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Una historia de amor israelí

Fuentes: Rebelión

Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.

Desde la resurrección de Cristo no se había vuelto a ver un milagro semejante: un cadáver enterrado en una cueva ha vuelto a la vida.

La «Opción Jordana» entregó su espíritu hace casi veinte años. Antes de eso nunca gozó de buena salud pero poco tiempo después de la erupción de la primera Intifada, en 1988, fue enterrada oficialmente nada menos que por Su Majestad, el Rey Husein. Él mismo proclamó que renunciaba a cualquier pretensión sobre Cisjordania.

Fue una muerte lastimosa. No hubo ningún entierro apropiado. Simon Peres, uno de sus padres, fingió no conocer al difunto. Isaac Rabin le volvió la espalda. Del polvo vino y al polvo volvió.

Y ahora, de repente, parece haber saltado de nuevo a la vida. Tres escritorzuelos divagantes afirman haberla visto con sus propios ojos. ¡No en Emaús, donde los tres apóstoles de Jesús vieron a su maestro resucitado, sino en Washington, la capital del mundo!

La historia de amor israelí con la dinastía Hachemita empezó hace tres generaciones. (Hashem fue el fundador de la familia de la Meca a la que pertenecía el profeta Mahoma).

En la Segunda Guerra Mundial Iraq se rebeló contra el rey hachemita que le impusieron los británicos a la vez que instalaron a otra rama de la familia en Transjordania. El rey iraquí y su corte huyeron a Palestina. Aquí fue recibido calurosamente por la dirección sionista que le proporcionó una emisora de radio secreta en el Monte Carmelo. Algunos años después le escuché esto a una de las personas directamente implicada, el ministro Eliyahu Sassoon.

El ejército británico restituyó a los hachemitas en el poder de Bagdad. Pero, como Sassoon señaló con dolor, pagaron el bien con mal: Inmediatamente después de su restitución adoptaron una línea extremadamente antisionista. A propósito, el Irgun la organización clandestina, estaba cooperando con los británicos en aquel momento y su comandante, David Raziel, murió en Iraq en el transcurso de la operación.

Issam Sartawi, uno de los líderes de la OLP, un refugiado de Acre que creció en Iraq, afirmó después que cuando los hachemitas regresaron a Bagdad, los británicos organizaron una matanza de judíos para hacer que se ganaran la popularidad nacionalista. Todavía se guardan los documentos sobre este infame episodio bajo las envolturas de los archivos británicos.

Pero las relaciones con los hachemitas continuaron. En vísperas de la guerra de 1948, la dirección sionista se mantuvo en estrecho contacto con el rey Abdullah de Transjordania. Entre el rey y Golda Meir tramaron varios planes secretos, pero cuando llegó el momento el rey no se atrevió a romper la solidaridad árabe, por lo que también él invadió Palestina. Se ha afirmado que esto se hizo en estrecha coordinación con David Ben-Gurion. Y de hecho el nuevo ejército israelí evitó atacar a las fuerzas jordanas (excepto en el área de Latrun, en un intento de abrir el camino a la sitiada Jerusalén Oeste).

La cooperación entre Abdullah y Ben-Gurion dio el fruto esperado: el territorio que fue asignado por la ONU al putativo estado árabe palestino se dividió entre Israel y el renombrado Reino de Jordania (la Franja de Gaza se entregó a Egipto). El estado palestino no llegó a formarse y la cooperación israelo-jordana floreció. Continuó después de que el rey Abdullah fuera asesinado en los santos lugares de Jerusalén y su nieto, el joven Hussein, ocupó su lugar.

En ese momento la marea de nacionalismo panárabe estaba en su apogeo y Gamal Abd-el-Nasser, su profeta, era el ídolo del mundo árabe. El pueblo palestino que había sido privado de una identidad política también vio su salvación en una entidad de «todos los árabes». Había un peligro de que se pudiera destronar al rey de Jordania en cualquier momento, pero Israel anunció que si esto sucedía el ejército israelí entraría en Jordania enseguida. El rey siguió sentado en su trono apuntalado por las bayonetas israelíes.

Las cosas alcanzaron el clímax durante el Septiembre Negro (1970) cuando Hussein aplastó a las fuerzas de la OLP a sangre y fuego. Los sirios se apresuraron para acudir en su defensa y empezaron a cruzar la frontera. En coordinación con Henry Kissinger, Golda Meir emitió un ultimátum: si los sirios no se retiraban enseguida, el ejército israelí entraría. Los sirios se rindieron y el rey se salvó. Las fuerzas de la OLP se fueron a Líbano.

En plena crisis, apelé en la Knesset a que el gobierno israelí tomara el rumbo opuesto: facilitar que los palestinos en Cisjordania establecieran un estado codo con codo con Israel. Años después Ariel Sharon me dijo que él había propuesto lo mismo durante las deliberaciones secretas del Comando General del Ejército. (Después Sharon me pidió que organizara una reunión entre él y Yasser Arafat para discutir este plan: derribar el régimen en Jordania y convertir el país en un estado palestino en lugar de Cisjordania. Arafat se negó a reunirse y reveló la proposición al rey).

La Opción Jordana era más que un concepto político; era una historia de amor. Durante decenios casi todos los líderes israelíes estuvieron enamorados de ella; desde Chaim Weizmann a David Ben-Gurion, de Golda a Peres.

¿Qué hizo la familia hachemita que encantó a los sionistas y a la clase dirigente israelí?

En el curso de los años he oído muchos argumentos racionales y sonoros. Pero estoy convencido que la raíz no era en absoluto racional. La virtud decisiva de la dinastía hachemita era -y es- bastante simple: no son palestinos.

Desde el primer día el movimiento sionista ha vivido en el rechazo total al problema palestino. Hasta donde ha sido posible ha negado la misma existencia del pueblo palestino. Puesto que esto se ha vuelto ridículo, niega la existencia de un compañero palestino para la paz. En todo caso, niega la posibilidad de un estado palestino viable al lado de Israel.

Este rechazo tiene raíces profundas en el inconsciente del movimiento sionista y de la dirección israelí. El sionismo se esforzó para la creación de un «Hogar Nacional Judío» en una tierra en la que estaba viviendo otro pueblo. Puesto que el sionismo era un movimiento idealista imbuido de profundos valores morales, no podía soportar la idea de que estaba cometiendo una injusticia histórica contra otro pueblo. Era necesario suprimir y negar el sentimiento de culpa engendrado por este hecho.

Los sentimientos de culpa inconscientes se hicieron más profundos por la guerra de 1948 en la que más de la mitad del pueblo palestino fue despojado de sus tierras. La idea de poner Cisjordania en el reino hachemita se construyó con la ilusión de que no hay ningún pueblo palestino (¡»Son todos árabes»!), así no existiría ninguna injusticia.

La Opción Jordana es un eufemismo. Su nombre real es «Opción Antipalestina». De eso se trata. Todo lo demás es irrelevante.

Eso puede explicar el hecho curioso de que desde la guerra de 1967 no se ha hecho ningún esfuerzo para llevar a cabo esta «opción». Los sumos sacerdotes de la Opción Jordana que la predicaron desde cada cumbre no movieron un dedo para traerla. Al contrario, hicieron todo posible para impedir su realización.

Por ejemplo: durante la primera legislatura de Isaac Rabin como primero ministro, después de la guerra de 1973, Henry Kissinger tuvo una idea inteligente: devolverle el pueblo de Jericó al rey Hussein. Así se habría establecido un hecho consumado: la bandera hachemita ondearía en territorio de Cisjordania.

Cuando el ministro de Exteriores, Yigal Allon, le llevó la propuesta a Rabin se encontró con una negativa inexorable. Golda Meir había prometido en su tiempo que se celebrarían nuevas elecciones antes de que cualquier territorio ocupado fuera devuelto a los árabes. «¡No estoy preparado para ir a elecciones a causa de Jericó!», exclamó Rabin.

Lo mismo pasó cuando Simón Peres alcanzó un acuerdo secreto con el rey Hussein y trajeron el producto terminado al entonces primero ministro Isaac Shamir, quien tiró el acuerdo al cubo de la basura.

(«Usted se enfrenta a una difícil elección», le dije en broma una vez en un debate de la Knesset, «O no devolverle los territorios ocupados a Jordania o no devolvérselos a los palestinos»).

Un aspecto interesante de esta larga historia de amor es que ninguno de los amantes israelíes jamás se tomó la molestia de mirar el problema desde el otro lado. En lo profundo de su corazón despreciaron a los jordanos tanto como desprecian a los árabes.

A mediados de los años ochenta recibí una invitación extraoficial de Jordania, entonces oficialmente todavía un «país enemigo». Ciertamente entré con un pasaporte bastante dudoso, pero una vez allí me registré como periodista israelí. Puesto que fui el primer israelí que pasó a Amán abiertamente declarando mi identidad, atraje mucha atención en los círculos más altos.

Un importante funcionario gubernamental me invitó a cenar en un restaurante de lujo. En una servilleta del papel dibujó el mapa de Jordania y me explicó todo el problema en resumidas cuentas:

«Estamos rodeados por países que son muy diferente a nosotros. Aquí está el Israel sionista y aquí la Siria nacionalista. En Cisjordania florecen las tendencias radicales y en el vecino Líbano hay un régimen sectario conservador. Aquí está el Iraq seglar de Sadam Husein y aquí la fervorosa Arabia Saudí. Desde todas estas direcciones las ideas y las personas fluyen hacia Jordania. Nosotros las absorbemos todas. Pero no podemos reñir con cualquiera de nuestros vecinos. Cuando nos movemos un poco hacia Siria, al día siguiente tenemos que hacer un gesto hacia Arabia Saudí. Cuando nos acercamos a Israel, debemos aplacar rápidamente a Iraq».

La conclusión obvia: la Opción Jordana fue una completa tontería desde el principio. Pero nadie del liderazgo israelí lo captó. Como el sabio Butros-Ghali me dijo una vez: «Ustedes tienen en Israel los mayores expertos en asuntos árabes. Han leído cada uno de los libros y cada artículo. Lo saben todo y no entienden nada porque nunca han vivido ni un solo día en un país árabe».

Los viejos amores nunca mueren. Ciertamente la primera Intifada descartó la Opción Jordana y los líderes de Israel coquetearon con la Opción Palestina. Pero su corazón no estaba en el nuevo amor y actuaban como si los condujera un demonio. Eso explica por qué no se hizo ningún esfuerzo serio para cumplir el acuerdo de Oslo y llevar el proceso a su conclusión lógica: un estado palestino al lado de Israel.

Ahora, de repente, la gente está hablando una vez más de Jordania. ¿Quizás podría pedírsele al rey Abdullah II que enviara su ejército a Cisjordania para combatir a Hamás? ¿Quizás podríamos enterrar la «Solución de los Dos Estados» en una federación jordano-palestina que permitiría a los jordanos tomar de nuevo Cisjordania?

El rey se espantó. ¡Eso es justo lo que él necesita!, ¡incorporar la turbulenta población palestina -y dividida- en su reino!, ¡Para abrir las fronteras a un nuevo diluvio de refugiados e inmigrantes! Se apresuró a rechazar cualquier participación en el proyecto.

¿Federación? Eso es bastante posible, dijo, pero sólo después de que exista un estado palestino libre, no antes de esto y por supuesto no a cambio. Entonces los ciudadanos podrán decidir libremente.

Un famoso libro escrito por el autor israelí Yehoshua Kenaz se titula: «El regreso a los amores perdidos». Pero parece que este viejo amor se ha ido para siempre.

Original en inglés: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1183838976/

Carlos Sanchis y Caty R. pertenecen a los colectivos de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, el traductor y la fuente.