La afirmación de que el problema entre Irán y Arabia Saudita obedece, en última instancia, a divisiones pertinentes al campo de lo religioso forma parte de un más amplio discurso que vincula al Medio Oriente y al Islam con tradiciones de violencia e irracionalidad que impiden a los pueblos que habitan dicha región del planeta […]
La afirmación de que el problema entre Irán y Arabia Saudita obedece, en última instancia, a divisiones pertinentes al campo de lo religioso forma parte de un más amplio discurso que vincula al Medio Oriente y al Islam con tradiciones de violencia e irracionalidad que impiden a los pueblos que habitan dicha región del planeta no sólo resolver, sino incluso tener conflictos que se atengan al orden de lo político. Dicho esto, las identidades sectarias importan, sobre todo por la utilización que los Estados y organizaciones no-estatales hacen de ellas.
Más allá de los conflictos propios de la naciente religión islámica, el conflicto político entre sunnitas y shiítas data de 1979, año-acontecimiento en el gran Medio Oriente. Este año no sólo fue testigo de la Revolución Islámica en Irán que condujo al shiísmo al poder, sino también de la intervención soviética en Afganistán y del Acuerdo de Camp David firmado por Egipto e Israel con mediación de Estados Unidos. Mientras que la Revolución iraní supuso la pérdida por parte de la potencia norteamericana de uno de los dos pilares sobre los que, hasta el momento, había basado su política mezzo-oriental (siendo el otro Arabia Saudita), el acuerdo de paz entre El Cairo y Tel Aviv le otorgó un nuevo aliado.
Desde los procesos de independencia árabes en la década de 1950, Egipto, gobernado por Gamal Abdel Nasser, había sido la vanguardia del nacionalismo árabe, alentando el surgimiento de repúblicas nacionalistas que pronto se vieron lanzadas a los brazos soviéticos. En este marco tuvo lugar lo que fue dado en llamar la «Guerra Fría Árabe» que enfrentó a los países vinculados con Egipto contra los países aliados a Arabia Saudita y que tuvo su máxima expresión en el conflicto que partió a Yemen en dos.
Frente al nacionalismo nasserista, Arabia Saudita, en alianza con Estados Unidos, jugó la carta islámica. Es decir que interpeló a los pueblos de la región no en tanto árabes, sino en tanto musulmanes. El embargo petrolero que impuso a Occidente en 1973 le permitió a Riad acumular ingentes sumas de dinero que destinó a la expansión de su versión del Islam (wahabismo), lo que contribuyó a la caída en desgracia del panarabismo. El dinero saudí también fue utilizado en la yihad contra las tropas soviéticas en Afganistán, organizada por Estados Unidos y Pakistán. Esta «guerra de liberación» que reunió a muyahidín de todo el mundo árabe dio nacimiento a Al-Qaeda.
La Revolución Islámica de Irán fue atacada desde sus inicios: en 1980 el Irak de Saddam Hussein, apoyado por Washington y por Riad, lanzó una guerra contra Irán que se extendió durante 8 años y que tuvo fuertes impactos destructivos sobre la economía y la sociedad iraní e iraquí. Sin embargo, en la década de 1990, Irak y su gobernante pasaron de ser considerados aliados a ser considerados enemigos. Una política de hostigamiento y vaciamiento del Estado de Irak comenzó entonces, en el marco de la defensa de la soberanía de Kuwait, invadido por las tropas iraquíes como respuesta a la crisis que atravesaba el país mesopotámico, efecto de la larga guerra. Esta política tuvo su culminación en el año 2003 cuando, en el marco de la Guerra Global contra el Terror, en respuesta a los atentados del 11 de septiembre de 2001, la entonces administración Bush acusó al Presidente Hussein de tener lazos con Al-Qaeda, acusada, por su parte, de ser la responsable de los atentados.
A partir de esta invasión que no logró legitimación a nivel mundial, la administración Bush impuso su «agenda de la libertad», una estrategia consistente en exportar la democracia liberal a Medio Oriente a fin de evitar la radicalización de los pueblos árabes. En Irak la consecuencia de esta política fue la llegada al poder del shiísmo, cuya población es mayoritaria. Años de opresión sunnita y política identitaria mediante, pronto crecieron las tensiones entre ambas sectas iraquíes. Esta situación derivó en la emergencia de la sunnita Al-Qaeda en Irak.
En el marco de la llamada Primavera Árabe, ya asesinado el líder de la organización, Osama Bin Laden, por un equipo especial de fuerzas estadounidenses en territorio pakistaní, Al-Qaeda llamó a no enemistarse con aquellos movimientos islámicos que habían decidido participar en el juego democrático abierto tras la caída de distintos regímenes. Entre estos últimos se destacan los Hermanos Musulmanes, cuyas distintas ramas ganaron elecciones en Túnez y en Egipto. Esta decisión por parte de Al-Qaeda fue repudiada por un grupo vinculado a la organización que pronto se hizo fuerte en Siria: el Estado Islámico en Irak y el Levante.
El gobierno sirio fue uno de los gobiernos fuertemente afectados por los levantamientos árabes. Sin embargo, Siria reviste una particularidad que lo destaca del resto: es un histórico aliado árabe de Irán con quien desde 1979 Arabia Saudita se encuentra en una lucha hegemónica por el poder regional. La Casa de Al-Saud resintió los resultados de la invasión estadounidense a Irak de 2003 y la llegada al poder del shiísmo que inmediatamente buscó forjar lazos con la República Islámica.
Pero Riad tampoco vio con buenos ojos a la «Primavera Árabe» y sus efectos democráticos, sobre todo el poder que -percibió- iban acumulando los Hermanos Musulmanes a quienes la familia Saud responsabiliza de estar por detrás de un importante grupo reformista: Al-Sahwa. Además, el reino se vio sacudido por su propia «primavera» que tuvo mayor repercusión en la Provincia Oriental, espacio de mayoría shiíta y en el que se encuentra la mayor parte de las reservas de petróleo del reino. El minoritario shiísmo en Arabia Saudita es víctima de la élite religiosa saudí que lo caratula como herético, lo que deriva en una patente discriminación social, cultural y económica de esta fracción de la población saudí, evidenciada en los cotidianos operativos de seguridad que la tienen como blanco.
Ahora bien, la oposición a los Hermanos Musulmanes abrió otro frente para el entonces Rey saudí Abdullah: su vecino del Golfo Qatar, en alianza con Turquía, había decidido darle apoyo a esta organización buscando aumentar su influencia en la región. El conflicto no fue menor y tuvo repercusiones en la política de Siria, Yemen, Egipto, Libia y Palestina, entre otros. Vale aclarar que Qatar comparte con Arabia Saudita el credo wahabí.
El encargado de cerrar esta disputa fue el Rey Salmán quien asumió al frente de la Casa Al-Saud en enero del año pasado. Salmán y su nuevo gabinete decidieron que era necesario volver a prestar atención a la que definieron como amenaza prioritaria: Irán. Efectivamente, mientras las relaciones al interior del Golfo se tensaban, el Grupo 5+1 cerraba un acuerdo con la potencia persa en torno de su programa nuclear que amenazaba con levantar las sanciones que pesaban sobre la República Islámica y volver a inyectarle poder económico. Los fantasmas saudíes le indicaban al flamante rey que Irán utilizaría ese poder económico para entrometerse en los asuntos de su interés.
Por otra parte, el nombramiento de un nuevo sucesor de la monarquía, saltando por primera vez a la generación de los nietos del fundador Ibn Saud y colocando en la línea sucesoria a la rama Sudairi del gobierno, lo obligó a buscar formas de cerrar filas entre la familia gobernante. Tal como analizara David Campbell, la política exterior es principalmente una política identitaria que busca la homogeneización doméstica a través de la diferenciación con el otro externo.
A partir de entonces Arabia Saudita aumentó su presión sobre Estados Unidos para forzar la salida del Presidente sirio Bashar Al-Assad, hijo del nacionalista Assad, pero sostenido sobre una tribu perteneciente a una rama del shiísmo; y optó por intervenir por cuenta propia, armando una alianza árabe-sunnita, en el conflicto en Yemen, donde una tribu shiíta (los Houthi), en conjunción con el ex Presidente Saleh y su ejército había tomado el poder, derrocando al aliado saudí, Abd Rabbuh Mansur Hadi. Mientras tanto, Rusia intervino abiertamente en Siria a favor del Presidente Al-Assad y en contra del Estado Islámico, estrechando sus lazos con Teherán.
Hace pocos días, el conflicto entre Arabia Saudita e Irán tuvo un nuevo capítulo que terminó en la ruptura de relaciones por parte de Riad y la aparición de análisis basados en la idea de un latente y persistente enfrentamiento religioso entre sunnitas y shiítas. La reacción saudí fue en respuesta a lo que consideró un ataque a sus sedes diplomáticas en Teherán por parte de manifestantes que salieron a repudiar la ejecución del clérigo shiíta Nimr Al-Nimr en Arabia Saudita. Como puede apreciarse, si bien extremadamente complejo, el conflicto puede explicarse sin recurrir a artilugios teológicos o religiosos: forma parte de una relación de poder regional en la que confluyen elementos locales y globales. Más allá de las esperables rupturas diplomáticas con Irán por parte de Bahréin y de Sudán, en extremo dependientes de Riad, es un nuevo capítulo de gran relevancia ya que tiene consecuencias directas en los procesos de paz que se están llevando a cabo tanto en Siria como en Yemen, dos países atravesados por múltiples guerras.
Mariela Cuadro, Doctora en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata – Conicet. Coordinadora del Departamento de Medio Oriente del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de La Plata.
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