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Un final previsto

Fuentes: Rebelión

Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.

Una persona sabia dijo una vez: «Un necio aprende de su experiencia. Una persona inteligente aprende de la experiencia de los demás». A lo que se podría añadir: «Y un idiota ni siquiera aprende de su propia experiencia».

Así, ¿qué podemos aprender de un libro que demuestra que no aprendemos de la experiencia?

Todo esto da publicidad a una recomendación para semejante libro. Por norma no recomiendo libros, ni siquiera los míos. Pero esta vez siento la necesidad de hacer una excepción.

Hablo del libro de William Polk, «Política Violenta» que ha aparecido recientemente en Estados Unidos.

Polk estuvo en Palestina en 1946, en plena lucha contra la ocupación británica, y desde entonces ha estudiado la historia de las guerras de liberación. En menos de 300 páginas compara diversas insurrecciones; desde la revolución estadounidense a las guerras de Afganistán. Sus años en el gabinete de planificación del Departamento de Estado lo implicaron en el conflicto israelopalestino. Sus conclusiones son altamente esclarecedoras.

Tengo un interés especial en este asunto. Cuando me uní al Irgun, a los 15 años, me dijeron que leyera libros sobre las guerras de liberación anteriores, sobre todo la polaca y la irlandesa. Leí diligentemente cada libro que caía en mis manos y he seguido desde entonces las insurrecciones y guerras de guerrillas por todo el mundo, como las de Malaya, Kenia, Yemen del Sur, Sudáfrica, Afganistán, Kurdistán, Vietnam y otras. En una de ellas, la guerra de liberación de Argelia, tuve una cierta implicación personal.

Cuando pertenecía al Irgun, trabajaba en la oficina de un abogado formado en Oxford. Uno de nuestros clientes era un alto funcionario británico del gobierno del Mandato. Era una persona inteligente, agradable y divertida. Recuerdo una vez, cuando pasó cerca, que un pensamiento cruzó por mi mente: ¿Cómo puede, gente tan inteligente, dirigir políticas tan estúpidas?

Desde entonces, cuanto más me iba concentrando en otras insurgencias, más grande se volvía mi asombro. ¿Es posible que la propia situación de la ocupación y de la resistencia condene a los ocupantes a un comportamiento estúpido e incluso convierta al más inteligente en idiota?

Hace algunos años la BBC proyectó una larga serie sobre el proceso de liberación de las antiguas colonias británicas, desde la India a las islas del Caribe. Dedicó un episodio a cada colonia. Antiguos administradores coloniales, oficiales de los ejércitos de ocupación, combatientes por la liberación y otros testigos presenciales fueron largamente entrevistados. Muy interesante y muy deprimente.

Deprimente, porque los episodios se repetían casi exactamente. Los gobernantes de cada colonia calcaban los errores cometidos por sus predecesores en el episodio anterior. Albergaron las mismas ilusiones y sufrieron las mismas derrotas. Nadie aprendió ninguna lección de su predecesor, incluso cuando el predecesor era uno mismo, como en el caso de la policía británica que fue transferida de Palestina a Kenia.

En su denso libro, Polk describe las insurrecciones principales de los últimos 200 años, las compara entre sí y esboza conclusiones obvias.

Cada insurrección es, por supuesto, única y diferente de todas las demás, porque los antecedentes son distintos como lo son las culturas de los pueblos ocupados y de los ocupantes. Los británicos son diferentes de los holandeses y ambos de los franceses. George Washington era diferente de Tito, y Ho Chi Minh de Yasser Arafat. Hay, incluso a pesar de eso, una similitud asombrosa entre todas las luchas de liberación.

Para mí la lección principal es ésta: desde el momento en que el pueblo en general abraza a los rebeldes, la victoria de la rebelión está asegurada.

Esa es una regla férrea: una insurrección apoyada por la población está destinada a ganar, independientemente de las tácticas que adopte el régimen de la ocupación. El ocupante puede matar indiscriminadamente o ejercer métodos más humanos, torturar a los combatientes por la libertad capturados hasta matarlos o tratarlos como prisioneros de guerra; a la larga no hay diferencias. El último de los ocupantes puede embarcar en un buque en una ceremonia solemne, como el Alto Comisionado británico en Haifa, o puede luchar por un sitio en el último helicóptero, como los últimos soldados de EEUU en el tejado de la embajada estadounidense en Saigón: la derrota era segura desde el momento en que la insurrección alcanzó un punto determinado.

La auténtica guerra contra la ocupación tiene lugar en las mentes de la población ocupada. Por consiguiente, la tarea principal del combatiente por la libertad no es luchar contra la ocupación, como pudiera parecer, sino ganarse el corazón de su pueblo. Y en el otro lado, la tarea principal del ocupante no es matar a los combatientes por la libertad, sino impedir que la población los abrace. La batalla es por el corazón y la mente de los pueblos, sus pensamientos y emociones.

Esa es una de las razones por las que los generales casi siempre fracasan en su lucha contra los combatientes de la liberación. Un funcionario militar es la persona menos adecuada para la tarea. Toda su educación, su manera de pensar, todo lo que ha aprendido se opone a esta importante tarea. Napoleón, el genio militar, fracasó en su intento de vencer a los combatientes por la libertad de España (donde se acuñó originalmente la palabra guerrilla -guerra pequeña-) no menos que el general estadounidense más tonto en Vietnam.

Un oficial militar es un técnico entrenado para ejecutar un trabajo determinado. Ese trabajo no es pertinente para luchar contra un movimiento de liberación, a pesar de su adecuación superficial. El hecho de que un pintor de brocha gorda trate con colores no lo convierte en un pintor de retratos. Un excelente ingeniero hidráulico no se convierte en un fontanero experimentado. Un general no entiende la esencia de una insurrección nacional y por consiguiente no llega a enfrentarse con sus reglas.

Por ejemplo, un general mide su éxito por el número de enemigos muertos. Pero la organización combatiente clandestina se vuelve más fuerte cuantos más combatientes muertos puede presentar ante el pueblo, que los identifica con los mártires. Un general aprende a prepararse para la batalla y ganarla, pero sus rivales, los combatientes de la guerrilla, evitan por completo la batalla.

El gran Che Guevara definió bien las fases por las que pasa una guerra clásica de liberación: «Hay un bando parcialmente armado que al principio se refugia en algún lugar remoto, de difícil acceso (o en una población urbana, agregaría yo). Asesta un golpe de suerte contra las autoridades y se le unen unos pocos campesinos descontentos, jóvenes idealistas, etc., después contacta con la población y lleva a cabo ataques por sorpresa. Cuando nuevos alistamientos engrosan sus filas se enfrenta a una columna enemiga y destruye sus elementos principales. A continuación el bando organiza campamentos semipermanentes y adopta las características de un gobierno en miniatura…» y así sucesivamente.

Para tener éxito desde el principio, los insurgentes necesitan una idea que encienda el entusiasmo de la población. La población se une a su alrededor y les proporciona ayuda, cobijo e información. De esta fase en adelante, todo lo que hagan las autoridades de la ocupación ayuda a los insurgentes. Cuando los combatientes por la libertad mueren, muchos otros avanzan e inflan sus filas (como hice yo en mi juventud). Cuando los ocupantes imponen un castigo colectivo a la población sólo refuerzan su odio y su ayuda mutua. Cuando tienen éxito capturando o matando a los líderes de la lucha por la liberación, otros líderes ocupan el lugar, como la Hidra de la leyenda griega, a la que le crecían nuevas cabezas por cada una de las que Hércules cortaba.

Frecuentemente las autoridades de la ocupación tienen éxito, causan una fractura entre los luchadores de la libertad y consideran que han conseguido una importante victoria. Pero todas las facciones siguen combatiendo al ocupante por separado y compiten entre sí, como están haciendo actualmente Fatah y Hamás.

Lástima que Polk no dedique un capítulo especial al conflicto israelopalestino, pero no es muy necesario. Podemos escribirlo nosotros según nuestro entendimiento.

Durante los 40 años de ocupación, nuestros líderes políticos y militares han fracasado en la lucha contra la guerra de guerrillas palestina. No son ni más estúpidos ni más crueles que sus predecesores -los holandeses en Indonesia, los británicos en Palestina, los franceses en Argelia, los estadounidenses en Vietnam o los soviéticos en Afganistán-. Nuestros generales sólo los ganan a todos en arrogancia; en su creencia de que son los más inteligentes y en que la «cabeza judía» inventará nuevas patentes en las que todo esos goyim (no judíos) nunca podrían pensar.

Desde el tiempo en que Yasser Arafat tuvo éxito ganándose los corazones de la población palestina y uniéndola alrededor del deseo ardiente de liberarse de la ocupación, la lucha ya estaba decidida. Si nosotros hubiéramos sido sabios, habríamos llegado a un acuerdo político con él en aquel momento. Pero nuestros políticos y generales no son más sabios que todos los demás. Y por eso seguiremos matando, bombardeando, destruyendo y desterrando, con la estúpida creencia de que golpeando sólo una vez más, la tan esperada victoria aparecerá al final del túnel; sólo para descubrir que el oscuro túnel nos ha llevado a un túnel todavía más oscuro.

Como pasa siempre, cuando una organización de liberación no logra sus objetivos, surge otra más radical a su lado o en su lugar y se gana los corazones de la población. Hamás, igual que las organizaciones adscritas a Fatah. El régimen colonial que no alcanza un acuerdo a tiempo con la organización más moderada al final se ve obligado a llegar a un acuerdo con la más extrema.

El general Charles de Gaulle tuvo éxito haciendo la paz con los rebeldes argelinos antes de alcanzar esa fase. Un millón y cuarto de colonos escucharon una mañana que el ejército francés iba hacer el equipaje en una fecha determinada y que se iba a casa. Los colonos, muchos de ellos de cuarta generación, se apresuraron a salvar sus vidas sin obtener compensación alguna (a diferencia de los colonos israelíes que salieron de la Franja de Gaza en 2005). Pero nosotros no tenemos ningún de Gaulle. Estamos condenados a seguir eternamente.

Si no fuera por las terribles tragedias de las que damos testimonio todos los días, podríamos sonreír ante la patética impotencia de nuestros políticos y generales que se apresuran aquí y allá sin saber de dónde puede venir su salvación. ¿Qué hacer? ¿Matarlos de hambre a todos? Eso ha llevado al derrumbamiento del muro en la frontera de Gaza con Egipto. ¿Matar a los líderes? Ya hemos matado al jeque Ahmed Yassin y a muchos más. ¿Ejecutar la «Gran Operación» y volver a ocupar toda la Franja de Gaza? Ya hemos invadido dos veces la Franja. Esta vez encontraremos guerrillas mucho más capacitadas que se están arraigando todavía más en la población. Cada tanque y cada soldado se convertirán en un blanco. El cazador bien puede convertirse en la presa.

Así, ¿qué podemos hacer que ya no hayamos hecho?

En primer lugar, conseguir que cada soldado y cada político lean el libro de William Polk, junto con uno de los buenos libros sobre la lucha argelina.

Segundo, hacer lo que todos los regímenes de la ocupación han hecho al final en todos los países donde la población se ha levantado: alcanzar un acuerdo político con el que ambos bandos puedan convivir y del que los dos se puedan beneficiar. Y salir.

Después de todo, el final no está en duda. La única cuestión es cuántos muertos más, cuánta destrucción más y cuánto sufrimiento más hay que perpetrar antes de que los ocupantes lleguen a la conclusión ineludible.

Cada gota de sangre derramada es una gota de sangre desperdiciada.

Original en inglés: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1202631015/

Carlos Sanchis y Caty R. pertenecen a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.