Traducido para Rebelión por Carlos Sanchís
Yasser Arafat es uno de los grandes líderes surgidos después de la Segunda Guerra Mundial.
La estatura de un líder no se determina únicamente por la dimensión de sus logros, sino también por la de los obstáculos que tuvo que superar. En ese aspecto, Arafat no tiene parangón en el mundo: ningún líder de su generación ha tenido que enfrentarse a las adversidades que a él le han tocado.
Cuando irrumpió en la historia, al final de los años cincuenta, su pueblo estaba cercano al olvido. El nombre de Palestina había sido borrado del mapa. Israel, Jordania y Egipto habían devorado el país entre ellos. El mundo había decidido que no existía ninguna entidad nacional palestina, que no existía tal pueblo palestino, tal como ocurrió con las naciones indígenas americanas.
Dentro del mundo árabe la «causa palestina» apenas se mencionaba, sólo servía como una pelota a la que se daban puntapiés de un lado a otro, sin rumbo, entre los regímenes árabes. Cada uno de ellos intentó utilizarla para servir a sus propios egoístas intereses, mientras era brutalmente derribada cualquier iniciativa palestina independiente. Casi todos los palestinos vivían bajo dictaduras, la mayoría de ellos en humillantes condiciones.
Cuando Yasser Arafat, por entonces un joven ingeniero radicado en Kuwait, fundó el Movimiento de Liberación Palestino (Al-Fatah), se propuso en primer lugar desembarazarse de varios líderes árabes, para permitir al pueblo palestino hablar y actuar por sí mismo. Ésa fue la primera revolución del hombre que hizo al menos tres grandes revoluciones durante su vida.
Y era una misión de peligro extremo. Al-Fatah no tenía base alguna independiente. Tenía que funcionar en países árabes, a menudo bajo persecuciones implacables.
Por ejemplo, un día toda la dirección del movimiento, Arafat incluido, fue a parar a la cárcel por decisión del dictador sirio de entonces, acusados de desobedecer sus órdenes. Sólo Umm Nidal, esposa de Abu Nidal, quedó libre y tuvo que asumir el mando de los combatientes.
Esos años fueron formativos en el característico estilo de Arafat. Maniobró entre los líderes árabes con una habilidad inaudita, usó trucos, dobles discursos y medias verdades para escapar a trampas y sortear los obstáculos. Se convirtió en un campeón mundial de la manipulación. Este estilo ahorró a su movimiento de liberación muchos peligros, por entonces imposibles de afrontar dada su extrema debilidad, hasta convertirlo en una fuerza potente.
Gamal Abdel Nasser, el gobernante egipcio que por entonces era un verdadero héroe para el mundo árabe, estaba inquieto por la fuerza palestina independiente que emergía. Para ahogarla a tiempo, creó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y puso al frente a un político palestino a sueldo, Ahmed Shukeiri. Pero después de la derrota vergonzosa de los ejércitos árabes en 1967 y la victoria electrizante de los combatientes de Al-Fatah contra el ejército israelí en la batalla de Karameh (en marzo de 1968), Al-Fatah cogió el poder de la OLP y Arafat se convirtió en el líder indiscutible de la lucha palestina.
A mediados de los 60, Yasser Arafat empezó su segunda revolución: la lucha armada contra Israel. La pretensión era casi absurda: un manojo de guerrilleros pobremente armados, de no muy eficiente preparación, contra el poderío del ejército israelí. Y no en un país de intransitables selvas y cordilleras, sino en un pedazo de tierra pequeña, llana y densamente poblada. Pero esta lucha puso la causa palestina en la agenda mundial. Debe decirse francamente: sin los ataques mortíferos, el mundo no habría prestado la menor atención a las reclamaciones palestinas de libertad.
Como resultado, la OLP fue reconocida como la única representante legítima del pueblo palestino, y hace treinta años que Yasser Arafat fue invitado a dar su histórico discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: «En una mano llevo el fúsil y en la otra un ramo de olivo…»
Para Arafat, la lucha armada fue simplemente un medio, nada más que eso. Ni una ideología, ni un fin en sí mismo. Estaba claro para él que este instrumento daría vigor al pueblo palestino para ganar el reconocimiento del mundo, pero que no vencería a Israel.
En octubre de 1973 la guerra de Yom Kippur originó otro giro en su perspectiva. Vio cómo los ejércitos de Egipto y Siria, después de haber logrado una victoria inicial por sorpresa, concluyó en una derrota ante el ejército israelí. Esto le convenció finalmente de que Israel no podía ser derrotado por la fuerza.
Por lo tanto, inmediatamente después de esa guerra, Arafat empezó su tercera revolución: decidió que la OLP debía alcanzar un acuerdo con Israel y aceptar un estado palestino en Cisjordania y Gaza.
Eso le enfrentó a un desafío histórico: convencer al pueblo palestino que abandonara su posición histórica, que negaba la legitimidad del estado de Israel, y darse por satisfecho con un mero 22% del territorio palestino previo a 1948 Sin declararlo explícitamente, estaba claro que esto también conllevaba renuncias acerca del retorno ilimitado de refugiados al territorio de Israel.
Desde 1974, fui testigo directo de los esfuerzos de Arafat por conseguir que su pueblo aceptara su nueva propuesta. Paso a paso, el Consejo Nacional Palestino (el parlamento en el exilio) adoptó en primer lugar una resolución para preparar una autoridad palestina en el territorio palestino liberado de Israel y en 1988 preparó a su pueblo para un estado palestino al lado de Israel.
La tragedia de Arafat (y la nuestra) fue que siempre que se acercó a una solución pacífica, los gobiernos israelíes se apartaron de ella. Sus condiciones mínimas estaban claras y permanecieron inalterables desde 1974: un estado palestino en Cisjordania y Gaza, la soberanía palestina sobre Jerusalén Este ( incluida la Montaña del Templo, pero excluyendo el Muro de las Lamentaciones y el barrio judío); la restauración de la frontera previa a 1967, con la posibilidad de establecer intercambios limitados e iguales de territorio; la evacuación de todos los asentamientos israelíes en suelo palestino y la solución del problema de los refugiados palestinos en consenso con Israel. Para los palestinos es esto lo mínimo que pueden aceptar.
Quizá Isaac Rabin estuvo cerca de esta solución hacia el fin de su vida, cuando declaró en la televisión que «Arafat es mi compañero». Todos sus sucesores lo rechazaron. No hicieron nada por abandonar los asentamientos; al contrario, los ampliaron continuamente. Se resistieron a cada esfuerzo por acordar una frontera final, asumiendo la exigencia sionista de expansión perpetua. Por consiguiente, vieron en Arafat un enemigo peligroso e intentaron destruirlo por todos los medios, incluso con una campaña inaudita de demonización. Así lo hizo Golda Meir («no hay cosa tal que pueda llamarse pueblo palestino»). Así lo hizo Menachem Begin («Un animal en dos patas… El hombre con pelo en su cara…. El Hitler palestino»). También Benjamín Netanyahu. Y Ehud Barak («Yo le he arrancado la máscara»). Y Ariel Sharon, que intentó matarlo en Beirut y no ha parado de intentarlo desde entonces.
Ningún otro militante de la causa de la liberación en el último medio siglo se ha enfrentado obstáculos tan inmensos. No se enfrentó a un odiado poder colonial o a una minoría racista despreciable, sino a un estado levantado después del Holocausto y sostenido por los sentimientos de simpatía y culpa del mundo. En poder militar, económico y tecnológico, la sociedad israelí es infinitamente más fuerte que la palestina. Cuando tuvo que preparar la Autoridad Palestina, no tomó un estado preexistente, como Nelson Mandela o Fidel Castro, sino pedazos de territorio desconexos y empobrecidos, cuya infraestructura había sido destruida por décadas de ocupación. No se puso al frente de una población que se mantenía unida en su tierra, sino de un conjunto de refugiados dispersos en muchos países y de una sociedad fracturada en diferencias políticas, económicas y religiosas. Todos esto mientras la batalla para la liberación seguía su curso.
Unir este rompecabezas y llevarlo hacia su destino bajo semejantes condiciones, paso a paso, ha sido el logro histórico de Yasser Arafat.
Los grandes hombres tienen grandes defectos. Uno de Arafat fue su inclinación a tomar todas las decisiones, en especial desde que todos sus allegados más cercanos fueran asesinados. Como ha dicho uno de sus críticos más severos: «No fue su error sino el nuestro. Durante décadas era nuestra costumbre eludir toda toma de decisión que implicara valor e intrepidez. Siempre deciámos: dejemos que decida Arafat».
Y decidió. Como un verdadero líder, se puso al frente y condujo a su pueblo. Así, se enfrentó a los líderes árabes, inició la lucha armada, le extendió su mano a Israel. Debido a este valor, se ganó la confianza, admiración y amor de su pueblo, incluso la de su críticos.
Con la muerte de Arafat, Israel pierde a un gran enemigo dispuesto a ser un gran compañero y aliado. Cuando los años pasen, su estatura crecerá cada vez más en la memoria histórica.
En cuanto a mí: le respeté como patriota, lo admiré por su valor, entendí las limitaciones bajo las cuales trabajó, vi en él al compañero para construir un nuevo futuro para nuestras pueblos. Yo fui su amigo.
Como Hamlet dijo sobre su padre: «Él fue un hombre en todos los sentidos; no llegaré a ser como él.»