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El muro de la locura de Israel

Un paisaje de alambre

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

Altos del Golán.

Si alguien exclamara: «¡Israel, Palestina y Altos del Golán! Y tuviera tan sólo dos segundos para describir lo primero que se le viniera a la cabeza…»

Yo pondría de inmediato en palabras dos imágenes: «Un manicomio y una bolsa enorme llena de enredados cables profesionales».

Manicomio, porque ¿cómo describir de otra manera todas esas largas décadas de mentiras, medias verdades y engaños? ¿Cómo describir de otra manera el estado de cosas cuando el lenguaje pierde su significado, las palabras se convierten en chirridos fragmentados y los gritos y las personas no parecen poder comunicarse las unas con las otras?

Me vienen a la mente los cables porque no sólo soy escritor sino también director de cine y fotógrafo. No por elección, sino sencillamente porque de vez en cuando, más bien muy a menudo, siento también que las palabras no bastan para describir la realidad. Mientras trabajo tengo que utilizar cables, muchos cables. Y odio los cables: todos esos cargadores, puertos firewire y USB y otros chismes. Los pones en una bolsa y se te enredan todos; nunca puedes separarlos, ordenarlos y encontrar los dos extremos.

Y eso es en lo que esta antigua parte del mundo se ha convertido: una red enorme de cables, recubiertos de locura.

El muro, desgarrando el territorio palestino

* * *

Durante un momento, vamos a dejar la política a un lado. Abordemos las cuestiones más prácticas: cómo podemos movernos del punto A al punto B.

¿Cómo voy de Rafah a Ramallah? Ya ven, incluso ahora, mi Word me da dos errores en ambos nombres, por eso, quizá no existan en realidad, ¿o es que no tienen importancia?

¿Cómo hacen los palestinos para viajar desde Belén a Ciudad de Gaza?

¿Cómo van los hombres y mujeres desde los Altos del Golán ocupadas por Israel a su patria, Siria, y cómo se reúnen con sus familiares? Y no cometamos errores técnicos, en virtud del derecho internacional las gentes que habitan en los Altos del Golán están realmente viviendo de jure en Siria porque ningún gobierno ha reconocido la ocupación de Israel. Pero están incorporados también a Israel, a diferencia de los habitantes de Gaza y Cisjordania.

Pero todos sabemos, desde luego, que para llegar a Majdal al-Shams, la ciudad más grande de los Altos del Golán, uno no vuela hasta Damasco sino a Tel Aviv.

¿Se les está poniendo ya dolor de cabeza? Respiren un poco porque la cosa va ir a peor.

¿Dónde entran los jordanos y saudíes que deciden visitar Cisjordania? ¿En Palestina o en Israel? Los saudíes apenas pueden pronunciar incluso la palabra «Israel» (una sucia palabra, aunque, paradójicamente, son uno de sus estrechos aliados, de facto, en la región) y menos aún viajar allí. ¿Podrían, al menos teóricamente, entrar en Cisjordania?

Si tienes un sello israelí en tu pasaporte, no puedes visitar la mayoría de los países árabes. Pero Cisjordania es Palestina, aunque esté aún ocupada, fragmentada y controlada por Israel. ¿Qué es entonces lo que te ponen en el pasaporte? ¿Conseguiría ver un visitante saudí la estrella de David estampada en las páginas de su refinado pasaporte?

Como extranjero, yo puedo aterrizar en Tel Aviv y dirigirme a Gaza o Cisjordania. ¡Pero no los ciudadanos israelíes!

Recuerdo que cuando comenzó la última Intifada, alquilé un coche que tenía un conductor israelí que era comunista, un brillante estudiante de historia, que me dejó ante la fortificada frontera con Gaza y después empezó una lucha épica con los guardias de frontera israelíes, insultándoles y repitiendo una frase sencilla y legítima, en inglés, ciertamente para divertimento mío. Decía cosas como ésta: «¡Mamones, estáis bombardeando este lugar a costa de los impuestos de mis padres y de los míos! ¡Tengo derecho a ir y ver cómo mi propio ejército asesina civiles!».

La conversación siguió finalmente en hebreo y ya no pude seguirla. Pero algo pude captar.

Finalmente, los guardias de frontera me dejaron pasar. ¡Que conste que no iba a Gaza precisamente a divertirme! Al poco rato de haber cruzado, mi compartido taxi se hallaba bajo el fuego de un helicóptero israelí y tan sólo unas cuantas horas después me encontraba trabajando en el tristemente célebre Hospital Shifa, lleno de hombres a quienes les habían disparado en los testículos, en la cabeza o en alguna de las extremidades.

Varios días después conseguí cruzar al Sinaí egipcio, mientras los pobres palestinos de Gaza seguían allí como sardinas en lata, encerrados, sin poder ir a ninguna parte. Primero les cerraron su flamante aeropuerto y luego se lo destrozaron.

Belén, al otro lado

* * *

Mientras que los israelíes no pueden ir a Cisjordania o Gaza, excepto en vehículos blindados y con las armas apuntando en todas las direcciones, la gente de Gaza y Cisjordania puede ir, al menos en teoría, a Israel. Pero sólo si logran conseguir los permisos necesarios. Y, para los habitantes de Cisjordania, conseguir esos permisos es difícil y humillante, mientras que para la población de Gaza, el proceso es cruel, insultante y de resultados casi imposibles.

«Hacen que los palestinos dependan completamente de Israel», me explicaba Tami Sheleff que está ayudando al pueblo palestino a conseguir los permisos de trabajo israelíes. Tami es voluntaria en una organización judía llamada Border Watch. «Que vivas o mueras depende a menudo de si trabajas o no en Israel. Un pobre hombre me decía hace poco: ‘Sé que no debería cruzar ilegalmente. Si me atrapan, ¡estoy acabado! Pero no tengo otra opción’. E incluso aunque consigas el permiso, la vida no siempre es fácil. Los trabajadores están a merced de sus jefes: que pueden ser judíos y árabes, y los árabes no son necesariamente mejores patronos. A menudo son colaboracionistas árabes los que contratan trabajadores palestinos. Y después tienen un poder absoluto sobre ellos».

* * *

Todo es un desastre absoluto. En la vida real, mis molestos cables imaginarios son sustituidos por afiladísimas alambradas fronterizas, por varias capas de cables de alta tensión, por los cables que «decoran» los muros de hormigón que separan a comunidades enteras, a colegios de ciudades, a ciudades de ciudades, a campos de ciudades.

He escrito que los israelíes tienen prohibido entrar en los territorios ocupados excepto cuando llegan a bordo de sus tanques. Pero hay una clara excepción para los civiles israelíes: pueden ir a Palestina para apoderarse de la tierra palestina y convertirse en «colonos», que es lo que muchos de ellos deciden hacer. En ese caso, pueden utilizar carreteras especiales y flashear en los controles sus especiales documentos de identidad.

* * *

Cuando íbamos conduciendo por la autopista 6, de Haifa a Jerusalén, mi colega del PC, abogada y defensora de los derechos humanos, Lynda Brayer, estaba empezando obviamente a albergar secretos deseos de asesinarme con sus propias manos.

Veo las ciudades palestinas a la izquierda y le pido que dejemos la autopista y vayamos por una carretera local. Mi argumento es que necesito conducir a través de las ciudades palestinas, una y otra vez, para captar bien la situación. El punto de vista de Lynda es que así «no vamos a conseguir llegar nunca a Jerusalén» porque hay inacabables controles por las carreteras secundarias que atraviesan Cisjordania.

Discutimos. Lynda grita: «Mis hijos te buscaron en Google y me advirtieron que si trabajaba contigo, probablemente volvería a casa en una bolsa para transportar cadáveres». Satisfecho con el hecho de que mi buena reputación hubiera llegado hasta Israel y Palestina, adopto una actitud conciliatoria. Pregunto: ¿Por qué demonios no podemos coger realmente las carreteras locales?»

«No puedo ir allá», contesta. «Tú sí, pero yo no».

En algún momento dejamos la carretera 6 y entramos en la 423. Y ahí está, ante mis ojos, todo por lo que estaba preguntando: Las imágenes de la locura de la ocupación. La carretera se comprime entre dos altos muros de hormigón, tan altos que el Muro de Berlín parecería enano en comparación. Las torres de vigilancia están por todas partes -de tamaño grande y mediano- y el alambre de púas es como la guinda en el pastel que decora todas esas monstruosidades.

Tenemos que atravesar el puesto de control. Pocos minutos después, Lynda explica: «Allí, ese colegio que ves a la izquierda… Los niños tienen que atravesar el túnel subterráneo para llegar desde sus hogares. Hay asentamientos judíos en medio y a los niños no se les permite atravesarlos».

No veo más que alambradas, alambradas por todas partes. Apenas puedo reconocer el colegio.

Muro israelí desde el lado palestino

* * *

Desde la terraza del Instituto Ecuménico Tantur, en Jerusalén, uno puede disfrutar de dos vistas excelentes: una es la de la sede de los servicios secretos israelíes y la otra es la del monstruoso muro, que envuelve la ciudad palestina de Belén.

Por ahora estoy ya harto de muros; enfermo de muros; los muros me dan ganas de vomitar.

Durante varios días estuvimos desplazándonos por los Altos del Golán ocupados por Israel, con casi nada más que muros y alambradas alrededor. Hay varias alineaciones de alambradas de espino de alta tensión entre el Golán ocupado y Siria, entre Israel y el Líbano. Alambradas y campos minados; viejas alambradas oxidadas y nuevas alambradas brillantes, todo tipo de alambradas. ¡A la industria del acero israelí debe irle estupendamente bien!

Después de días y días viendo alambradas, empiezas a preguntarte dónde está la gente, parecen tan pequeños; escondidos en algún lugar tras las alambradas, humillados por las alambradas, separados por las alambradas.

Llega un momento en que empiezas a volverte loco con todas esas alambradas y eres capaz de plantearte cómo sería casarte con una alambrada, hacer el amor con una alambrada, tener una linda alambrada de mascota.

Es entonces cuando comprendes que es hora ya de irte de Israel y de los territorios ocupados, de marcharte a toda velocidad. Claro que puedes hacerlo, cuando quieras, pero ¡los palestinos no pueden! ¡Están atrapados en esas alambradas sangrientas!

* * *

En la última tarde que pasé en esta parte del mundo, antes de volver a El Cairo, estuve vagando alrededor de la ciudad vieja de Jerusalén. Como siempre, la ciudad aparecía magnífica, una de las áreas urbanas más grandiosas del planeta.

¿Jerusalén o Al-Quds? Según el Word de mi ordenador, definitivamente Jerusalén, porque «Al-Quds» aparecía, al igual que todas las ciudades palestinas, subrayada en rojo, mostrándolas por tanto como un error.

Pero incluso Jerusalén aparece dividida. Ahí las alambradas son imaginarias, no son reales, al menos la mayoría de ellas.

Le pedí a un comerciante árabe que me dijera cómo ir a la Mezquita de Al-Aqsa. Me preguntó que si era musulmán. Le contesté que no tenía religión pero que quería ver la mezquita. Empezó a gritar insultos en árabe. Después se me acercó un niño que se ofreció a llevarme hasta el Monte del Templo y la Cúpula de la Roca. Una anciana nos escuchó y empezó a regañar al niño, aleccionándole de que llevarme allí sería haram.

Finalmente, me fui solo, preguntando por la dirección. Me encontré que la entrada principal estaba vigilada por dos guardias israelíes. «¿Eres musulmán?». «No», le dije, «no tengo religión». «Entonces no puedes entrar, es sólo para ellos».

Telefoneé a mis amigos. «No van a dejarte entrar», me explicaron. «Hace unos cuantos días, un grupo de judíos entró en la Mezquita de Al-Aqsa e intentó rezar allí».

«Eso debía ser normal durante el Califato de Córdoba», estuve a punto de decir, pero cambié de opinión. Son épocas muy diferentes.

Sentí que una atmósfera de desconfianza, pesada y dura, envolvía toda la ciudad vieja.

En algún momento me encontré ante una de las puertas que llevaban al Monte del Templo. Un guardia compasivo me dejó llegar hasta la entrada. «No cruzar. No entrar». Los perímetros están por todas partes, algunos son imaginarios y otros reales; y las prohibiciones van amontonándose unas encima de otras.

Para llegar al Muro Occidental o «Muro de las Lamentaciones», uno tiene que atravesar un complicado detector de metales, pasar por un control real de seguridad.

Mientras caminaba me iba preguntando si esta ciudad vivirá en paz algún día, si alguna vez se sentirá a gusto.

Cerca del Muro, en un pequeño café, pregunté por la dirección. Voy a reunirme con Lynda en la calle Saladino, que está en Jerusalén Este. El propietario me mira duramente. «¡Ni idea de dónde está!», me contesta con rudeza.

Camino y después le pregunto a un vendedor con pinta de árabe por la dirección: «Camine todo derecho, todo recto hasta el final, durante unos quince minutos», me contesta. «Salga por la Puerta de Damasco y se encontrará con la muralla antigua».

Sigo su consejo. Salgo, atravieso la Puerta de Damasco y después veo la Muralla, bella e histórica. Pero no me importa. A estas alturas, para mí un muro es muro. Y todos los muros me ponen enfermo, asqueado. Tengo el estómago revuelto, siento que voy a vomitar.

Bajo la mirada y me disculpo ante este maravilloso muro que forma parte del patrimonio histórico mundial de la UNESCO. Pero no hay nada que pueda hacer, son demasiados muros. Camino rápidamente hacia la calle con el nombre del gran sultán antiimperialista que, hace muchos siglos, echó a los europeos de estas trágicas tierras: el sultán Saladino.

Agentes de policía palestinos

* * *

«Corramos hacia Belén, a Palestina», le sugiero a Linda cuando me recoge con el coche frente a la comisaría.

«No puedo», me dice. Entonces, tras unos momentos de duda exclama: «OK, vamos, podemos ir por carreteras secundarias».

Ha oscurecido y tenemos que detenernos en la autopista, ante uno más de esos sofisticados puestos de control. Hacemos un giro en U, después salimos de la carretera y ascendemos por la colina. La policía nos detiene. Lynda les habla en hebreo. Tiene la cabeza cubierta con un pañuelo y encima un elaborado sombrero. Piensan que somos dos colonos judíos y nos dejan pasar.

«Vivía antes por aquí», explica Lynda. «Fui la abogada que fundó la ‘Sociedad de San Yves; el Centro Católico por los Derechos Humanos».

Lo conseguimos. Ahora estamos conduciendo por Belén y Lynda va maldiciendo. «Lo han cambiado todo. Todas estas carreteras son ahora de sentido único. No reconozco nada».

Pero yo estoy riéndome ahora. Tras varios días en los Altos del Golán, después de todos esos muros, las reliquias de la ocupación y después de los últimos artefactos de la ocupación, es lo más lógico que puede pasar, terminar mi trabajo aquí -en Palestina- de noche.

«Vamos a despilfarrar ahora», me informa Lynda. «Inyectemos algo en la economía palestina. Yo invito. Visitemos el magnífico Hotel Jacir Palace, construido durante el Imperio otomano hace más de cien años». Me enseña su Centro de Derechos Humanos del cual la iglesia católica romana la eliminó sumariamente ¡porque Israel pensaba que ella «les era hostil»! Y nos detuvimos durante algunos segundos en alguna glorieta.

Entonces lo vi. ¡Maldita sea!, grité. Ahí está EL MURO, el muro israelí, desde el lado palestino. Es una cosa enorme, más grande que la vida y es lo más vomitivo que he visto nunca. Hay una torre de vigilancia incorporada. De alguna manera parece que fuera una piraña, ¡sólo que sin los dientes!

Hay un graffiti que dice: «Esta es una tierra ilegalmente ocupada. Estado de Palestina: 194». Y después unos cuantos carteles más: ¡Iros de Palestina, poned fin al terror! Y: ¡La revolución empezó aquí! Y proseguirá…»

Pienso en Egipto, en Port Said, en la Plaza Tahrir y en las luchas frente al Palacio Presidencial en El Cairo. Pienso en el Presidente Mursi y su gobierno, quienes, con el más absoluto rencor hacia el pueblo palestino, inundaron recientemente el túnel que conectaba Gaza con el Sinaí. Destruyó la única línea de vida con que el pueblo de Gaza contaba. «¡Menuda solidaridad!», pensé. ¡La revolución empezó aquí!… En el Jacir Palace, que ahora pertenece a la cadena Intercontinental, un camarero -Hassan- intenta poner en perspectiva toda esta locura, las restricciones, prohibiciones y divisiones de la ocupación.

«Cuando viajo, lo hago con mi pasaporte palestino», contesta a nuestra pregunta. «No puedo viajar a Israel sin el permiso».

¿Y para ir a la capital de Palestina, a Ramallah?

«Puedo ir vía Wadi Naar, el ‘Valle del Fuego’, a través de los controles israelíes. Me puede llevar fácilmente casi dos horas, aunque está muy cerca, a un tiro de piedra».

Lynda murmura que para ir desde Ramallah a Jerusalén, quienes tienen el permiso, necesitan en ocasiones tres horas. ¡En solo un trayecto!

¿Y qué ocurre cuando quieres ir a Gaza?

«Esa es otra historia. No podemos ir, a menos que consigamos el permiso de Israel, lo cual es prácticamente imposible».

«Nosotros -los israelíes- no podemos ir en absoluto», dice Linda. «En teoría puedes ir, pero tienes que conseguir un permiso y eso requiere el esfuerzo de Sísifo».

«¿Conoces a alguien de aquí, de Belén, que consiguiera viajar a Gaza?», pregunto.

«No», contestó el camarero.

Se nos dijo que durante la temporada alta, este magnífico hotel de estilo otomano se llena de visitantes rusos, coreanos y japoneses. Pero muy pocos árabes vienen aquí. ¿Pueden venir o no?

La cabeza me da vueltas ya con tanto cable, muros y restricciones.

Pasamos al lado de dos agentes de policía. «Hazles una foto», dice Lynda. Fotografío a los dos muchachos de uniforme, con los cascos en la mano. Sonríen; incluso posan para nosotros.

«Bienvenidos a Palestina», dicen con una sonrisa.

«Gracias», les contestamos, mientras nuestros ojos caen sobre la monstruosa torre israelí tan sólo unos pasos más allá.

Más tarde, de madrugada, en el coche, mientras nos acercamos al control israelí antes de entrar en Jerusalén, le pregunto a Lynda:

«Cuando estás en Tel Aviv o Haifa, puedes olvidarte de toda esta realidad y vivir en uno de los países más ricos y cómodos de la tierra, ¿verdad?

«Así es», contesta. «Siempre que olvides lo que Israel le está haciendo a los palestinos y a otros, puedes tener un ambiente de gran cultura, sofisticación y comodidades».

«¿Conoce la gente la situación? ¿Les preocupa?»

«La mayoría prefiere ignorarlo», contesta. «Prefieren vivir en lo que aquí se llama ‘la burbuja’. Les considero unos egoístas. Prefieren no ver, no saber». Conducimos en silencio durante unos instantes.

«Todos esos muros que hemos visto», digo. «Todos esos cables… no va a ser fácil desmantelarlo todo».

«No va a ser nada fácil», coincide Lynda.

«Ahí es donde falla la falta de ficción», sugiero. «Tanta gente sabe, en teoría, que todo es un error. Podemos ofrecerles cifras, análisis, las resoluciones de la ONU apoyadas por el mundo entero pero bloqueadas por EEUU… Podemos repetir todas esas conclusiones morales, una y otra vez…Pero ese enfoque ha fracasado durante años y décadas. Nada ha cambiado».

«¿Qué podría ayudar, entonces?»

«No tengo ni idea. Poemas, canciones, películas, ficción…», pienso en voz alta. «El muro, Los Muros; no los sienten como reales, ¿verdad? Es como si no existieran… Si realmente los sintieran, sería demasiado demencial. Quizá debiéramos intentar demostrar que existen solo en nuestra imaginación; que no son reales, solo una pesadilla. Y si conseguimos demostrarlo, es posible que puedan finalmente desaparecer…»

«Inténtalo», me dice.

«Es sólo una idea», le digo. «Nos hemos quedado todos sin esquemas, ¿verdad?»

El Monte del Templo y el Muro de las Lamentaciones  

. * * *  

¡Qué cosas! Al irme de Israel, sentí de repente que me amaban, comprendían y apreciaban… Dos agentes del Mossad (o cualquiera que fuera la agencia a la que pertenecían) querían saber todos los detalles de mi vida. Cuántos niños tengo, sobre mis matrimonios y divorcios. Todo, querían saberlo todo. Estudiaron mi pasaporte, mis carnets de prensa, mis tarjetas de residencia, mi permiso de conducir y mis pases.

«En cuanto a éste», dijo uno de ellos con una melancólica sonrisa, señalando al carnet de corresponsal extranjero del Club de Tailandia, «No parece el mismo…»

«Ya sabe», confesé, «esta foto es de hace nueve años… he envejecido»,

«Oh, no», empezaron ambos a consolarme. «¡Tiene un aspecto estupendo! Es solo que hay algo en la foto que no casa mucho…»

Discutimos sobre mi infancia, mi juventud, mis libros y mis películas.

Me hicieron preguntas y escucharon. No he tenido nunca una relación con ninguna mujer que me hiciera tantas preguntas personales importantes y que escuchara tan atentamente mis respuestas. ¡Esos dos estaban incluso tomando notas!

La cosa duró en total al menos treinta minutos. Su jefe llegó y me hizo más preguntas. Hicimos algunas bromas. Actuaban como si fueran mis colegas. Una vez que llegaron a la conclusión de que ya sabían suficiente sobre mí, permitieron que me dirigiera hacia el mostrador de la Royal Jordanian. Me sentí un poco decepcionado: estaba empezando a disfrutar de nuestra conversación sobre mis libros y películas. No es que yo sepa mucho de confesiones, como no tengo religión… Pero así es como imaginé que debía sentirme…

«Ahora», pensé, «todo se ha pronunciado y perdonado. Todos los pecados desaparecen en el aire».

Así pues, ahora, tíos, podemos empezar desde el principio. Os patearé el trasero con toda mi fuerza hasta que liberéis vuestras colonias. ¡Hasta que nos veamos de nuevo; hasta la siguiente confesión!»

«Puedes devolver el coche», envié un mensaje de texto a Lynda, mi colega de CounterPunch, mi ‘madre judía’. «Y dile a tus hijos que estás volviendo entera a casa y no metida en una bolsa para cadáveres».

André Vltchek es novelista, cineasta y periodista de investigación. Ha cubierto guerras y conflictos en docenas de países. Su libro sobre el imperialismo occidental en el Pacífico Sur, Oceania , fue publicado por Lulu. Ha escrito un provocativo libro sobre la Indonesia post-Suharto y el modelo fundamentalista de mercado titulado » Indonesia – The Archipelago of Fear » (Pluto). Después de vivir muchos años en Latinoamérica y Oceanía, Vltchek reside y trabaja actualmente en el Este de Asia y África. Puede contactase con él a través de su website.

Lynda Burstein Brayer, es licenciada en Derecho por la Universidad Hebrea de Jersualén. Ha trabajado como abogada por los derechos humanos en Palestina/Israel. Reside en Haifa, Palestina; en la actualidad escribe críticos ensayos jurídicos y políticos. Sabe ya que los derechos humanos se inventaron para eludir los inalienables derechos políticos y económicos. Es una disidente antisionista. Puede contactarse con ella en [email protected]

Todas las fotos son de Andre Vltchek.

Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/02/22/israels-wall-of-madness/