I Vuelvo al título de un trabajo publicado en 2009, ahora en forma de interrogante. Es sintomática la hostilidad que genera en sectores diversos plantearse, a manera de disyuntiva, la condición «revolucionaria» de un futuro para Cuba. Claro que se trata de una generalización bastante simple: ¿qué significa «un futuro para Cuba»? ¿Las perspectivas de […]
I
Vuelvo al título de un trabajo publicado en 2009, ahora en forma de interrogante. Es sintomática la hostilidad que genera en sectores diversos plantearse, a manera de disyuntiva, la condición «revolucionaria» de un futuro para Cuba. Claro que se trata de una generalización bastante simple: ¿qué significa «un futuro para Cuba»? ¿Las perspectivas de quienes viven dentro de las fronteras o incluye la diáspora? ¿Considera las aproximaciones a un «sentido común» -cada vez más difuso- o privilegia estudios de casos? ¿Se centra en las perspectivas individuales, en las relaciones sociales, sus asociaciones espontáneas o en la lógica institucional y organizativa estimulada por el Estado y el Partido Comunista?
La mencionada hostilidad dice mucho en varios sentidos: 1. La distorsión que constituye la simbiosis entre propaganda política (en este caso revolucionaria) y análisis teórico; 2. La crisis referencial en que se encuentra un sector de la izquierda internacional, para el que el derrumbe de un «asidero» -para algunos, el último sobreviviente de una época de expansión precedente- sería un golpe que les impide plantearse la posibilidad o discutir sobre ella; 3. Los vacíos en la construcción de un imaginario y una cultura de izquierda, socialista (específicamente en Cuba) en términos de programa general, objetivos, referencias y líneas de acción que orienten el actual proyecto pero, en especial, que lo superen más allá de su estado hoy.
Me limito a mencionar estos aspectos, que ameritan un tratamiento más amplio, para concentrarme en algunos de los pulsos y retos que condicionan la interrogante del título.
II
Massimo Modonesi ha tipificado en estas páginas la existencia de una crisis de la gobernabilidad liberal-democrática y de sus sistemas políticos y de partidos, que ha venido a resolverse desde posturas diferentes a costa -la mayoría de las veces- de una desizquierdización de fondo. En el caso cubano en particular, si bien no creo pueda hablarse en los términos clásicos de «crisis de gobernabilidad», hay cierta irrupción a la inversa del fenómeno enunciado por Modonesi.
El triunfo de enero de 1959 modificó de manera radical la vida del país: se conjuró de modo efectivo el latifundio, como se estableciera casi 20 años antes en la Constitución de 1940; se expropió a los grandes poseedores, incluidas gigantescas compañías extranjeras; se iniciaron planes sociales en beneficio de los sectores más desfavorecidos, en especial el olvidado campo (no por gusto la mayoría de las referencias bucólicas a la Cuba prerrevolucionaria son, básicamente, a La Habana). En el terreno político, sobre todo a partir de 1965, se entró en una pax interna afincada en la existencia de un único partido, un esquema de organizaciones políticas y de masas en estrecha relación con éste, un sistema de información centralizado y un consenso verificable en la relación de Fidel Castro con amplios sectores de la población.
La mencionada estabilidad tuvo al menos dos efectos directos, en el sentido de lo que nos interesa abordar en este trabajo: 1. La desestabilización política como externidad, a partir de la agresividad de las diferentes administraciones estadounidenses; 2. Una parte significativa de la población cubana (aproximadamente 78 por ciento) nació después de 1959 y si bien el análisis se limita a decir que «no conoció directamente los efectos del capitalismo», estuvo también en una posición de ajenidad objetiva ante las dictaduras latinoamericanas, el auge de los movimientos de liberación en el área y los agudos conflictos militares, las estrategias de contrainsurgencia, las denominadas «transiciones a la democracia»; en resumen, ante los procesos de composición, debilitamiento y recomposición del paradigma de gobernabilidad liberal-democrático.
Puede ser ésta una de las razones -hay otras- de la reivindicación por algunos sectores de varios aspectos de este paradigma como componente esencial de la profundización de la democracia en Cuba. Sobre el particular aventuro algunas ideas a manera de tesis:
1. La ampliación democrática es una necesidad para el país, y siendo más específico e ideologizando el asunto, resulta consustancial para una nueva etapa del proyecto socialista revolucionario.
2. En la actualidad hay apremiantes para catalizar un proceso como éste (desgaste natural de un sistema político con escasas modificaciones durante medio siglo, distanciamiento temporal y vivencial respecto a la etapa anterior al denominado «Periodo Especial» -más de 40 por ciento de la población nacida después de 1980, envejecimiento o fallecimiento de la llamada «generación histórica», nuevo escenario en las relaciones Estados Unidos-Cuba, entre otros).
3. La propia reivindicación del paradigma de gobernabilidad liberal no es uniforme. Entre varias tendencias, la menos sólida y sin embargo más extendida ve el camino a la ampliación de la democracia (en rigor consideran «el camino a la democracia», pues no reconocen esa cualidad en el proceso cubano) anclado en el electoralismo: votación directa por los cargos públicos (presidente al menos) y sistema pluripartidista.
Buena parte de los cubanos residentes en la isla y fuera de ella identifican la necesidad de una profundización democrática; y también un sector bastante numeroso apuesta a esa ampliación desde el ideal socialista (el anticapitalista) y sin desconocer las experiencias positivas que pueda aportar nuestra historia reciente. Los obstáculos se encontrarán en dos sentidos: primero, el reconocimiento de esa necesidad de cambio; y luego, el terreno de disputa sobre la orientación de éste.
III
Ya que dialogamos con algunas problemáticas que sitúan un «devenir reaccionario» (o al menos no revolucionario) como posibilidad, no puede soslayarse el terreno económico.
La economía ha sido el campo de las mayores tensiones populares cotidianas, al menos desde 1990 hasta hoy; el fenómeno se ha relanzado a partir de los últimos datos oficiales de decrecimiento del producto interno bruto (PIB) en 0.9 por ciento en 2016, y el pronóstico de crecimiento de 2 por ciento para 2017. La centralidad de la economía aparece emboscada sistemáticamente: cuando la crisis se explica sólo por el arbitrario bloqueo impuesto por Estados Unidos y la caída del bloque socialista de Europa del este y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; cuando se ponen en evidencia las incongruencias entre los datos macroeconómicos y la economía individual y familiar; cuando constituye una zona de silencio en los medios de mayor alcance nacional; cuando se convierte en patrimonio exclusivo de directivos, investigadores y analistas que publican en medios digitales a los que tiene acceso una pequeña parte de la población.
Ello no significa que haya una producción teórica y especializada menor (dentro de las fronteras geográficas convencionales y fuera de ellas), así que me centraré en algunos temas relacionados con el objetivo de este trabajo: ofrecer algunas claves para una potencial conservatización.
Desde los primeros años noventa del pasado siglo, pero especialmente a partir de las transformaciones iniciadas en 2010, se ha producido un paulatino alejamiento del esencialismo estatista en materia económica desde el gobierno. Sin embargo, entre la década de 1990 y la actualidad hay varios elementos distintivos en el plano discursivo: si antes la apertura al sector no estatal (es imposible aquí abordar algunas peculiaridades del agro) formaba parte de medidas excepcionales en respuesta de la crisis, ahora tiene que ver con la incorporación de otras formas de propiedad y gestión como parte integral del modelo económico y social.
En este sentido, algunas distorsiones radican en esto: se percibe una predisposición favorable al otorgamiento de licencias a propietarios privados en detrimento de otras formas de gestión no estatal, como las cooperativas no agropecuarias; los propios privados se enfrentan permanentemente a trabas burocráticas, obstáculos y perjuicios que impiden una articulación con la dinámica económica nacional; la figura del «trabajador por cuenta propia» constituye un eufemismo al uso institucional para definir y regular actores económicos de diferente naturaleza jurídica, el trabajador por cuenta propia en sentido estricto, el trabajador de empresas privadas y el empresario individual, propietario y gestor de las pequeñas y medianas empresas.1
Estas distorsiones podrían ser generadoras de contradicciones retardatarias de una perspectiva revolucionaria. Por un lado, el vacío o desacertado marco regulatorio para el funcionamiento del sector no estatal que se expresa en 1. El mal diseño de la política tributaria que según lo establecido, si se cumpliera al «pie de la letra», los ingresos de buena parte del sector privado estarían en el nivel de algunos trabajadores del deprimido sector estatal (en este sentido se ha llevado a una dimensión más descarnada esa idea referida por Guillermo Rodríguez Rivera en Por el camino de la mar, o nosotros los cubanos: «se acata, pero no se cumple»); 2. La incorporación de un número reducido de actividades por ejercer de forma privada, que provoca la inscripción de licencias para encubrir otras no autorizadas, entre ellas las profesionales, de asesoramiento gerencial y otras que integrarían ese «capital humano» resultado de la educación en el periodo revolucionario.
Así, la precisión con que se presenta en los medios de prensa la información de la cantidad de trabajadores por cuenta propia que realizan actividades económicas más complejas y con mayores ingresos, y por tanto presentan declaración jurada sobre los ingresos personales, podría volver invisibles estos fenómenos en su vínculo con la evasión de impuestos, a lo que se suma la inscripción de licencias (y propiedades destinadas a negocios) a través de terceros que deriven en procesos de acumulación y concentración de capital.
Por otro lado, la depresión del empleo estatal en términos de remuneración salarial tiende a ocultar la explotación a que potencial (y realmente) pueden ser sometidos los trabajadores contratados en los negocios privados. Éstos reciben como mínimo tres veces el promedio en el sector público. Si a ello se suman el vacío contractual, la inexistencia de un marco asociativo efectivo para la defensa de estos trabajadores y la insuficiencia (y centralización) de los mecanismos de auditoría y control, puede entenderse que galope cierta negación en el sentido común de la explotación en el concepto clásico marxista. De no actuarse en esta dirección, la cultura capitalista puede ganar un espacio mayor en el escenario de un proyecto que ha refrendado constitucionalmente la irrevocabilidad del socialismo.
En última instancia, estos elementos complejizan el problema fundamental que enfrenta Cuba en materia económica. Éste sería, tomando como referencia los datos sobre el pib comentados, el crecimiento con desarrollo reflejado en la vida cotidiana de su población.
IV
Otra amenaza se encuentra en el terreno de la «sociedad civil», desde la pluralidad de interpretaciones que han caracterizado el término. A grandes rasgos, en la Cuba actual se manifiestan todos los utilitarismos que han marcado su uso, expresando de manera concentrada una especie de mediación fallida.
En medio de la discusión sobre si es válido presentar la sociedad civil como antinomia del Estado y la política, particularmente en el caso de la Revolución Cubana y el proceso de institucionalización que pretendía sentar las bases de un gobierno articulado con el pueblo (un gobierno del pueblo), parece aceptado -aunque parezca contradictorio- que el rescate oficial del término esté relacionado con la pérdida de capacidad del Estado para resolver todas las necesidades de la población, el fortalecimiento del sector económico privado y cooperativo y la creciente diferenciación social. En esta lógica, desde la experiencia de los últimos años con el proceso de reformas promovido por esa dualidad partido-gobierno, el Estado aparece también como el «facilitador» y «promotor» de las nuevas expresiones de la sociedad civil.
A esto acompaña otra problemática. El surgimiento de nuevos interlocutores y la ampliación del espacio social autónomo mirados como un fenómeno actual en Cuba implican el riesgo de desconocer como actores de la sociedad civil las organizaciones surgidas (o refundadas) entre 1959 y 1980.
Una tendencia que se ha extendido en diversos terrenos es negar el carácter participativo de todo espacio que legitime las políticas del Estado, apoye determinadas medidas tomadas o responda movilizativamente a convocatorias de los dirigentes estatales o del Partido Comunista. Es como si las personas no pudieran asociarse alrededor de un objetivo de acompañamiento. En la actual coyuntura, la pregunta sería ¿refleja este acompañamiento la prioridad de los miembros de las organizaciones o asociaciones o la de sus dirigentes?
Hasta aquí, la mediación fallida se presenta en dos sentidos: las distorsiones en las relaciones entre el esquema organizacional y asociativo fruto de la Revolución y un tipo específico de Estado, también resultado de ésta; y la reiteración de la sociedad civil como antagónica y hostil a la experiencia de organización política y gubernamental cubana posterior a 1959.
Una de las mejores expresiones de esta última construcción se evidenció en el discurso del presidente Obama en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso el 22 de marzo de 2016, cuando la corrió a los terrenos -a contrapelo de algunos teóricos- de la sociedad económica, y dentro de ella, fundamentalmente al terreno individual y no al asociativo.
Otra arista de esa mediación fallida se encuentra en la inserción de Cuba en una crisis identitaria por «sobreproducción» que la trasciende en el plano geográfico. Por un lado, la explosión de múltiples reivindicaciones particulares (válidas, y atendidas o no indistintamente) postergan muchas veces la atención de problemas estructurales, al tiempo que se «montan» en una dinámica de presión a las instituciones que parece desconocer la agudeza de los problemas del país. Su contraparte, las entidades del Estado y gobierno (o sus dirigentes, pues de otra manera sería una entelequia), se resisten en el sentido de atender con agilidad estas demandas, generar consenso y centrar los esfuerzos en los asuntos estratégicos. En resumen, ni se deja gobernar ni se desbroza el camino para hacerlo de cara a los principales retos que se enfrentan: el económico, el relacionado con el futuro de los nexos Cuba-Estados Unidos en la era Trump, los efectos de los acontecimientos internos en Venezuela, el recambio político de 2018.
A ello se suma el hecho de que esa tirantez entre las instituciones estatales o de gobierno y buena parte de las agrupaciones informales o asociaciones de historia más reciente homogeniza estas últimas. En ese estado de cosas, parecen preteridas discusiones de gran trascendencia. Por ejemplo, resultan cantados la ineficacia y el conservadurismo de la actual política oficial de medios, información y comunicación; ante la necesidad de su modificación, su contenido encarna especial terreno de disputa: ¿se apostará por una coexistencia de formas diversas de gestión? (que ya se ha verificado en la práctica, aunque en las fronteras de la web principalmente), ¿se legitimará una práctica de información desde lo comunitario, de la que -salvo algunas excepciones- hay pocas experiencias?, ¿se apostará por las formas no convencionales que condensan las líneas y miradas de individuos, colectivos o grupos de interés y presión?
V
Reivindicación -por demás incompleta- del paradigma de gobernabilidad liberal democrático, procesos de acumulación y concentración de capital y mediación fallida pueden ser algunos de los obstáculos para un devenir revolucionario, o de izquierda -un término aun menos preciso-, de la Cuba futura.
Si bien el punto de partida podría identificarse en dos preguntas: ¿cuánto hay de revolucionario en el actual proyecto cubano?, y ¿cuál sería el contenido de «lo revolucionario»?, me limito a presentar algunas de las potencialidades -muchas veces vistas como limitaciones- para una derivación en este sentido.
La propia obra de la revolución, aunque no vista en un sentido inmovilista o de aferrase a lo alcanzado, sino en la dinámica de corrimiento de las bases para cualquier transformación del país. El triunfo del 1 de enero de 1959 y las medidas tomadas paulatinamente contribuyeron a mover el sentido común de los cubanos, su imaginario, sobre la sociedad concreta en que aspiran a vivir.
No se trata de un campo sin conflictos. Primero, porque la mayoría de esos cambios, relacionados con la universalidad del acceso a una salud y educación gratuitas, las modificaciones iniciales del régimen de propiedad, la reivindicación jurídica y simbólica de los derechos de las mayorías excluidas, la ruptura de una tradición política que se delineaba en posición antagónica con la ética, se verificó en los años inmediatos a 1959. Por tanto, a la par de las críticas actuales dables en estos terrenos, cualquier proyección futura debe partir de esos presupuestos, incluirlos. Emergerían como factor de unidad y consenso sólo ante cualquier intento de desmontaje, de la misma forma que asomarían frente a algún planteamiento fundamentalista que pretenda la devolución de las propiedades confiscadas con posterioridad al 1 de enero.
El pueblo cubano, al menos en tres dimensiones fundamentales. La primera, y mayoritaria, se expresa en una parte de la población a la que las dificultades económicas y los problemas de la vida cotidiana han situado como prioridad la satisfacción de sus necesidades. Se insiste mucho en cierta entronización de una perspectiva individualista, en la pérdida de valores «clásicos» a partir de la crisis iniciada en los noventa; pero en sentido general, este escenario responde a una estrategia de supervivencia y espera por los resortes movilizativos y de liderazgo que articulen la acción colectiva hacia el desarrollo, en primer lugar, económico. Esos resortes se encuentran precisamente en la población, pero en ocasiones se han intentado capitalizar desde el sectarismo y el afán de protagonismo.
La segunda dimensión está en la emigración cubana, que adquiere creciente peso en la dinámica demográfica ante la situación del aumento natural de la población. A la tendencia de emigración sostenida -de manera fundamental hacia Estados Unidos-, que ha ascendido desde 2013 a más de 50 mil anualmente, se suma la medida anunciada por Barack Obama el pasado 12 de enero de eliminar la política especial de parole para los ciudadanos cubanos que llegan a ese territorio (conocida como «pies secos, pies mojados»). Los efectos de este anuncio, de implantación inmediata, tendrán que ser observados y analizados en el marco de la toma de posesión del republicano Donald Trump.
Aproximadamente 17.6 por ciento de los cubanos residen en el exterior, de manera fundamental en Estados Unidos (unos 2 millones). Si bien Pew Research Center identifica un crecimiento de los cubanos que ingresan en ese país tras la modificación cubana de la política migratoria en 2013, diferentes medios hablan de la circularidad de este proceso: se advierte una tendencia a viajar, pero también a regresar al país.
Más allá de estos datos, en sentido general la emigración cubana quiere contar -partiendo desde su contribución familiar- en la economía del país. Es (o será) con la visualización del peso de las remesas familiares, su papel como inversores directos (o no) o convirtiéndose en el primer emisor de viajeros a Cuba (en 2016, los cubanos residentes en otros países constituyeron el segundo grupo después de Canadá). Por razones de espacio, no puedo desarrollar otras variables de importancia que contribuirían a un intercambio más amplio sobre el particular, entre ellas la traslación, a los sectores más extremistas de la emigración, del centro de un inmovilismo mental como rémora para construir un futuro en que quepa la mayoría de los cubanos; la heterogeneidad de posiciones existente en la emigración sobre la dinámica cubana, y en la isla sobre la emigración; las tensiones y los consensos generados por acontecimientos como el restablecimiento de relaciones diplomáticas Cuba-Estados Unidos, la elección de Donald Trump para la Presidencia, el fallecimiento del líder de la revolución, Fidel Castro, y la mencionada eliminación de la política de «pies secos, pies mojados».
La última dimensión la asocio a la potencialidad revolucionaria existente en las bases de las organizaciones políticas: el Partido y la Unión de Jóvenes Comunistas. La condición revolucionaria entre los cubanos no es un patrimonio de los militantes de esas organizaciones; y no necesariamente todos los que pertenecen a ellas tienen una construcción similar sobre qué significa ser revolucionario. Entre 1997 y 2016, el Partido Comunista celebró sus congresos quinto, sexto y séptimo. En el periodo, la membresía de la organización se movió entre los 780 mil militantes (1997) y los 670 mil (2016); ello supone un decremento aproximado de 14 por ciento.2 Las dos organizaciones agrupan más de 1 millón de personas.
Pragmáticamente, se habla de la décima parte de la población residente en la isla, una cifra nada despreciable. Las bases de estas organizaciones, en especial del partido, no tienen una interpretación uniforme de la realidad cubana, como se ha expresado en los procesos de debate de los últimos años. Al mismo tiempo, hay una preocupación generalizada por los problemas que enfrenta de manera cotidiana la población (de la que forman parte ellos mismos, los militantes de base), que puede articularse con el tipo específico y peculiar de partido necesario en un esquema de organización política única.
Por otra parte, el movimiento de disminución experimentado demuestra al menos tres aspectos: 1. La necesidad de pensarlo y abordarlo como problema y, por tanto, observar la urgencia de transformación no sólo en el plano económico (también el político, entre otros) y general de la sociedad (también en el partido); 2. Deben atenderse las formas de construcción de hegemonía que tiene en la actualidad el partido en el contexto cubano; 3. Se cuenta aún con una base significativa numéricamente, que ha resistido en el partido los años de desgaste económico, las privaciones, los esquematismos en el trabajo político y comunicacional, las migraciones familiares.
En rigor, obra de la revolución y pueblo cubanos no pueden verse como escenarios separados. En su tipicidad actual se articulan; y en ellos veo las principales fuerzas de un desarrollo revolucionario en la isla. Para ello, para definir y acercar el contenido de tal condición y seguir corriendo las fronteras de los que se incluyen en el proyecto revolucionario, hay que plantearse, como sentido, posibilidad (o no) y aspiración, la interrogante: Cuba futura, ¿Cuba revolucionaria?
Notas:
1 Norma Tania Rivero y José Luis Fernández de Cossío. «¿Por qué no reconocer la existencia del empresario individual?», en Progreso Semanal. http://progresosemanal.us/20150715/por-que-no-reconocer-la-existencia-del-empresario-individual/
2 Raúl Castro Ruz. «Informe central al VII Congreso del Partido Comunista de Cuba», en Cubadebate. http://www.cubadebate.cu/noticias/2016/04/17/informe-central-al-vii-congreso-del-partido-comunista-cuba/#.WHrb1VXhDIU
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