La semana que comienza el 26 de octubre se abre en el seno del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas la discusión del segundo proyecto revisado del Instrumento Jurídicamente Vinculante, un tratado que regula, en el marco del derecho internacional relativo a los derechos humanos, las actividades de las empresas transnacionales y otras empresas.
La exigencia de este tratado viene de hace muchos años. Y se hace ante la insuficiencia ejecutiva de los Principios Rectores de las Naciones Unidas sobre Empresas y Derechos Humanos, que no son más que una redacción buenista de la filosofía voluntaria de la denominada Responsabilidad Social Corporativa que no es sino un conjunto de compromisos de las empresas y sus gerencias en diferentes planos y grados, sobre el medio ambiente, libertad sindical y negociación colectiva, medidas sobre la corrupción, etc. La OCDE ha dado un paso más y los países miembros cuentan con organismos de intermediación ante denuncias por conflictos en las áreas señaladas, los Puntos Nacionales de Contacto, pero las empresas pueden negarse a participar. En ellos, los presuntos afectados de malas prácticas empresariales pueden pedir (no exigir) remedios o compensaciones por las mismas. Pero esa voluntariedad revela su insuficiencia. Todo el mundo conoce el hundimiento del edificio de fábricas textiles en Rana Plaza en Bangladesh, que tuvo como consecuencia más de mil fallecidos y que hubo empresas contratistas que «voluntariamente» se negaron a compensar a las víctimas. También es sabido que Texaco, la actual Chevron, se fue de Ecuador habiendo causado graves vertidos de petróleo. En España se produjo el desastre de Aznalcóllar: un vertido de lodos tóxicos tras la rotura de una balsa minera de la empresa sueca Boliden del que la compañía se desentendió.
Los países de la Unión Europea, Estados Unidos, etc., donde están las sedes de grandes multinacionales y cuyos gobiernos se ven muy influidos por las mismas, han rechazado la puesta en marcha de este tratado e intentan retrasarlo y diluirlo. España está entre ellos. En su lugar, la Comisión Europea está bosquejando una directiva sobre la diligencia debida, un mecanismo interno de vigilancia de buen comportamiento empresarial. Sería un paso positivo.
Pero sea en el tratado vinculante o en la diligencia debida hay que fijar la sujeción de las actividades de la empresa a unas normas, los mecanismos de denuncia de los posibles afectados de malas prácticas y potenciales compensaciones. Ahora mismo, las empresas pueden decir que cumplimentan la diligencia debida mientras agreden el sentido común y vulneran conscientemente los derechos humanos y el derecho internacional.
Por ejemplo, la empresa inglesa JCB, de maquinaria pesada de construcción y de deconstrucción, ha sido llevada al Punto Nacional de Contacto por Lawyers for Palestinian Human Rights porque sus productos son ampliamente utilizados en la construcción de las colonias sionistas y en la destrucción de bienes palestinos. La empresa argumenta que solo vende sus productos –como el que vende armas–, sin interesarse por cómo y quién las utiliza. O, también, la empresa CAF, que tuvo como defensora a la consejera Arantxa Tapia. Cuando se denunció que esta empresa estaba ayudando a la colonización sionista del territorio palestino ocupado obvió este elemento principal diciendo que CAF fomentaba el transporte público y que como eso es ecológico y sostenible, la empresa no hacía nada malo.
Por eso, la gerencia y accionistas de CAF, creyéndose impunes, santificados por autoridades nacionales y el poder del dinero, sin nadie que les tosa, asustando con cierres de factorías a pesar de la cartera de pedidos, y junto a la empresa israelí Shapir se mofan de la responsabilidad social corporativa, de la diligencia debida y del pueblo colonizado palestino. Solo obedece al beneficio a corto y a su contratista israelí, la autoridad de la colonización. Su proyecto de líneas de metro ligero entre la ciudad ocupada de Jerusalén y las colonias próximas cuenta ahora con financiación, liderada por el Bank Hapoalim.
Todas estas empresas, JCB, Shapir o Hapoalim y otras 109, que incluyen a la francesa Alstom y a Egged –otro cliente del grupo CAF–, forman parte de las empresas que se benefician de la ocupación sionista y la fortalecen como ha señalado a comienzos de este año el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Ya se ha pedido que CAF integre este club de delincuentes. Todas estas empresas dicen tener modelos de diligencia debida y entidades que certifican su «buen» comportamiento.
Las empresas deben respetar los derechos humanos y el derecho internacional. Su gerencia y accionistas son responsables de hacerlo. No pueden excusarse en «diligencias debidas» ad hoc. Tanto si es por medio de una diligencia debida como si finalmente ve la luz ese tratado vinculante –a pesar de CAF y otras multinacionales– las actividades de las empresas deben estar regladas y deben existir mecanismos fehacientes de denuncia y reparación. Mientras tanto, y a pesar de la falta de esos instrumentos jurídicos, hay otras vías que también afectan la imagen corporativa de la empresa y la cartera de esos accionistas.
Santiago González Vallejo, Comité de Solidaridad con la Causa Árabe. Publicado originalmente en GARA