Traducido para Rebelión por LB.
Esta semana el Primer Ministro de Canadá ha realizado en el Parlamento una declaración dramática: ha pedido perdón a los pueblos indígenas de su país por las injusticias que durante generaciones cometieron contra ellos los sucesivos gobiernos de Canadá.
De esta manera, la Canadá blanca trata de hacer la paz con las naciones nativas, cuyo país conquistaron sus antepasados y cuya cultura los gobernantes blancos han tratado de extirpar.
Pedir perdón por los errores del pasado se ha convertido en parte de la moderna cultura política.
Una cosa así nunca es fácil. Los cínicos podrían decir: paparruchas. Sólo son palabras. Y las palabras, después de todo, son mercancía barata. Sin embargo, esos actos tienen en realidad un profundo significado. A un ser humano -y no digamos a una nación entera- siempre le resulta difícil admitir las iniquidades y atrocidades que ha cometido. Tal reconocimiento implica reescribir la narrativa histórica que constituye la base de su cohesión nacional. Requiere un cambio drástico en los libros escolares y en la perspectiva nacional. En general, los gobiernos suelen ser contrarios a tales iniciativas debido a la presión que ejercen en todos los países los demagogos nacionalistas y de los mercachifles del odio.
El Presidente de Francia ha pedido disculpas en nombre de su pueblo por las fechorías del régimen de Vichy, que entregó a judíos a los exterminadores nazis. El Gobierno checo ha pedido disculpas a los alemanes por la expulsión en masa de la población alemana al final de la Segunda Guerra Mundial. Alemania, por supuesto, ha pedido disculpas a los judíos por los crímenes del Holocausto. Recientemente, el gobierno de Australia ha pedido perdón a los aborígenes. E incluso en Israel se hizo un débil esfuerzo para curar una grave herida interna cuando Ehud Barak pidió perdón a los judíos orientales por la discriminación que han sufrido durante muchos años.
Pero nos enfrentamos con un problema mucho más difícil y complejo relacionado con las raíces mismas de nuestra existencia nacional en Israel.
Creo que la paz entre nosotros y el pueblo palestino -una paz real, basada en una conciliación real- debe comenzar con una disculpa.
En mi mente me imagino al Presidente del Estado o al Primer Ministro dirigiéndose a una sesión extraordinaria de la Knesset y pronunciando un discurso histórico del siguiente tenor:
«Señora presidenta, Honorable Knesset,
En nombre del Estado de Israel y de todos sus ciudadanos me dirijo hoy a los hijos e hijas del pueblo palestino, dondequiera que se encuentren.
Reconocemos haber cometido contra ustedes una injusticia histórica y les pedimos humildemente perdón.
Cuando el movimiento sionista decidió establecer un hogar nacional en este país al que nosotros llamamos Eretz Yisrael y ustedes Filastin, no tenía ninguna intención de construir nuestro Estado sobre las ruinas de otro pueblo. De hecho, casi nadie en el movimiento sionista había puesto sus pies en este país antes del primer Congreso Sionista de 1897, ni tenía la más remota idea de cuál era la situación real aquí.
El ardiente deseo de los padres fundadores de este movimiento era salvar a los judíos de Europa, donde se estaban arremolinando en aquel tiempo los ominosos nubarrones del odio antijudío. En Europa oriental los pogromos se sucedían con virulencia y en toda Europa se advertían indicios del proceso que eventualmente habría de conducir al terrible Holocausto en el que perecieron seis millones de judíos.
A ese propósito básico se sumaba la profunda devoción que los judíos han profesado a lo largo de generaciones al país en el que se escribió la Biblia, el texto que define a nuestro pueblo, así como a la ciudad de Jerusalén, hacia la cual los judíos han orientado sus plegarias durante milenios.
Los fundadores sionistas que vinieron a este país eran pioneros que portaban en sus corazones los más nobles ideales. Creían en la liberación nacional, en la libertad, en la justicia y en la igualdad. Nos sentimos orgullosos de ellos. Desde luego, no soñaban con perpetrar una injusticia de dimensiones históricas.
Todo esto no justifica lo que sucedió después. La creación del hogar nacional judío en este país ha supuesto una profunda injusticia para ustedes, el pueblo que vivía aquí desde hacía generaciones.
No podemos seguir ignorando el hecho de que en la guerra de 1948 -que para nosotros es la Guerra de la Independencia y para ustedes la Naqba- unos 750.000 palestinos se vieron obligados a abandonar sus tierras y hogares. Por lo que respecta a las circunstancias precisas de esta tragedia, propongo la creación de una «Comisión de la Verdad y la Reconciliación» integrada por expertos de ambos lados cuyas conclusiones serán incorporadas a los libros escolares, tanto a los suyos como a los nuestros.
No podemos seguir ignorando el hecho de que durante 60 años de conflicto y guerra se les ha impedido realizar su derecho natural a la independencia en su propio Estado nacional libre, un derecho confirmado por la Asamblea General de Naciones Unidas en aquella resolución del 29 de noviembre de 1947 que constituyó la base jurídica para el establecimiento del Estado de Israel.
Por todo ello, les debemos una disculpa, y quiero expresarla con todo mi corazón.
La Biblia nos dice: «Quien encubre sus pecados no prosperará, mas quien los confiesa y los abandona alcanzará misericordia» (Proverbios, 28, 13). Es evidente que la confesión no es suficiente. Tenemos también que abandonar los agravios que hemos causado en el pasado.
Es imposible hacer volver atrás la rueda de la historia y restablecer la situación que existía en el país en 1947, del mismo modo que ni Canadá ni los Estados Unidos pueden retrotraerse 200 años. Debemos construir nuestro futuro juntos a partir del deseo común de avanzar, de sanar lo que pueda ser curado y de reparar lo que pueda ser reparado sin infligir nuevas heridas, sin cometer nuevas injusticias y sin causar más tragedias humanas.
Les ruego que acepten nuestras disculpas con el mismo espíritu con el que se las ofrecemos. Pongámonos a trabajar juntos para una solución justa, viable y práctica de nuestro secular conflicto, una solución que no puede satisfacer todas las justas aspiraciones ni enderezar todos los agravios, pero que permitirá que nuestros pueblos vivan su vida en libertad, paz y prosperidad.
Esta solución es evidente para todos. Todos sabemos en qué consiste. Ha surgido de nuestras dolorosas experiencias, moldeada a golpes por las lecciones que hemos extraído de nuestros sufrimientos, cristalizada por los esfuerzos de nuestras mejores mentes, tanto de las suyas como de las nuestras.
Esta solución significa, simplemente, que ustedes tienen los mismos derechos que nosotros y que nosotros tenemos los mismos derechos que ustedes: derecho a vivir en un Estado propio, bajo nuestra propia bandera, regidos por leyes promulgadas por nosotros, gobernados por un gobierno libremente elegido por nosotros mismos, en la esperanza de que sea un Gobierno bueno.
Uno de los mandamientos fundamentales de nuestra religión -como de la suya y como la de todos los demás- fue formulado hace 2000 años por el rabino Hillel: No hagas a otros aquello que no deseas que otros te hagan a ti.
En la práctica, eso significa lo siguiente: su derecho a establecer de inmediato el Estado libre y soberano de Palestina en todos los territorios ocupados por Israel en 1967 y el reconocimiento inmediato del Estado de Palestina como miembro de pleno derecho de las Naciones Unidas.
Las fronteras del 4 de junio de 1967 serán restauradas. Confío en que a través de negociaciones libres podamos ponernos de acuerdo en torno a un mínimo de intercambios territoriales que sean beneficiosos para ambas partes.
Jerusalén, tan cara a todos nosotros, debe ser la capital de ambos Estados: Jerusalén Oeste, incluido el Muro Occidental, será la capital de Israel, y Jerusalén Oriental, incluyendo Al-Haram al-Sharif, que nosotros llamamos el Monte del Templo, será la capital de Palestina. Lo que es árabe será de ustedes y lo que es judío será nuestro. Pongámonos a trabajar juntos para mantener la ciudad como una realidad viva, abierta y unida.
Evacuaremos los asentamientos israelíes, que han sido fuente de tanto sufrimiento y tantas iniquidades para ustedes, y nos llevaremos a los colonos a casa, con excepción de aquellas pequeñas áreas que se unirán a Israel en el marco de los canjes territoriales que libremente acordemos. También desmantelaremos toda la parafernalia de la ocupación, tanto física como institucional.
Debemos abordar con corazón abierto, compasión y sentido común la tarea de hallar una solución justa y viable para la terrible tragedia de los refugiados y de sus descendientes. A cada familia de refugiados debe permitírsele elegir libremente entre diferentes soluciones: la repatriación y el reasentamiento en el Estado de Palestina con generosas ayudas; permanecer donde están; o emigrar a cualquier país de su elección, también con generosas ayudas. Y, sí: también ha de reonocérseles la posibilidad de regresar al territorio de Israel en un número aceptable consensuado con nosotros. Los propios refugiados deben ser un socio de pleno derecho en todos nuestros esfuerzos.
Confío en que nuestros dos Estados -Israel y Palestina-, viviendo uno al lado del otro en este amado pero pequeño país, rápidamente se equipararán en los ámbitos humano, social, económico, tecnológico y cultural, creando una relación que no sólo garantizará nuestra seguridad, sino también el rápido desarrollo y la prosperidad para todos.
Juntos trabajaremos por la paz y prosperidad en toda nuestra región sobre la base del mantenimiento de estrechas relaciones con todos los países de la zona.
Comprometidos con la paz y decididos a crear un futuro mejor para nuestros hijos y nietos, pongámonos de pie e inclinemos la cabeza en recuerdo de las innumerables víctimas -judías y árabes, israelíes y palestinas- de este conflicto nuestro que ya ha durado demasiado tiempo».
Un discurso así es, a mi juicio, absolutamente necesario para abrir un nuevo capítulo en la historia de este país.
Tras pasar varias décadas reuniéndome con palestinos de toda condición he llegado a la conclusión de que los aspectos emocionales del conflicto no son menos -sino tal vez incluso más- importantes que los políticos. Un profundo sentimiento de injusticia impregna las mentes y acciones de todos los palestinos. Sentimientos de culpabilidad inconscientes o semiconscientes perturban el alma de los israelíes, alimentando en ellos una profunda convicción de que los árabes nunca harán la paz con Israel.
No sé cuándo un discurso así será posible. Depende de muchos factores imponderables. Pero sí sé que sin un discurso así los simples acuerdos de paz alcanzados mediante regateos entre diplomáticos no serán suficientes. Como demostraron los acuerdos de Oslo, construir una isla artificial en medio de un piélago de tormentosas emociones simplemente no sirve para nada.
Las excusas públicas presentadas por el Primer Ministro canadiense no son lo único que podemos aprender de ese país de América del Norte.
Hace 43 años, el gobierno canadiense adoptó una medida extraordinaria con el fin de hacer la paz entre la mayoría anglófona y la minoría francófona de sus ciudadanos. La relación entre esas dos comunidades ha sido una herida abierta desde el día en que los británicos conquistaron Canadá unos 250 años atrás. Se decidió sustituir la bandera nacional de Canadá, que se basaba en la británica «Union Jack», por una nueva bandera nacional que exhibía la hoja de arce.
En aquella ocasión el Presidente del Senado dijo: «La bandera es el símbolo de la unidad de la nación, ya que, más allá de toda duda, ella representa a todos los ciudadanos de Canadá, sin distinción de raza, idioma, credo u opinión«.
De eso también podemos aprender algo.