Recomiendo:
5

Una década de revolución y contrarrevolución en Egipto

Fuentes: Jacobin Magazin

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

En la plaza Tahrir se erigieron monumentos temporales mientras miles de egipcios se reunían el 25 de enero de 2012 para conmemorar el primer aniversario de la revolución

 (Foto de Portada: Jeff J. Mitchell/Getty Images)

La caída del dictador egipcio Hosni Mubarak, hoy hace diez años, fue un triunfo de la movilización popular. Pero las fuerzas revolucionarias carecían de la organización política y la visión necesarias para detener la reacción contrarrevolucionaria que restauró el poder del Estado autoritario.

El 17 de octubre de 2010 estaba sentado con un hombre al que llamaré S.O., un destacado activista sindical egipcio, a orillas del Canal de Suez. Un enorme petrolero se abría paso lentamente por las aguas mientras bebíamos nuestros tés.

Hablábamos de las luchas laborales pasadas y presentes en la zona del Canal por salarios más altos, mejores condiciones laborales y el derecho a establecer comités sindicales independientes. Ya antes del levantamiento de 2011, un movimiento obrero vibrante y combativo había comenzado a reintroducir ideas y prácticas de resistencia para la población egipcia en general, especialmente en espacios marginados que se encontraban fuera del campo del activismo político de la clase media en El Cairo y sus alrededores.

Las huelgas de 2006-2008 en la  Compañía de Tejidos e Hilados Misr  de Mahalla el-Kubra, una ciudad provincial en el delta del Nilo, inspiraron para la lucha a todo el movimiento obrero egipcio, también a los trabajadores de la zona del Canal, desde el sector del cemento hasta el acero y procesamiento de alimentos. Activistas progresistas de los derechos humanos, periodistas y abogados ofrecieron su apoyo y solidaridad a unas luchas a menudo aisladas que recibieron poca o ninguna cobertura de los medios.

Por otro lado, los partidos de la oposición de Egipto permanecieron en gran medida ausentes o jugaron un papel menor en la organización de la resistencia. Mostraban poco interés por la difícil situación social de los trabajadores y campesinos, centrándose principalmente en cuestiones puramente “políticas” como la libertad de prensa y las restricciones al poder presidencial. Por el contrario, los trabajadores desconfiaban a menudo de los partidos políticos, incluso de los de izquierda, y los acusaban de intentar secuestrar sus luchas sociales para alcanzar objetivos políticos peligrosos.

Aun así, grupos revolucionarios y activistas individuales de izquierda como S.O. desempeñaron un papel clave en la organización de las luchas, conectando diferentes lugares de trabajo entre sí y llevando esas luchas “en los márgenes” de la sociedad egipcia al centro político a través de manifestaciones y sentadas, por ejemplo, ante el Parlamento o el Ministerio de Recursos Humanos en El Cairo.

Semillas de resistencia

¿Cuándo comienza una revolución? Antes del avance crucial y explícito de un levantamiento de masas, hay siempre una larga acumulación de protestas, experiencias y redes de resistencia a pequeña escala. Los politólogos que se “sorprendieron” ante la insurrección del 25 de enero en Egipto, probablemente nunca fueron a las fábricas de las ciudades provinciales, las zonas rurales o incluso los barrios pobres de El Cairo metropolitano, que habían sido testigos de protestas mucho antes de 2011.

En el otoño de 2010, Egipto hervía de indignación por el aumento de la pobreza, la violencia policial y la corrupción. Al mismo tiempo, el punto de ebullición que llevaría a las manifestaciones a desafiar al poder estatal, pero bastante menos un levantamiento a gran escala, todavía parecía estar lejano, especialmente para los propios activistas.

El Estado securitario no dejó espacio para la política callejera. Las Fuerzas Centrales de Seguridad (FCS) aplastaron rápidamente un levantamiento espontáneo en Mahalla el-Kubra el 6 de abril de 2008 con un despliegue masivo de la fuerza policial paramilitar, que sumaba unos cuatrocientos mil efectivos.

En retrospectiva, podemos decir que la revuelta de Mahalla constituyó una de las muchas semillas del proceso revolucionario. Convocó al Movimiento de jóvenes del 6 de Abril, que jugaría un papel importante en el levantamiento de 2011.

En noviembre de 2010, pocas semanas después de mi reunión con S.O., las gentes de Suez se rebelaron contra unas elecciones parlamentarias amañadas. Alrededor de 15.000 ciudadanos se manifestaron en las calles de la ciudad del Canal pidiendo el fin del régimen, dos meses antes de la revuelta del 25 de enero. Las fuerzas de seguridad del Estado mataron a tres personas.

La República de Tahrir

La siguiente vez que hablé con S.O. fue el 18 de marzo de 2011. Había pasado poco más de un mes desde la caída de Hosni Mubarak, pero parecía haber pasado casi una década. Las convulsiones políticas de Egipto nos hicieron recordar algunas viejas lecciones sobre la naturaleza de la revolución, supuestamente enterradas con el fin de la Guerra Fría. Recordemos las palabras de Lenin de hace más de un siglo:

Cada revolución significa un giro brusco en la vida de gran número de personas. A menos que sea el momento propicio para ese cambio, no podrá darse una verdadera revolución. Y así como cualquier giro en la vida de un individuo le enseña mucho y le aporta una rica experiencia y un gran estrés emocional, una revolución le enseña a todo un pueblo lecciones muy ricas y valiosas en un corto espacio de tiempo.

Ver a cientos de miles de manifestantes esperanzados en las calles y plazas de todo Egipto, exigiendo libertad, pan, justicia social y dignidad en un país que se había caracterizado durante tanto tiempo por una opresión despiadada y pasividad política, dio nueva vida a las rancias fórmulas leninistas que los izquierdistas occidentales han repetido a menudo intelectualmente sin haberlas experimentado a nivel sensual.

La historia se estaba gestando en la plaza Tahrir. Además, eran personas normales y corrientes quienes la estaban haciendo. Antes del 25 de enero, los egipcios rara vez me hablaban espontáneamente de política, o lo hacían solo de una manera cínica y típicamente humorística. Ahora cualquier transeúnte al azar, el taxista, el camarero, el vendedor ambulante me preguntaban con entusiasmo qué pensaba sobre “su revolución”. La poseían y sabían que todos los grupos oprimidos del mundo los miraban con esperanza y anticipación.

La ocupación de la plaza Tahrir se había convertido en un símbolo no solo de resistencia, sino también del potencial de las masas para comenzar a construir creativamente una nueva sociedad. Por citar a Lenin nuevamente:

Las revoluciones son las fiestas de los oprimidos y explotados. En ningún otro momento las masas populares están en condiciones de presentarse tan activamente como creadoras de un nuevo orden social como en tiempos de revolución.

Midan Tahrir se había ido transformando lentamente en una “ciudad de tiendas de campaña”. Los activistas defendieron, limpiaron y gobernaron su “República de Tahrir”. Artistas y actores famosos se sumaron a las protestas, y músicos y cantantes aficionados probaron suerte en escenarios improvisados.

Al liberar Tahrir del poder estatal, la gente comenzó asimismo a liberarse y a transformarse. Más allá de la región, los activistas intentaban emular los éxitos de Túnez y Egipto, convirtiendo la “ocupación de la plaza” en una estrategia general para enfrentar al poder estatal.

Enfrentar al Estado

Sin embargo, una revolución no es solo un carnaval que prefigura y celebra nuevas formas de vivir, trabajar y amar. También es un enfrentamiento popular con el poder estatal organizado que tendrá dificultades para seguir siendo pacífico, independientemente de las intenciones de los revolucionarios. En Suez, los 18 días del levantamiento que comenzó el 25 de enero y terminó con la destitución del presidente Hosni Mubarak fueron especialmente violentos.

El primer manifestante asesinado fue Mostafa Ragab, un vecino de Suez de 21 años. Como S.O. me recordó:

El 25 de enero fueron asesinados tres jóvenes; el 26 de enero, dos; el 28 de enero hubo dieciocho jóvenes asesinados. El Viernes de la Ira ¡hubo ochenta mil personas en las calles en una ciudad como Suez! Medio millón de personas viven en Suez, por lo que casi el 20% estaba en las calles. La policía pretendía matar a los jóvenes que protestaban en Suez, especialmente durante el Viernes de la Ira, utilizando balas y francotiradores. El 10% de todas las personas asesinadas durante la revolución eran de Suez. Pero cada vez que mataban a alguien representaba para nosotros una nueva provocación para salir a protestar a las calles. Hay cinco comisarías de policía en Suez: quemamos tres. Quemamos muchos camiones de la policía. Quemamos el parque de bomberos porque estaban utilizando los camiones de bomberos para transportar armas y matar a los manifestantes.

Aunque los egipcios gritaban “¡salmeyya, salmeyya!” (“¡Somos pacíficos, pacíficos!”) durante sus manifestaciones masivas, tuvieron que defenderse de la policía que los atacaba con porras, balas de goma, gases lacrimógenos y hasta con munición real. A fin de crear las condiciones básicas para la protesta, los manifestantes tuvieron que arrollar físicamente y derrotar al FCS en las batallas callejeras que estallaron en todas las ciudades egipcias.

Una vez que la policía fue derrotada y humillada, se retiró a los cuarteles y allí permaneció hasta mucho después de la caída de Mubarak. El 28 de enero los policías tiraron sus uniformes en Suez y huyeron por las calles vestidos de civil.

La revuelta egipcia restableció otro viejo tema de los clásicos marxistas, olvidado por muchos: la cuestión del poder dual. Como observó Lenin: “La cuestión esencial en toda revolución es la del poder estatal”. En Egipto, el levantamiento perturbó y desorganizó las estructuras establecidas del poder estatal, pero no desmanteló el aparato estatal autoritario, y mucho menos lo reemplazó con una forma de gobierno popular. Durante los 18 días de revuelta, vimos el desarrollo embrionario del “poder dual”, una situación en la que está emergiendo un nuevo centro de poder político mientras aún pervive el antiguo.

Concentración masiva de manifestantes en la plaza Tahrir del 25 de noviembre de 2011. (Foto: Peter Macdiarmid/Getty Images)

A partir del análisis de Marx de la Comuna de París, Lenin caracterizó este nuevo poder opositor como el que surge de “la iniciativa directa del pueblo desde abajo” y lleva al “reemplazo de la policía y el ejército… por ese mismo pueblo armado”, con la burocracia estatal también reemplazada de la misma manera “o puesta al menos bajo un control especial”. La revuelta fue testigo precisamente de esta tendencia a reemplazar las estructuras estatales opresivas con iniciativas populares desde abajo, no solo en Tahrir, sino en los barrios de todo el país.

Aunque el impacto efectivo y el nivel de organización de estos comités no deben exagerarse, representaron un desarrollo del poder popular, con Tahrir funcionando como laboratorio central. Junto con los ciudadanos de Cairene, los ocupantes de la plaza integraban a personas de los distritos provinciales e incluso de zonas rurales remotas. Los agricultores que no pudieron regresar a sus hogares cuando el régimen cerró las carreteras se unieron a las protestas. Representantes de cuatro sindicatos independientes establecieron la Federación Egipcia de Sindicatos Independientes (FESI) en la plaza.

Si el levantamiento hubiera continuado, Tahrir habría sido el espacio lógico y orgánico para organizar una asamblea constitucional revolucionaria, o alguna otra forma creativa de “parlamento de la nación” ante el cual podrían haber respondido los comités populares locales. Esto habría colocado al poder popular en oposición formal y directa ante el Estado autoritario.

El CSFA entra en escena

Sin embargo, el golpe militar del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) interrumpió este avance hacia el poder dual el 11 de febrero. En un discurso lacónico, el vicepresidente Omar Suleiman anunció que Hosni Mubarak había dimitido y que el CSFA había asumido el poder ejecutivo y el poder legislativo. Las primeras manifestaciones del 25 de enero habían abierto un período de lucha complejo y a menudo confuso entre las fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias, al que posiblemente puso fin la masacre de Rabaa en agosto de 2013.

Durante los dieciocho días del levantamiento, el régimen de Mubarak intentó sofocar las protestas utilizando todas la artillería de la que disponía: intimidación y asesinato de manifestantes; propaganda canalizada a través de medios controlados por el Estado; apagones de Internet y telefonía móvil; huelga de capitales; toques de queda; liberación de los delincuentes de la prisión y retirada de la policía para sembrar el caos en los barrios; concesiones superficiales como remodelaciones de gabinetes; promesas vagas de reformas económicas y políticas. Sin embargo, nada pudo detener la marea revolucionaria.

Una vez derrotada la policía, el régimen envió al ejército a restablecer el orden. Cuando los tanques y los vehículos blindados de transporte de personal se trasladaron al centro de Alejandría, El Cairo y Suez, los manifestantes los recibían a menudo con cánticos que proclamaban que el ejército y el pueblo eran “uno solo”, con la esperanza de que los soldados se pusieran del lado del pueblo. A diferencia del CSFA, las Fuerzas Armadas seguían siendo una institución respetada en la sociedad egipcia, un legado de la era nasserista de los años cincuenta y sesenta.

Además, los manifestantes eran conscientes de que aunque no podían derrotar a los tanques y a las ametralladoras, bien podían intentar ganarse a los soldados que manejaban esas armas. Por un lado, la ausencia de un centro revolucionario organizado hizo posible que los generales intervinieran como guardianes del proceso revolucionario; por otro lado, se sintieron claramente presionados a actuar porque los soldados de base e incluso los oficiales de rango medio solían simpatizar con la causa de los manifestantes. En este clima, el CSFA no podía simplemente ordenar al ejército que disparara contra los manifestantes.

Los generales se decantaron por una guerra de posiciones literal, cavando “trincheras urbanas” alrededor de sitios importantes del poder estatal como el palacio presidencial, el Parlamento, la Bolsa de Valores y el edificio de radio y televisión Maspero. En los últimos días del levantamiento, los manifestantes habían comenzado a dirigirse hacia estos sitios y también hacia los cuarteles del ejército, por lo que el CSFA tuvo que tomar la iniciativa de destituir a Mubarak antes de llegar a un enfrentamiento que podría dividir al propio ejército.

La mejor opción para la supervivencia del colapsado Estado egipcio era que el CSFA se colocara a la cabeza de la revolución y liderara el proceso para finalmente derrotarlo. Debido al impulso revolucionario acumulado, se trataba principalmente de una contrarrevolución defensiva envuelta en el lenguaje de las elecciones, la elaboración de constituciones y la “transición democrática”, una contrarrevolución con forma democrática.

Dividiendo el campo revolucionario

Cuando Mubarak presentó su renuncia, el movimiento revolucionario se sintió eufórico y miles de manifestantes pasaron la noche en la plaza Tahrir para celebrar su victoria. Sin embargo, a la mañana siguiente, los revolucionarios estaban ya divididos respecto a sus objetivos y estrategias.

El núcleo duro de los ocupantes de la plaza argumentó que deberían permanecer en Tahrir y presionar al CSFA para que llevara a cabo reformas reales. Otros manifestantes querían darle al CSFA la oportunidad de demostrar sus intenciones, alegando que podían y volverían a las calles cuando fuera necesario para mantener la “transición democrática” por buen camino.

Hosni Mubarak el 25 de diciembre de 2010 en El Cairo (Getty Images)

Las movilizaciones en Tahrir todavía mantuvieron, de hecho, su impacto durante los meses que siguieron a la caída de Mubarak. Por ejemplo, los manifestantes presionaron con éxito al CSFA para que despidiera al primer ministro, Ahmed Shafik, el 3 de marzo y lo reemplazara con Isam Sharaf.

Sin embargo, el verdadero desafío para la revolución en ese momento no era seguir ocupando la plaza de Tahrir, sino sacarla fuera, llevar la experiencia de la toma de decisiones popular y el “festival de los oprimidos” a barrios urbanos, aldeas rurales y lugares de trabajo industriales en todo Egipto. Sin embargo, los revolucionarios tenían dificultades para unirse, organizarse y ponerse de acuerdo sobre su estrategia y prioridades.

Las vagas demandas de “pan, libertad, justicia social y dignidad” podrían movilizar a cientos de miles de manifestantes precisamente porque articulaban una amplia gama de frustraciones y deseos. Esta heterogénea “voluntad popular” tenía ahora que traducirse en un programa de transformación social que creó divisiones entre los grupos socialistas, liberales, nacionalistas e islamistas que habían estado liderando las protestas contra Mubarak.

Los límites de la espontaneidad

El levantamiento de 2011 fue “espontáneo” en el sentido limitado de que la escala masiva y la radicalización del movimiento no habían sido planeadas ni previstas. Sin embargo, había sido toda una diversa coalición de fuerzas quienes habían organizado las primeras protestas el 25 de enero: activistas de las redes sociales, izquierdistas, organizaciones juveniles, miembros de la oposición política, activistas por los derechos humanos, islamistas y los ultras, los fanáticos del fútbol.

Las demandas de los organizadores eran bastante moderadas, como explicó Jack Shenker en The Guardian el día antes de la protesta:

Los manifestantes piden la destitución del ministro del Interior del país, la cancelación de la perpetua ley de emergencia de Egipto, que suspende las libertades civiles básicas, y un nuevo límite de mandato en la presidencia que pondría fin a los 30 años de gobierno del presidente Hosni Mubarak.

No fueron los activistas los primeros en darse cuenta de que había una oportunidad para derribar a Mubarak y al “sistema”, sino gentes políticamente desorganizadas que pululaban por las calles y ocupaban las plazas. Para consternación de los activistas que al principio intentaron controlarlos, comenzaron a corear consignas revolucionarias. Muchos de esos activistas consideraban a las masas en las calles más como una herramienta para obtener la democracia que como un sujeto político en desarrollo por derecho propio.

Como era de esperar, la mayoría de los grupos de oposición desarrollaron una estrategia “democrática” destinada a participar en las elecciones y reescribir la constitución egipcia. Percibían como fundamental el Estado de Mubarak desde el punto de vista de su cáscara exterior: la presidencia, el parlamento y la constitución, que podrían cambiarse mediante negociaciones con los militares. Compartían la política de “democracia primero”: primero Egipto tenía que convertirse en democrático, solo entonces se podían abordar los problemas económicos.

Es más, estos grupos a menudo enmarcaban estos problemas en términos tecnocráticos y neoliberales, hablando a favor de la “eficiencia del mercado” y en contra del “amiguismo” y la “corrupción”. Esta disposición les alienó de grupos sociales como los obreros y campesinos que se habían sumado a las protestas principalmente impulsados por sus quejas sociales.

Otros grupos de izquierda más militantes, como los Socialistas Revolucionarios y el Partido Alianza Popular Socialista, tenían una comprensión clara de la naturaleza de clase del Estado y la economía de Egipto, de la posición crucial del Ministerio del Interior y las Fuerzas Armadas y de la necesidad demoler estas estructuras autoritarias a través del poder popular desde abajo. Sin embargo, la izquierda revolucionaria organizada solo representaba una fuerza marginal en una población de alrededor de 85 millones.

Además de desarrollar el poder popular, la izquierda egipcia tuvo que desarrollarse a sí misma en un proceso que se reforzaba mutuamente. La izquierda solo puede organizarse y construirse apoyando y participando activamente en los movimientos de protesta. Por otra parte, las masas egipcias solo podían desarrollar una estrategia para derrotar al poder estatal y transformar su sociedad combinando el lema intuitivo de “al-shab yurid isqat al-nizam” (“el pueblo quiere la caída del sistema”) con un análisis científico de lo que era exactamente ese “sistema”.

Entre marzo y septiembre de 2011, más de un millón de trabajadores se declararon en huelga. Las demandas, que incluían un salario mínimo nacional e inversión en el sector público, mostraron su elevado nivel de conciencia de clase. Los trabajadores también luchaban contra los “pequeños Mubaraks” de dentro y fuera de sus lugares de trabajo, tratando de deshacerse de los administradores y funcionarios estatales corruptos y autoritarios.

El CSFA y sus aliados denunciaron estas huelgas y protestas sociales como fi’awi (“faccionales”) y contrarias al interés nacional. La razón principal de la contrarrevolución en esta etapa era desmovilizar, despolitizar y atomizar el movimiento revolucionario mediante una combinación de violencia contra los activistas y un proceso de “democratización” de arriba hacia abajo que pacificaría a la población en general.

Las elecciones, los plebiscitos y la elaboración de constituciones supervisados ​​por el ejército pusieron el énfasis en los procedimientos y la representación dentro del estrecho ámbito del Estado, excluyendo el tipo de democracia popular directa que se podía encontrar en forma embrionaria en las protestas en curso en las calles y lugares de trabajo. Al marcar el ritmo y el alcance de las elecciones y los referenda, el CSFA pudo crear divisiones dentro de la amplia alianza revolucionaria.

Escisiones sectarias y papel de la Hermandad Musulmana

El referéndum constitucional del 19 de marzo de 2011 fue un momento decisivo que dividió al movimiento revolucionario en los campos sectarios de “laicistas” e “islamistas”. Durante los dos años siguientes, los grupos y partidos revolucionarios fueron incapaces de establecer una “tercera corriente” revolucionaria que pudiera interponerse entre el campo militar y el islamista (este último representado por los partidos de los Hermanos Musulmanes y los salafistas).

El “conflicto triangular” entre las fuerzas revolucionarias populares y los campos contrarrevolucionarios rivales de las élites del régimen y sus contrincantes islamistas llegó a definir los levantamientos en toda la región de Oriente Medio y África del Norte. El fracaso de las fuerzas revolucionarias para organizarse y afianzarse entre las masas llevó el conflicto entre las dos alas contrarrevolucionarias, el régimen y el islamista, al centro del escenario político.

Los Estados que venían jugando desde hacía mucho tiempo un papel imperialista en la región, antes y después de la descolonización, reforzaron esta dinámica con su apoyo -diplomático, financiero y militar- a regímenes autoritarios o milicias islamistas, según sus intereses. Esto incluso tomó la forma de intervención directa en Libia y Siria.

De hecho, mucho antes de que comenzaran los levantamientos árabes, la principal fuerza contrarrevolucionaria en la región había sido el imperialismo occidental. Esos Estados no solo actuaron contra las rebeliones populares, sino que también hicieron cuanto pudieron para evitar que los revolucionarios ganaran el poder apuntalando ante todo a dictadores leales y Estados reaccionarios como el Reino de Arabia Saudí.

Tras la caída de Mubarak, los Hermanos Musulmanes (HM), la fuerza política más antigua y mejor organizada de Egipto, desempeñó un papel fundamental en la estabilización de la “contrarrevolución en forma democrática». Si bien la juventud de los Hermanos Musulmanes había estado al frente del levantamiento, su liderazgo apoyó con cautela el “golpe blando” del ejército el 11 de febrero, y pidió a los manifestantes que abandonaran la plaza Tahrir y se iniciaran negociaciones con el CSFA.

La Hermandad consideró la “transición democrática” del CSFA como una oportunidad para convertirse en un actor político legítimo al actuar como un intermediario de poder entre los generales y el pueblo. Sus líderes se pronunciaron contra las manifestaciones y las huelgas. A cambio, el CSFA liberó a los activistas de la Hermandad y reconoció al aparato político del movimiento, el Partido Libertad y Justicia (PLJ).

Noviembre de 2011 supuso un punto de inflexión en el proceso revolucionario. En los meses anteriores, el CSFA se había desacreditado por su uso de la violencia, su falta de voluntad para transformar instituciones estatales autoritarias como el Ministerio del Interior, y su temido Servicio de Investigación de la Seguridad del Estado (SIS), y su incapacidad para resolver problemas sociales urgentes. Esto provocó una nueva ola de protestas, que culminó en la Batalla de la calle Mohamed Mahmud, cerca del popular barrio de Abdin y de la plaza Tahrir.

Las protestas habían comenzado el 18 de noviembre después de que la Hermandad convocara una “marcha de un millón de hombres” para exigir la supervisión civil del proceso constitucional. El CSFA dispersó una sentada simbólica en Tahrir para honrar a los asesinados durante el levantamiento de febrero. Los manifestantes respondieron acudiendo en ayuda de los ocupantes y se enfrentaron a las fuerzas de seguridad del Estado durante más de una semana.

La batalla tuvo pronto como objetivo el Ministerio del Interior, el corazón y símbolo del imperecedero Estado policial egipcio. Las fuerzas estatales asesinaron a más de cuarenta manifestantes, disparando a muchos jóvenes a propósito en los ojos para mutilarlos de por vida. Los manifestantes exigieron un gobierno civil de transición encabezado por figuras de oposición tan prominentes como Mohamed ElBaradei, Abdel Moniem Abul Fotuh y Hamdin Sabahi, que representaban, respectivamente, las alas liberal-democrática, liberal-islamista y socialista-nasserista de la revolución.

Sin embargo, a diferencia de las protestas del 25 de enero, estos enfrentamientos no provocaron una revuelta más amplia. El PLJ de la Hermandad y otros partidos de la oposición se retiraron de las protestas. Temerosos de poner en peligro las inminentes elecciones parlamentarias, y sus escaños, se sumaron al llamamiento del CSFA para restaurar el orden.

Mientras la Hermandad y los salafistas obtenían una victoria aplastante en las elecciones, celebradas entre finales de noviembre de 2011 y principios de enero de 2012, los partidos y coaliciones revolucionarias sufrieron una humillante derrota. La “contrarrevolución en forma democrática” había conseguido una importante victoria.

Morsi en el poder

Estos acontecimientos prepararon el escenario para una lucha de poder entre el CSFA, que todavía monopolizaba el poder ejecutivo, y el Parlamento, dominado por la Hermandad. Esta batalla se prolongó hasta las elecciones presidenciales de la primavera de 2012. En la primera vuelta de estas elecciones, los candidatos “revolucionarios” Hamdin Sabahi y Abdel Moneim Abul Futuh quedaron en tercer y cuarto lugar respectivamente, perdiendo por estrechos márgenes frente a Mohamed Morsi, el candidato de los Hermanos Musulmanes, y Ahmed Shafiq, el mascarón de proa del CSFA.

Morsi ganó poco menos del 25% de los votos, Shafik menos del 24%, con solo un 3% por delante de Sabahi. Esto significó que, en la segunda vuelta, los egipcios tuvieron que elegir entre los dos campos contrarrevolucionarios representados por Morsi y Shafiq. Aunque podría decirse que Morsi representaba el mal menor, ambos bandos se mantuvieron fieles a las recetas económicas neoliberales y las estructuras estatales autoritarias que habían sido las principales causas del descontento que condujo a la revolución del 25 de enero.

Por breves momentos, Morsi pareció estar dispuesto a desafiar al Estado militar. La declaración constitucional del presidente del 12 de agosto de 2012 retiró a generales destacados del CSFA como Hussein Tantawi y Sami Anan. El nuevo presidente elevó al general Abdul Fattah al-Sisi al cargo de Ministro de Defensa y jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, el cambio de un ejecutivo militar a uno civil corrió simplemente un velo sobre la continuidad del poder estatal autoritario a través del Ministerio del Interior, las redes de las élites, el ejército, los gobernadores y otros centros burocráticos de toma de decisiones. La constitución, promulgada el 26 de diciembre de 2012, blindó el presupuesto militar frente a la supervisión parlamentaria y aseguró que el ministro de Defensa procediera de las filas militares.

En lugar de desmantelar las estructuras de la dictadura, la Hermandad agregó una nueva capa civil sobre esa base, tripulada por su propio personal. En lo que respecta a las demandas revolucionarias de “pan y justicia social”, Morsi continuó cooperando con los empresarios de la era Mubarak, promulgando reformas neoliberales que agravaron aún más el desempleo, el poder adquisitivo y los impuestos injustos. El presidente también aceptó un nuevo préstamo del FMI, pero se echó atrás ante las protestas populares.

El Frente de Salvación Nacional

La declaración constitucional de Morsi del 22 de noviembre de 2012 le otorgó poderes ejecutivos y legislativos absolutos, lo que confirmó los peores temores entre las fuerzas de oposición secular sobre la “hermandadización” en curso del Estado y la sociedad de Egipto. La oposición a la presidencia cristalizó en torno al Frente de Salvación Nacional (FSN).

El FSN unió a políticos de derecha como Amr Musa, demócratas liberales como Muhamed al-Baradei y nasseristas como Hamdin Sabahi con la vieja guardia mubarakista en un frente común contra la Hermandad. Tanto la Hermandad como el FSN afirmaron poseer legitimidad revolucionaria. Sin embargo, ambos campos contenían una mezcla de fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias en las que el liderazgo contrarrevolucionario demostró ser el dominante.

A finales de abril de 2013, los opositores de Morsi lanzaron la campaña de petición masiva de firmas Tamarod (Rebelión), yendo de puerta en puerta para recoger firmas que pedían la dimisión del presidente. Tamarod representó una nueva ola de iniciativa popular y activismo “desde abajo”. Sin embargo, en contraste con el levantamiento de 2011, agentes del Ministerio del Interior se infiltraron en este movimiento popular desde sus inicios y además contaba con el patrocinio tanto de empresarios mubarakistas como de la oposición.

Los aparatos del ejército y de la seguridad estatal también se habían cansado de la incapacidad de Morsi para estabilizar el país política y económicamente y aplastar a la revolución para siempre. En los dos años anteriores, el aparato estatal había tratado de reprimir, desmovilizar y dividir a los activistas revolucionarios, pero ahora buscaba cooptarlos y liderarlos en protestas callejeras contra la Hermandad. El corazón de este movimiento de masas provenía de la clase media secular más acomodada de Egipto, que saturó las protestas con sus lemas reaccionarios, instando a los líderes militares a liberar a Egipto del gobierno de la Hermandad.

Protestas y huelgas masivas estallaron el 30 de junio, el día que marcó el primer año de Morsi como presidente, con manifestantes exigiendo su renuncia. Morsi hizo hincapié en su legitimidad como presidente elegido democráticamente y se negó a dimitir. El 1 de julio, Abdul Fattah al-Sisi, como jefe de las Fuerzas Armadas, dio un ultimátum a ambos campos para resolver la crisis en cuarenta y ocho horas. Después de dos días más de enfrentamientos mortales, el Frente del 30 de junio se reunió con los líderes militares.

Una vez más, la incapacidad de las fuerzas revolucionarias para crear una “tercera corriente” entre las alas islamista y militar de la contrarrevolución aseguró su caída. Poco después de la reunión, Sisi declaró que Morsi había sido destituido de su cargo y que el presidente del Tribunal Supremo, Adli Mansur, encabezaría un gobierno de transición como presidente interino. El ejército arrestó a Morsi y ocupó espacios políticos y económicos clave en el país.

Triunfo de la contrarrevolución

Esta agresiva “contrarrevolución desde abajo”, seguida de un segundo golpe militar, triunfó allí donde dos años de “contrarrevolución en forma democrática” habían fracasado. Restableció el Estado que se había derrumbado durante la insurrección de 2011 y reunió a las élites gobernantes que estaban compuestas por facciones en guerra dentro de las Fuerzas Armadas, el Ministerio del Interior, los oligarcas mubarakistas y los empresarios contrarios al régimen. Sus líderes también lograron reunir a gran parte de la población egipcia y a las fuerzas de la oposición detrás de su proyecto.

Al principio, incluso los sindicatos independientes apoyaron el golpe militar, con la esperanza de que Sisi revertiría las políticas neoliberales de Morsi, engañados por el aura pseudonasserista de Sisi. Kamal Abu Eita, fundador de la Federación Egipcia de Sindicatos Independientes, se convirtió en ministro de Recursos Humanos e Inmigración en julio de 2013.

A diferencia de la revuelta masiva de 2011, la fuerza impulsora detrás del movimiento del 30 de junio no fue un deseo colectivo de liberación de la opresión, sino más bien toda una panoplia de miedos, incertidumbres y teorías de la conspiración impulsadas por el régimen sobre “manos ocultas” que habían trastornado las vidas y medios de vida de los ciudadanos de Egipto. La oposición entre fuerzas “revolucionarias” y “contrarrevolucionarias” dio paso a una polarización histérica e hipernacionalista entre lo que se consideraba “egipcio” y “no egipcio”, con la propaganda oficial señalando a la Hermandad como el “enemigo interno”.

El posterior movimiento “antigolpista” de la Hermandad no fue rival para todo el peso del aparato de seguridad y sus enloquecidos partidarios civiles. La violencia alcanzó su cenit el 14 de agosto de 2013, cuando las fuerzas del Estado dispersaron a los ocupantes antigolpistas de las plazas al-Nahda y Rabaa al-Adawiya con buldóceres y fuego real.

Un informe de Human Rights Watch afirmó que hubo al menos 817 civiles asesinados en la plaza de Rabaa y 87 en al-Nahda. La ausencia de solidaridad entre las fuerzas laicas de la oposición las hizo cómplices de esta violencia contrarrevolucionaria.

La elección de Sisi como presidente en 2014, con el 97% de los votos, formalizó simplemente una victoria que la contrarrevolución ya había ganado. Los Estados de Occidente se dieron prisa en aceptar y apoyar al nuevo dictador, incluso cuando ya no podía negarse el catastrófico historial de su régimen.

Con alrededor del 60% de los activistas encarcelados en condiciones espantosas, el presidente francés Emmanuel Macron recompensó a Sisi con la Gran Cruz de la Legión de Honor durante su visita de Estado en diciembre de 2020.

La siguiente ronda

En 2014 el ímpetu de los levantamientos árabes parecía haber desaparecido, ahogado en sangre. La intervención militar de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos había  aplastado ya el levantamiento de Bahréin el 14 de marzo de 2011. En Libia, una guerra civil, agravada por los bombardeos de la OTAN, destrozó el país. En Siria, un genuino levantamiento popular contra la dictadura de Asad se convirtió no solo en un conflicto civil entre milicias armadas, sino también en una guerra de poderes regional y geopolítica.

Solo en Túnez el resultado ha sido menos sangriento y reaccionario, irónicamente a través de una “contrarrevolución en forma democrática” que tuvo más éxito que la de Egipto, con fuerzas islamistas y del antiguo régimen llegando a un acuerdo.

Sin embargo, la marea de la revuelta se propagó por la región una vez más en una segunda oleada. Desde diciembre de 2018 en adelante, las protestas callejeras en Sudán dieron lugar a una movilización masiva sostenida que obligó a dimitir al dictador sudanés Omar al-Bashir el 11 de abril de 2019. En Argelia, (el movimiento) Hirak provocó la dimisión del presidente Abdelaziz Bouteflika el 2 de abril de 2019.

Hacia finales de 2019, pequeñas protestas en la capital libanesa, Beirut, contra los nuevos impuestos se convirtieron en un movimiento de masas. La renuncia del primer ministro Saad Hariri no fue suficiente para calmar los disturbios, que han persistido durante 2020 y 2021.

Las revueltas que fueron derrotadas en la primera oleada de los levantamientos árabes tampoco han sido completamente erradicadas. Ninguno de los agravios originales que motivaron a las personas en 2011 (pan, libertad, dignidad y justicia social) se ha abordado adecuadamente.

En Túnez, el desempleo, la corrupción y la brutalidad policial han llevado a miles de manifestantes, en su mayoría jóvenes, de nuevo a las calles. Incluso en Egipto, bajo la contrarrevolución triunfante, el espíritu revolucionario aún pervive en una maraña de huelgas laborales y protestas locales a pequeña escala, tanto urbanas como rurales.

En enero de 2014, una huelga paralizó las fábricas de la Suez Steel Company, seguida de acciones laborales en el delta del Nilo, El Cairo y Alejandría. En 2015 se documentaron más de mil protestas laborales, a pesar de la intimidación estatal y la violencia contra los trabajadores. Los campesinos y los grupos marginados de las zonas rurales han seguido manifestándose contra la pobreza, la corrupción y la demolición de las viviendas construidas ilegalmente.

En Suez, un pequeño grupo de jóvenes manifestantes marchó en septiembre de 2019 haciendo un llamamiento explícito a la renuncia de Sisi. Cientos de personas se unieron espontáneamente a su protesta, en su mayoría familias de barrios populares. Mujeres y niños arrojaron piedras a los vehículos blindados de transporte de personal militar. Cuando los gerentes de la fábrica de Cerámica Cleopatra reunieron a sus trabajadores para una exhibición en apoyo de Sisi, se negaron a cumplir el programa, gritando “márchate” y “abajo el gobierno militar”.

Lecciones estratégicas

No cabe duda de que el pueblo de Suez y Egipto en general comenzará a protestar nuevamente, a pesar de todos los reveses de la última década; de hecho, la resistencia se está produciendo ya en barrios populares, aldeas y lugares de trabajo industriales. Amenazados con la violencia y el encarcelamiento, los izquierdistas egipcios como S.O. siguen haciendo un trabajo político importante, ayudando a la gente a organizarse, a protestar y a defender sus derechos.

La Revolución del 25 de enero nos obliga a ser humildes y a extraer lecciones estratégicas clave de su experiencia. En primer lugar, la izquierda no hace revoluciones: las hace el pueblo, incluso cuando menos se espera. Sin embargo, la izquierda sigue siendo necesaria y tiene un papel crucial que desempeñar. Sus intervenciones políticas pueden marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Por tanto, la prioridad de la izquierda debería ser apoyar y ayudar a construir el poder popular desde abajo, mostrando a las masas con la práctica que no pueden confiar en ninguna fuerza liberadora excepto en la suya propia, y que tampoco necesitan hacerlo.

En segundo lugar, la idea de poder dual no es una estrategia impuesta desde el exterior por ultraizquierdistas doctrinarios, sino una realidad empírica de la revolución: en algún momento, el poder popular ha de enfrentarse a las estructuras existentes. Este enfrentamiento no puede durar para siempre: terminará con la restauración o la destrucción del poder estatal establecido.

En tercer lugar, la contrarrevolución asume muchas formas diferentes, algunas de las cuales pueden parecer engañosamente “democráticas” o “populares”. Además, las fuerzas contrarrevolucionarias no son homogéneas: pueden representar diferentes fracciones, ideologías y bases sociales de la clase dominante.

Los izquierdistas pueden forjar alianzas tácticas y temporales con otras fuerzas democráticas de oposición, pero deben organizarse de forma independiente y nunca entrar en coaliciones dominadas por liderazgos contrarrevolucionarios. En lugar de limitarse a plantear exigencias que parezcan razonables, deberían plantear las que sean necesarias.

En este sentido, a pesar de su desenlace en última instancia sombrío, la revolución egipcia sigue alentando aún al mundo a soñar mucho más allá de todo tipo de políticas de “mal menor” y de los límites de la democracia y el capitalismo al estilo occidental.

Brecht De Smet es investigador en la Universidad de Ghent y autor de “Gramsci on Tahrir: Revolution and Counter-Revolution in Egypt” (Pluto Press, 2016).

Fuente:

https://jacobinmag.com/2021/02/egypt-hosni-mubarak-revolution-tahrir-square

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.