El gobierno ha aprobado la propuesta de enmienda de la Ley de Ciudadanía, de acuerdo con la cual quienquiera que solicite la ciudadanía israelí tendrá que jurar lealtad a Israel como «Estado judío y democrático». Muchos consideran esta enmienda una provocación innecesaria contra la población árabe del país, aunque no esté ostensiblemente dirigida ni a […]
El gobierno ha aprobado la propuesta de enmienda de la Ley de Ciudadanía, de acuerdo con la cual quienquiera que solicite la ciudadanía israelí tendrá que jurar lealtad a Israel como «Estado judío y democrático». Muchos consideran esta enmienda una provocación innecesaria contra la población árabe del país, aunque no esté ostensiblemente dirigida ni a los ciudadanos árabes ni a los judíos sino hacia quienes intentan conseguir la ciudadanía, entre quienes se cuentan los cónyuges árabes que la solicitan por el bien de de la unificación familiar.
El columnista Nahum Barnea lo ha descrito con palabras aceradas: «La ley propuesta no es ya que parezca racista; es que es racista. Obliga a los no judíos a declarar su lealtad al Estado judío, pero no exige otro tanto a los judíos. Los judíos están exentos porque los rabinos haredim [ultraortodoxos] no están dispuestos a declarar su lealtad, no al Estado judío y desde luego no al Estado democrático. Las consecuencias son crueles. No se trata todavía de las leyes racistas de Nuremberg, pero el tufo es el mismo» (suplemento del Yedioth Aharonoth, 8 de octubre de 2010).
En la Declaración de Independencia y las Leyes Fundamentales (que operan en Israel a modo de constitución) hace mucho que se declaró a Israel Estado judío. Los símbolos del Estado, la Estrella de David y la Menorá [el candelabro de siete brazos] no dejan resquicio de duda. Lo mismo vale para las demás leyes como la Ley de Retorno, que otorga preferencia a los judíos sobre los no judíos. ¿Qué ha llevado, entonces, al ministro de Justicia a proponer la enmienda ahora, una enmienda que afectará sólo a unos pocos millares de personas cada año, la mayoría de los cuales no son árabes y no cuestionan el carácter judío del Estado?
En realidad, tras esta enmienda hay un mensaje oculto relativo a un debate que estalló hace unos cinco años entre representantes de la población árabe y el Estado. El conflicto se inició cuando Azmi Bishara, antiguo miembro de la Knesset [el parlamento israelí] creó un partido con el lema «Un Estado para todos sus ciudadanos», que dejaba abierta una vía para que los partidos e instituciones árabes pusieran en tela de juicio el Estado y de manifiesto las contradicciones de su autodefinición como «judío y democrático». Este encontronazo filosófico entre la minoría árabe y el Estado sirvió para lubricar la maquinaria de Avigdor Lieberman, hoy ministro de Exteriores de Israel, cuyo partido logró 15 escaños en las últimas elecciones generales con su lema «No hay ciudadanía sin lealtad».
En 2006, el Comité de Supervisión Árabe y el Comité de Dirigentes de Municipios Árabes publicaron un documento titulado «Visión del futuro de los árabes palestinos en Israel». De acuerdo con este documento, «La definición del Estado como Estado judío, y el uso que se hace de la democracia para servir a su judeidad, nos excluye de sus filas y nos coloca en oposición a la naturaleza y esencia del Estado en el que vivimos».
El documento sobre la «visión» suscita la pregunta de si la democracia israelí puede incluir realmente a la minoría árabe y tratarla con plena igualdad. El documento es una respuesta a la alienación que los ciudadanos árabes han experimentado durante más de sesenta años. No es la definición de Israel como Estado judío la que llevó a los dirigentes árabes a poner en cuestión el Estado sino la discriminación institucionalizada que sufre la población árabe. La democracia no puede existir en un Estado de discriminación institucionalizada. La verdadera cuestión no estriba en cambiar el himno nacional o la bandera sino en el destino de decenas de miles de jóvenes árabes que ven su futuro expropiado por el Estado. La violencia que se extiende por las ciudades y aldeas árabes, los asesinatos a plena luz del día en Nazaret y Lod, estas cosas expresan el derrumbe del sistema de educación árabe, el desempleo en aumento, la pobreza, y la impotencia de las autoridades árabes locales que se ven incapaces de proporcionar siquiera servicios básicos.
Lieberman no está realmente interesado en establecer la lealtad de quienes quieren conseguir la ciudadanía. Quiere cuestionar la lealtad de toda la población árabe. La enmienda a la ley no es más que el principio. El pasado mes ya presentó ante la Asamblea General de las Naciones Unidas su visión del Estado, de acuerdo con la cual la tierra poblada por árabes debería ser transferida por Israel a la Autoridad Palestina a cambio de los asentamientos de Cisjordania.
Si Netanyahu y su gobierno continúan provocando a la población palestina, convertirán el Estado en un Estado de apartheid, lo que desmentirá la pretensión de que Israel es un Estado a la vez judío y democrático. La exigencia de definir Israel como «Estado de todos sus ciudadanos» parte del hecho de que al definirse como «judío y democrático» Israel no ha conseguido hacer verdad la segunda parte de la ecuación. Y ahora, en lugar de tomar en serio la demanda árabe de igualdad, el gobierno vuelve a utilizar la provocación: no sólo no tendréis un Estado para todos sus ciudadanos, nuestra intención estriba en excluiros y discriminaros en todos los terrenos de vuestra vida.
Acaso sería de esperar que un Estado recién admitido en la OCDE, un Estado que trata concienzudamente de integrarse en la economía global, que se presenta como «la única democracia de Oriente Medio», cambiara su actitud respecto a su población árabe. Los informes del Banco de Israel y de diversas autoridades, así como las conclusiones de la Comisión Orr [1]que investigó los sucesos de 2000, crean la ilusión de que el Estado está de hecho tratando de encarar los problemas de educación, empleo, sanidad y otras cuestiones fruto de la política de discriminación. Sin embargo, entre reconocer la injusticia y hacer algo para remediarla hay un gobierno de derechas que presume de una ideología nacionalista y racista. Los esfuerzos del actual gobierno por exacerbar el conflicto también tienen como consecuencia el escepticismo, la autoexclusión y el nacionalismo extremo entre los ciudadanos árabes.
Los choques en torno al carácter del Estado presentan otro aspecto al que no se ha prestado suficiente atención. En realidad, la sociedad israelí se encuentra hoy profundamente dividida, no sólo entre judíos y árabes sino entre judíos y judíos. El Estado lleva adelante políticas discriminatorias contra todos los trabajadores, sean judíos o árabes: empleados con contrato, profesores universitarios, artistas, camioneros, trabajadores industriales, y peones agrícolas inmigrantes con hijos. Se les niega su derecho a un puesto de trabajo seguro que cuente con prestaciones sociales. El Israel «judío» sirve de hecho tan sólo a una minoría opulenta, a un puñado de familias que recibieron propiedades y activos del Estado y los usan en su propio beneficio sin obligación social ni responsabilidad pública. Así pues, la posición de Lieberman como guardián del Israel judío se corresponde tranquilamente con el hecho de estar metido hasta el cuello en investigaciones sobre sospechas de corrupción. Y no es el único: muchos políticos hacen otro tanto, compitiendo con una mano por el honor de ser los más derechistas, y con la otra barriendo para casa arrastrándose ante los magnates.
Existe desde luego una razón para discutir el carácter del Estado. Sin embargo, la visión que hay que debatir se refiere al futuro de todos los trabajadores, judíos, árabes y demás. El único Estado verdaderamente democrático será aquel cuyos recursos se distribuyan por igual y con justicia. A ese Estado ya no le hará falta definirse como «judío», cosa que perpetúa una falsa solidaridad entre los judíos de Israel y la discriminación institucionalizada contra sus ciudadanos árabes.
Nota del t.: [1] La Comisión Orr de Investigación se estableció con el fin de examinar lo sucedido durante los enfrentamientos de octubre de 2002 en Jerusalén entre las fuerzas de seguridad de Israel y ciudadanos árabes israelíes, y que se saldaron con la muerte de 13 de éstos. El primer ministro era entonces Ehud Barak y Shlomo Ben Ami el ministro de la Policía.
Yacov Ben Efrat es dirigente del WAC (Workers Advice Center o Ma´an en árabe), organización de asesoría y defensa de los trabajadores, independientemente de su condición étnica, en Israel y Palestina, y que «aspira a crear una cultura de solidaridad obrera y a alentar una conciencia de organización sindical». El WAC patrocina Syndianna of Galilee, una asociación de comercio justo. Ben Efrat es asimismo uno de los principales colaboradores de Challenge, revista originalmente bimensual publicada en Tel Aviv por una redacción que incluye árabes y judíos, y que desde 1990 presenta una visión crítica e informada sobre el conflicto palestino-israelí. Challenge forma parte de una red que incluye a Al Sabar (en árabe) y Etgar (en hebreo).
Yacov Ben Efrat, dirigente del WAC (Workers Advice Center, Ma´an en árabe), organización de asesoría y defensa de los trabajadores
Traducción de Lucas Antón: http://www.nodo50.org/csca/agenda10/palestina/arti305.html
WAC/Ma’an: www.workersadvicecenter.org