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Un saludo desde Cuba a la victoria del FMLN

Fuentes: Ocean Sur

«Uno tiene en las manos un pequeño país. / Preguntarán qué fuimos, quiénes con llamas puras les antecedieron, / a quiénes maldecir con el recuerdo. Bien. Eso hacemos: custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.» Roque Dalton A Adalys, porque de ella es también la fiesta de ustedes Soy de una generación peculiar en […]

«Uno tiene en las manos un pequeño país. / Preguntarán qué fuimos,

quiénes con llamas puras les antecedieron, / a quiénes maldecir con el recuerdo.

Bien. Eso hacemos: custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.» Roque Dalton

A Adalys, porque de ella es también la fiesta de ustedes

Soy de una generación peculiar en la isla. Creo que no somos muchos que cargamos con esta «epopeya privada». Por lotería biológica -como diría Frei Betto- fui concebido, nacido, amamantado y criado en el banco de una iglesia. Hijo de pastores bautistas y de la más rancia herencia de los bautistas del sur de los Estados Unidos, de la cual mis padres y unos cuantos, se empeñaron en librarse, allá a por los años sesenta, bajo el impacto y los desafíos del torbellino de una revolución, por lo demás socialista y marxista-leninista.

Era una caminata con «temor y temblor» a la que apenas siendo adolescente me sumé, como lo hizo mi comunidad de creyentes: la Iglesia Bautista Ebenezer, enclavada en el popular barrio obrero de Pogolotti, en el municipio habanero de Marianao. Desde allí nos unimos al Movimiento Estudiantil Cristiano y a la Coordinación Obrero Estudiantil Bautista de Cuba, porque sentíamos que la revolución era también nuestra, y su internacionalismo, una virtud evangélica en el que también queríamos ejercer un lugar.

Vivir y repensar la misión de la iglesia en una sociedad socialista era para los más jóvenes una aventura y, para nuestros padres, una tarea con desgarramientos en medio del fuego cruzado de incomprensiones por parte de muchos en nuestras iglesias y en las filas de la Revolución. Y en el aislamiento de nuestro país, por el bloqueo y la agresión imperialista, apenas podíamos encontrarnos con las experiencias solidarias que a fuerza de pobreza y ministerio profético estaban viviendo cientos de creyentes religiosos a lo largo y ancho de Abya Yala, bajo el mismo influjo que la revolución cubana sembró sobre todo nuestro continente.

Éramos la resaca de una generación que se consagró a hacer posible lo imposible, y como ellos, seguíamos tomando aspirinas del tamaño del Sol; por nuestras manos pasaban Taberna y otros poemas y Otto René Castillo nos confirmaba que belleza, ternura, coherencia y revolución deben andar de las manos. Roque y él acudieron no pocas veces en nuestra ayuda, en la conquista de amores adolescentes y ambos suscribieron con sus vidas lo que un amigo había cantado: «lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida».

De a poco, muchos y muchas se fueron aventurando y, siguiendo vericuetos, motivos de otras historias, comenzaron a llegar a nuestra patria.

Recuerdo lo que en mi memoria fue la primera visita de tres extranjeros a mi iglesia: un chileno, un argentino y un salvadoreño.

A mediados y finales de los años setenta, las dictaduras y los peligros de las luchas en curso colocaron a muchos hermanos y hermanas de Latinoamérica en el exilio. La Comunidad Teológica de México acogía como estudiantes y profesores a muchos militantes cristianos, teólogos y teólogas, que alimentaban desde sus prácticas y compromiso revolucionario los saberes y vivencias que conforman la teología latinoamericana de la liberación. Cuba y nosotros no fuimos ajenos a ello.

Las Jornadas Camilo Torres, los Encuentros Internacionales de Teólogos y Cientistas Sociales, los Campamentos sobre la Responsabilidad Social del Cristiano, el Seminario Evangélico de Teología de Matanzas, entre otros espacios, nos acercaban a las luchas y el martirologio en el camino del Éxodo a la tierra prometida.

De la Comunidad Teológica de México llegó para estar un año entre nosotros, su rector, el pastor bautista salvadoreño Augusto Cotto y su familia. Recuerdo sus charlas en espacios ecuménicos y sus prédicas desde el púlpito de mi iglesia y que para mí fueron mis primeros abordajes a la teología de la liberación y la comunión definitiva con la lucha de pulgarcito. Años más tarde nos fue dado conocer que Cotto era capellán de una de las fuerzas que integraban el FMLN. Y murió en tareas al servicio de la lucha de su pueblo, como murieron asesinados aquellos tres jóvenes cristianos que habían visitado mi iglesia.

Mi padre viajó en 1977 para realizar estudios por unos meses en esa institución. Allí conoció a hermanos y hermanas salvadoreñas y, en particular, al pastor de la Iglesia Bautista Emmanuel de San Salvador, que desde entonces han hecho carne y sangre del seguimiento al Jesús de Nazaré. De mano en mano, como sucede con la verdad, llegaron desde El Salvador las homilías de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, los textos de sus teólogos, la extraordinaria cristología de Jon Sobrino y las canciones de Yolokamba Itá y la misa salvadoreña. La revolución sandinista nos acercó mucho más. Los campos de caña de Cuba, algodonales y cafetales de Nicaragua, juntaron el sudor de cristianos y cristianos de Cuba, Nicaragua y el Salvador.

Un día la preocupación comenzó a inundarnos a todos. Los cubanos sabemos predecir en estos menesteres. Pero también sabemos que los profetas no van a contramano. Monseñor Romero, desde su conversión por el testimonio de su pueblo y de sus sacerdotes asesinados, llevaba tiempo yendo muy lejos, tan lejos como lo exigía evangélicamente el dolor y el clamor de los suyos:

«Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: NO MATAR […] La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!»

Apenas unas horas después, al día siguiente, en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia, en el momento de invitación a la eucaristía, un disparo lo puso en el camino de la resurrección, tal como él había anunciado.

En 1984 estuve en los Estados Unidos. Con una joven amiga, hija de de un pastor y una poeta activistas estadounidenses, que había compartido «las tres gracias» -arroz, chícharo y huevo- de nuestros trabajos productivos en la isla, visité la Iglesia Riverside, templo de la solidaridad desde los años sesenta, donde el Dr. Martin Luther King, Jr., había pronunciado su sentencia a muerte, su sermón contra la guerra de Vietnam. En New Rochelle nos juntamos con su novio salvadoreño, hijo del pastor de la comunidad salvadoreña en aquella localidad. Y fuimos juntos al hogar de una familia de sus compatriotas a comer pupusas, en celebración por la casa que habían logrado adquirir a fuerza del más rudo trabajo de inmigrantes.

Un cubano y cristiano, era una rareza en aquellos lugares. Enseguida las preguntas, una tras otra, y el comentario de la señora de la casa, de uno de sus hijos, que por sus estudios en la universidad tecnológica en La Habana, seguía con pasión y mucha discreción las noticias de la isla por Radio Habana Cuba. En medio de la conversa y las deliciosas pupusas, descubro en un lugar evidentemente sagrado para la familia, rodeado de flores, la foto de aquel joven salvadoreño que había visitado mi iglesia, que si mi memoria no me traiciona, se nombraba Guillermo Castro.

Los recuerdos de aquella visita se agolparon en mi memoria, su testimonio de la lucha de su pueblo, la sangre derramada por sus mártires, entre ellos religiosas y religiosos, sacerdotes y pastores. El estremecedor asombro que revelaba mi rostro ante aquella foto y extraordinaria casualidad, llamó la atención de mis anfitriones. Y tuve que contar y volver a contar para sumar a la biografía íntima de su hijo que atesora aquella familia, su paso por La Habana y mi iglesia. El motivo y la alegría de la fiesta con aquellos salvadoreños, cedió lugar al dolor que muchos de sus hijas e hijas llevan tatuado en el alma. Algo remedió la oración intercesora y solidaria del hijo de un pastor y una pastora cubana y la esperanza contra toda esperanza que ella anima en sus hijos e hijas.

Luego nos arrebataron a Ellacuría, sus hermanos jesuitas, tantos otros, hombres y mujeres sin rostro. Y la tanta alegría y la altura del alto boliviano nos llevaron a Schafik.

Muchos años han pasado, y el paisaje después de la batalla siguió siendo dramático o peor. Con muchos salvadoreños hemos compartido luchas más recientes y en el empeño a contragolpe desde la formación y la educación popular para construir poder desde abajo. Muchos y muchas regresaron de sus seudónimos bíblicos del campo de batalla a ser hermanos y hermanas en la otra y misma batalla por un mundo donde quepan todos y todas, otro mundo necesario y posible.

No pudimos estar el domingo 15 de marzo en El Salvador en la observación internacional de las elecciones, como era nuestro deseo y mandato por nuestro trabajo de solidaridad internacional.

A la dificultad en la obtención de la visa se sumaba que nuestra compañera Adalys Vázquez, de nuestra familia y de esa otra gran familia que comparte los sueños y esperanzas desde un arduo quehacer junto al Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr. en La Habana, se acercaba al regazo de la ternura de Dios, Padre y Madre, luego trabajar con ahínco por dos años luchando al mismo tiempo con un cáncer.

El lunes fue el entierro en horas de la tarde… Ese otro y mismo dolor por la pérdida de seres queridos, nos ha colmado en estos meses por pérdidas tan duras como esta… Dormí hasta el otro día, encendí la televisión al mediodía del martes y un inmenso mar de banderas rojas golpeó mis ojos: Mauricio dedicaba el triunfo al mártir y ángel de la guarda de El Salvador y de todos nosotros, San Romero de América.

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Joel Suárez es Coordinador General del Centro Memorial Martin Luther King Jr., La Habana, CUBA