora estoy en un hospital y ha nacido mi primer hijo. Su cabello es muy suave, su piel de color muy claro. Una amiga de entonces llega, toma al niño en brazos, escudriña cada centímetro del pequeño cuerpo; entre temeroso y expectante imagino que busca indicios de alguna enfermedad o deformidad. Quita los pañales, alza los testículos y la escucho suspirar: tranquila, confiada. No fue hasta mucho después que se me hizo claro lo que había pasado: había encontrado en esa diminuta área la mancha, marca o zona oscura que delataba y adelantaba lo que, con el correr del tiempo, tenía que pasar: el color de la piel iba a oscurecer y el cabello a ensortijarse porque era negro. Tanto la intensidad como el carácter «experto» de esa mirada me sorprenden, y avergüenzan, todavía hoy, treinta años más tarde; la puesta en práctica de una tecnología de «detección» que permite localizar los signos externos que revelan, debajo o detrás de cualquier cobertura, todo lo «negro» que hay en el Otro.
Esas herramientas, incorporadas a la cotidianidad, útiles y diseñadas para cada «ocasión», son «saberes» elaborados por generaciones precedentes, aglutinados que resumen sus prejuicios y que reproducen, hasta en las situaciones más ínfimas, el aparato íntegro de la opresión. Esa mirada que sabe «leer» el tamaño de los dientes, el ancho de los pómulos, la forma del cráneo, el ancho de la nariz, el grueso de los labios, los tonos de piel, el levísimo velo de oscuridad debajo de los ojos, las roscas del cabello en la nuca o las patillas, los sitios donde una «procedencia» no puede ser ocultada, es la mirada del mercado de esclavos, de la compra-venta y de la plantación, del amo que viola a la negra y luego, cuando el parto, elige según la piel sea más clara y a esos les da (les daba) casi siempre mejor vida.
La tragedia de semejante mirada es que carece de sentido sin las palabras, necesita expresar «lo que ve», lo que ha descubierto, y aquí, al cumplir con ese mandato de compartir y exponer el «saber» que tiene acerca del Otro observado y analizado, no puede menos que producir ideología y teoría; dicho de un modo más simple, el que mira, detecta, identifica y clasifica está obligado a expresarlo, compartirlo, comunicarlo porque el «conocimiento racial» sería un placer autista si solo sirviera a uno mismo: es conocimiento «social», para los demás, para que ocurra «algo».
Es así que desde el nacimiento nos es entregado, enseñado, puesto a nuestra disposición, todo el tesauro de los signos que, supuestamente (y esto es algo en lo que hay que insistir) caracterizan al Otro racializado; en esta acumulación, continuamente reforzada, supuestamente se aprende cómo detectarlo, qué reacciones podemos esperar de él y en cuáles situaciones, cómo «manejarlo» para rebajar el peligro de su presencia, qué no hacer o decir, cómo mantenerlo «afuera» y cómo lograr que entienda que esa posición externa es su «lugar».
¿Dónde, y gracias a quién, aprendimos a «detectar» la otredad racial? ¿A través de cuáles sesiones de micro-enseñanza se aprende a asociar las «marcas» con contenidos e incluso sensaciones negativas, a sospechar, a temer, a excluir? ¿Quién de nuestra familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo? ¿Cuáles chistes, cuentos de la vida barrial o del trabajo, historias familiares, álbumes de fotografías, canciones a la hora de dormir, juegos infantiles, salidas de fin de semana, comentarios a la hora de comida, en el desayuno? ¿En cuáles de esos espacios de vida «normal», tan cotidianos y repetidos que tal parece que allí no sucediera nada trascendental?
III
Estamos en un edificio enorme, solos: ella y yo. «Quiero que sepas que tú eres mi primer negro», dice. Los detalles en las historias importan menos que lo que se puede extraer de ellas, que el instante en el que aparece, por lo general de manera súbita, una grieta o ruptura; en este caso, descubrir que soy su instante trascendental, su demencia, la figura a través de la cual está quebrando las normas del grupo y reescribiendo la historia familiar. A la misma vez, dado que ella nunca pudo realmente salir del grupo, necesitó -antes de que la intimidad avanzara hacia el descontrol del goce- explicar(me) y explicar(se) lo que sucedía para que también yo experimentara lo casi sagrado de la ocasión. ¿Qué debí hacer con semejante revelación? ¿Orgullo, distinción, miedo? No fue un intercambio profundo y desgarrador acerca de nuestras familias, prejuicios y posibilidades de crear lazos duraderos. No hablamos sobre nuestros amigos y vecinos, cómo nos habíamos educado, con quiénes compartíamos y qué iban a pensar (o hacer, o cómo reaccionarían) a propósito de nuestra relación. No fue un diálogo que intentaba crecer hacia valoraciones sobre la cultura nacional, discriminaciones, exclusiones.
Si bien solo fue eso que cuento, unas palabras pronunciadas con algo de solemnidad a la vez que esbozaba una sonrisa fugaz y cómplice, un gesto pícaro, en una suerte de dimensión paralela -como si hubiera dos historias transcurriendo, simultáneas y con los mismos protagonistas- también hay mucho más; solo que no está en lo que decimos, sino exactamente en todo cuanto callamos y ocultamos. Donde alguien queda señalado como el «primer negro», en ese particular contexto de la intimidad sexual (no en la biblioteca, una conferencia científica o colocando flores en el cementerio a una tumba familiar), la frase instaura un espacio de espera, una suerte de demanda de comportamiento, para que el interpelado (pues de una interpelación implícita se trata) se comporte o responda de determinada forma. La frase te roba la libertad y te obliga a ser un actor, a que muestres «eso» que hacen los que son como tú, «primer(os) negro(s)»; incluso en ese espacio de desprotección de la persona que es el erotismo, la tecnología de la detección te alcanza y tienes que mantenerte en guardia.
IV
El último cuadro de esta revisión autoetnográfica tiene menos implicaciones emocionales, aunque desde el punto de vista conceptual es todavía más inquietante porque se trata de la conversación, más o menos reciente, con uno de nuestros intelectuales. Hay un punto en el cual me refiero a la incomodidad que provocan los chistes racistas en quienes les toca ser objetos de este tipo de humor y, aunque bien sé que la prohibición estricta de tales chistes despierta numerosos y agudos problemas de interpretación, estoy enteramente de acuerdo en que debe de haber normativas legales que protejan a quienes aquí son humillados. Entonces mi interlocutor dice lo siguiente: «Pero eso es como cuando tú estás sentado en el Malecón y vienen esos que tocan guitarra y a ti te molesta la música… te puedes correr a otro lado». Escenas como esta, de decepción poco menos que absoluta con alguien que imaginé diferente, de-velan la totalidad de la persona a partir de un fragmento. Para mi interlocutor, lo principal es defender a ultranza el concepto según el cual el discriminador también tendría derecho a expresar su opinión en el espacio público; sin embargo, lo extraordinario es que para que semejante situación comunicativa ideal se mantenga, mi amigo (en este caso, cumpliendo una función de mediador o de intérprete intelectual, de productor de ideología) no tiene nada que decirle al racista, cuyo derecho se encarga de proteger, sino que se dirige a mí para indicarme que debo cambiar de lugar, alejarme, entregar el espacio. ¿Cambia algo señalar aquí que mi interlocutor en esta anécdota es «blanco»? ¿No significa su decisión que, siempre que se produzca cerca de mí, un acto racista debo desplazarme y encontrar así espacios nuevos y seguros? Ahora bien, si acepto que lo correcto es moverme, ¿de qué modo debo evaluar mi relación con los espacios anteriores sino partiendo del hecho de que allí siempre fui una suerte de figura sobrante, sitios a los que realmente nunca pertenecí?
¿Qué es pertenecer? ¿Qué es no-pertenecer? ¿Cómo se siente la persona en cualquiera de estas dos posiciones? ¿De qué manera aquello que experimenta «modela» u «organiza» todo su sistema de relaciones: con la familia próxima, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, conocidos, las leyes, la Historia, el Estado, la esperanza, el futuro? ¿No es todo esto lo que se pone en juego siempre que tiene lugar un acto racista; no importa si verbal, gestual, económico, cultural, laboral, habitacional, regional, erótico-sexual, lo que se nos ocurra?
V
Cualquiera de los ejemplos que he relatado en esta autoetnografía se refieren, en lo esencial, a la manera en la que el racismo -consciente o no, agresivo o calmado- trata siempre de introducir en el subalterno esa sensación de no pertenencia, de estar siendo tratado, enjuiciado, valorado como «algo/alguien» ajeno, a medio camino entre persona y cosa, estorbo, escollo, sobra. No importa, repito, si esto es realizado mediante palabras, de manera verbal, que en miradas fijas y duras, a través de gestos, valiéndose de gritos o en esa peor forma de castigo que es el silencio. Identificación, detección, atribución, clasificación, prejuicios, contenciones, demandas de comportamiento, rasgos somáticos, saberes acerca del Otro racializado son todos derivados del mismo tronco o matriz, madre y padre simbólicos: la institución esclavista y su cultura, sus estructuras de poder y control, su sistema de relaciones humanas fracturadas.
Si no recuerdo mal, la mutación genética asociada a esto que hoy día conocemos como color de piel blanco tuvo lugar en el Oriente Medio hace unos 30 000 años. El enorme proceso de expansión de la especie humana, comenzada desde la actual Sudáfrica en busca del Norte, tuvo aquí un punto de giro a partir del cual la diferencia de pigmentación sirvió para definir y caracterizar grupos. ¿Podemos imaginar que sucediera al revés? Es decir, que Europa estuviese poblada por humanos de piel oscura y el centro de África lo contrario; que los esclavos transportados por millones hacia América hubiesen sido todos de piel «blanca» y que los amos en las plantaciones, los mayorales, los cazadores de esclavos fugados, los políticos, los dueños de las grandes fortunas hubiesen sido todos personas de piel «negra». ¿Existiría este mismo tipo de racismo que existe hoy? ¿No será que todo este enorme aparato de opresión (aparato militar, político, económico, cultural, religioso y, en general, social) nunca tuvo, en lo más mínimo, nada que ver con «colores» de la piel? ¿No habrá que asociarlo a las dialécticas de posesión-desposesión, trabajo-acumulación, poder-privación, explotación-castigo, para que entonces sea revelado el verdadero sentido de lo que, en la superficie y apariencia, parece ser un asunto de «color»?
VI
La mejor forma de terminar que se me ocurre es haciendo una confesión personal y señalando algunas cosas que he recordado o aprendido mientras hago este ejercicio de autoetnografía. La confesión es que, al menos en mi caso, los hechos racistas y, en general, discriminatorios, se refractan en tres carriles paralelos: a) el rechazo activo, inmediato, sea manifestando disgusto o discutiendo; b) lo que me atrevería a llamar el momento «analítico», en el cual trato -con el mayor desapasionamiento que pueda- de examinar lo sucedido, sus raíces, sus partes, sus consecuencias; c) y un tercer momento al que califico como «discursivo», el desencanto, el estupor, la sorpresa, la ira, o la alegría, la solidaridad, la valentía animan la escritura de textos. En cuanto a las cosas que aprendí o recordé, si tienen orden de preferencia, van debajo, y si sirven para algo es para pensar.
La única forma de ser anti-racista es serlo en todo momento o lugar.
No hay racismo pequeño. Todo racismo, por diminuto o fugaz que aparente ser, conecta con el largo entramado ideológico, cultural, económico, político y, en general, social del racismo elaborado dentro de (y gracias a) la cultura de la esclavitud.
Todo hecho racista alimenta y reactiva el mencionado sistema de opresión. Esto significa que cuando el racismo ocurre despertamos el pasado, discutimos el presente y comprometemos o estimulamos una determinada opción de futuro.
Además del desmontaje económico que da soporte al racismo, de la creación de un aparato de leyes que proteja al subalterno tradicional y de los discursos ideológicos, políticos y culturales, la construcción de sociedades nuevas necesita de una sensibilidad y una delicadeza especiales.
Si es cierto que, como explica Balibar, «no hay racismo sin teoría(s)», entonces tampoco hay antirracismo sin estudio y sin producción de pensamiento; para desmontar el inmenso aparato ideológico-cultural del racismo es imprescindible hacerlo en el campo de las ideas.
Ser persona antirracista no es una meta a la cual se llega ni una distinción o calificativo que portar como una medalla ganada, sino un camino de desarrollo multidireccional por el que humildemente se avanza gracias a la fuerza de las convicciones y a la vigilancia sobre uno mismo, aquellos que nos rodean y las diversas instancias de la sociedad en la que habitamos.
La duración de cualquier lucha antirracista es tanta como la extensión de la injusticia y como la vida misma de la persona convertida en activista.
El racismo es solo una de las discriminaciones que los seres humanos conocemos, ponemos en práctica o contra las cuales luchamos; entre otras, las de género, sexualidad, identidad sexual, creencia religiosa, edad, discapacidad, de carácter regional, por normas de belleza, etc.
Al señalar al «Otro» por sus rasgos, el racismo le suele atribuir características y contenidos negativos, fantasiosos o hiperbolizados en lo que toca a conducta sexual, identidad sexual y norma de belleza; al mismo tiempo, de modo paranoide, invierte el listado de virtudes comúnmente aceptadas y las transforma en debilidades del «Otro»: vagancia, falta de inteligencia, incapacidad de sacrificio, tendencia a la violencia, etcétera.
Las herramientas de las luchas antirracistas son también útiles para la lucha contra otras discriminaciones; donde la lógica de la cultura del racismo es desunir, la lucha antirracista busca la solidaridad.
La única manera de construir una sociedad nueva es construyéndola.
Fuente: http://www.lajiribilla.cu/articulo/un-ejercicio-de-auto-etnografia