Otra cosa que me ha pasado en Palestina, y más concretamente en Eretz, al salir de Gaza. Bien, en el puesto de control te hacen pasar por muchas máquinas, que te exploran tus partes más profundas, como unos rayos X, después de despojarte de equipaje y cualquier cosa que puedas llevar contigo, incluido el cinturón. […]
Otra cosa que me ha pasado en Palestina, y más concretamente en Eretz, al salir de Gaza.
Bien, en el puesto de control te hacen pasar por muchas máquinas, que te exploran tus partes más profundas, como unos rayos X, después de despojarte de equipaje y cualquier cosa que puedas llevar contigo, incluido el cinturón.
Paso mis controles oportunos todo perfecto hasta que una voz sobrenatural (en inglés desde lo más alto) te dice, SIGA LA FLECHA, y entre máquinas y corredores no queda más que seguir una flecha roja.
Aquello es como un laberinto de puertas y paneles prefabricados, llenos de pasillos y maquinas, y sin techo; somos observados desde innumerables ventanas de cristal con «soldaditos dentro» que te observan como a una rata en un laberinto, y se dirigen a ti por megafonía desde las alturas. La flecha roja indicaba las puertas que sí se podían abrir, así que llego a otro, y otro, y otro compartimento.
Me vuelven a hacer pasar tres veces más por una maquina de rayos X, en las posiciones más inverosímiles que os podáis imaginar, y nada, aquello ni pita ni nada, pero la voz vuelve a aparecer indicándome que abra determinada puerta y espere. En fin, esa espera sin libro, sin móvil, sin nada que leer excepto el pasaporte, en un habitáculo de 6 m2, y observada desde arriba por esas ventanas, sin sentido del tiempo -pues no había reloj-, sin saber qué pasaría después, sin poder salir de allí… en fin, las circunstancias empujaban a meditar, dejar la mente libre y esperar. Así lo hice, pero en ese pensar no me dejaban de llegar imágenes de Guantánamo, de Irak, de Palestina, que sin ser comparable sí lo es la situación de incertidumbre, de desconocimiento, de dependencia de un tercero del que solo oyes su voz. Pensé que pasaría si fuese mi padre, que es totalmente sordo, o si a mí se me acabaran las pilas de los audífonos (que tampoco oigo), ¿y si además me taparan los ojos?, cómo entendería las órdenes, cuál sería la percepción de la situación sin ningún punto de referencia. Evidentemente me acordé de Vanunu, encerrado durante 12 años, sin ningún contacto con sonidos, ni luz, ni sentido del día o de la noche. Así que después de un rato decidí moverme -eso estaba permitido-, así que empecé a caminar por la «celda», a saltar un poquito, a pasear y en eso llegó a mi mente la canción del «chiki chiki», y la canté, y sobre todo la bailé.
Bien, volví a sentarme a esperar, y me dio alegría que muchos palestinos sean tan religiosos, pues en esos momentos suelen rezar el Corán si son musulmanes, o el rosario si son cristianos.
No sé en cuanto tiempo la voz se activó, me avisó que una de las puertas podía abrirse, y así pasé al búnker. Este no estaba controlado por arriba, era literalmente un bunker de cemento, pero curiosamente estaba abierto por debajo, con una rejilla. El suelo de la rejilla era abierto, es decir, que entre cada línea había unos 10 centímetros, que daba a un sótano de unos tres metros de profundidad, pero no vi a nadie debajo. Hay una maquina en el búnker (escaneadora) y un cristal blindado con la cara de dos soldaditas que hablan por un micrófono. Bien, me piden que me quite el jersey, -me lo quito-, el sujetador -me lo quito-, las botas, los calcetines, y por último el pantalón. Bien, les digo que no, que el pantalón no me lo quito.
Llaman a una superiora, con voz mas gritona me dice que me lo quite. Le digo que no, y que me gustaría saber cuales son mis derechos en semejante situación. Me dice que qué, le repito «my rights as a person», your what?, me insistía. No sabía que existe una palabra llamada derechos del prisionero, o rights. Bien, me dijo tiene dos opciones, o colabora con el ejercito y se quita los pantalones; o no colabora y se vuelve para Gaza pues no podrá salir. En fin, tenía que llegar a tiempo para recoger a mis hijos del cole, una reunión en Nablus, y muchas cosas más y no me podía permitir el lujo de quedarme en Gaza indefinidamente. Así que tuve que acceder. No obstante, mi renuncia a quitarme los pantalones era por la menstruación, no había encontrado compresas en Gaza y llevaba papel de cocina apañado de la mejor manera posible, pero el invento se caería con la bajada de los pantalones. Tampoco sabía cuanto tiempo llevaba allí retenida, lo cual fundamentaba mis razones para no quitarme los pantalones.
Bien, le expliqué como pude que eran razones «puramente femeninas» y de higiene personal, pero nada, o me quito los pantalones o me quedo en Gaza. Así que efectivamente me los quité, pero les regalé mi mejor apaño hecho con papel de cocina, acompañado de mis fluidos más personales. Con mucho genio y orgullo, fue un placer tirárselo a la ventana de cristal blindado, con la frase, era esto lo que os intentaba explicar. Mis pantalones salieron por la maquina y me pude vestir.
Bueno, ya salí, al parecer algo descompuesta según Julio, de Paz Ahora, que me acompañaba. El tiempo desaparecida había sido al menos de una hora y media. Pues ni se sabía donde estaba ni se me podía localizar, tenían mi móvil. Recogí mis cosas, me recompuse nuevamente como pude, y tras una última entrevista salimos de esta terminal, que controla la única entrada a Gaza. La mayor prisión del mundo.
Bueno, esto también me pasó y no soy Palestina. Cuando estaba retenida, a una mujer Palestina le habían quitado su bebé, para pasarla por la máquina, claro. De la mujer vi la mano, de los niños solo oía sus gritos de dolor, al estar supongo que solos, mientras su madre probablemente pasó por la misma experiencia que después pasé yo. Se escuchaban al menos dos llantos, uno de un bebé y otro de un menor de 3 años. Eran desgarradores. El delito de esa madre, al igual que el mío, haber visitado Gaza. Este castigo supongo que es para que no se nos ocurra volver, si serán ignorantes estos israelíes.