La fundación de una república no es cualquier cosa. Se trata de uno de los momentos más importantes en la vida de una sociedad. A menudo se comete el error de analizar ese acontecimiento solo como acto jurídico, reconociéndose la intervención directa del soberano en una Asamblea Constitucional: así se olvida, sin embargo, la multiplicidad […]
La fundación de una república no es cualquier cosa. Se trata de uno de los momentos más importantes en la vida de una sociedad. A menudo se comete el error de analizar ese acontecimiento solo como acto jurídico, reconociéndose la intervención directa del soberano en una Asamblea Constitucional: así se olvida, sin embargo, la multiplicidad de procesos históricos que confluyen en dicha fundación. Para que una verdadera república nazca, se necesita siempre detrás una epopeya, un acto de creación histórica en la que al menos una parte de la sociedad participe de manera activa.
Así vemos que las repúblicas más importantes de la modernidad nacieron de revoluciones: tal es el caso de las repúblicas francesa y norteamericana, por ejemplo. En el caso español, la proclamación de la segunda república fue el comienzo de un arduo proceso de transformaciones que, podemos afirmar, eran en sí una revolución, la cual le estaba dando forma a la república por venir. Pero incluso cuando no se puede hablar de una revolución en sentido propio, el nacimiento de una nueva república debe estar acompañado de un movimiento cívico, del surgimiento de una conciencia nacional que cristalice en el texto constitucional.
Como suele ocurrir, este, uno de los momentos jurídicos más importantes, tiene mucho de extrajurídico. Lo cual se explica, porque en el acto de fundación de una república no solo se constituye una nueva legalidad, sino también la legitimidad que tendrá esa legalidad. Ese acontecimiento requiere de un discurso legitimador que cale en la conciencia con la fuerza de un nuevo mito. Para la fortaleza y futura salud de una república no es tan importante la legalidad del proceso que llevó hasta su fundación como la cantidad de sangre derramada y la masividad de la participación en la lucha por conquistarla. Esto es así, porque solo cuando el discurso legitimador conecta con las experiencias de las personas que pasaron por un proceso de transformación social, adquiere la fortaleza suficiente para asentar la supremacía de las nuevas leyes.
¿A dónde quiero llegar? Últimamente, cuando leo las opiniones que algunos dan en las redes sociales sobre diversos temas, en las cuales salen a relucir las deficiencias del estado de derecho en Cuba, tengo la sensación de que se está dejando algo importante en el olvido. No es que no sea importante reivindicar los derechos humanos, incluidos los llamados derechos civiles, libertad de expresión, libertad de manifestación, libertad de prensa y libertad de asociación, entre otros. Lo que pasa es hay otro derecho que debe ser defendido con la misma intensidad que el resto, si es que no se quiere perder el norte: el derecho a una comunidad regida por la justicia social.
Los derechos civiles, a los que me refería más arriba, no protegen al ser humano de las asimetrías que genera de manera normal la sociedad capitalista. A duras penas le dan una pequeña ventana de oportunidad para luchar por mejorar su situación. Pero cuando dichas asimetrías se agudizan, una gran parte de la población pierde de facto la posibilidad de ejercer una ciudadanía plena, pues no se puede ser ciudadano cuando no se tiene un sustento material elemental.
En el mundo desarrollado, donde las cadenas globales de valor generan una gran acumulación de capital, la sangre no llega al río, una gran parte de la población puede ejercer efectivamente su ciudadanía y la república sobrevive. Pero en América Latina, la experiencia muestra que el capitalismo periférico, con su orden oligárquico, latifundista, colonial, patriarcal y explotador, arroja a una gran parte de la población a una exclusión y precariedad económica tal que les impide vivir como ciudadanos plenos. Por eso Mariátegui decía que «las repúblicas latinoamericanas no han sido más que falsas repúblicas».
En América Latina, el discurso de los derechos civiles juega un papel mucho más perverso que en el mundo desarrollado. Mientras que allá en el Norte las circunstancias históricas forzaron a la burguesía a ceder parte de sus privilegios, y a hacer realidad la promesa republicana, aquí en el Sur las oligarquías siempre han entendido la república como SU república. El discurso de los derechos civiles les sirve entonces para blanquear sus sistemas políticos; es una forma de decirle al pobre, al campesino, al indio, a la mujer, «tú tienes los mismos derechos que nosotros, no pidas más», mientras que en la práctica se le niegan todas las posibilidades materiales para ejercer la ciudadanía. Por supuesto, habría que distinguir dentro de América Latina toda la multiplicidad de matices, momentos contrahegemónicos, las revoluciones parciales, pero es muy largo para hacerlo aquí.
En Cuba, antes de la Revolución, era exactamente igual que en el resto de América Latina, a pesar de los matices. No obstante el carácter popular de nuestras guerras de liberación, y la radicalidad de la propuesta republicana y democrática de Martí, los EEUU se aseguraron con su intervención de que la primera república cubana naciera en el mejor estilo latinoamericano. La oligarquía criolla, principalmente azucarera, se valió del discurso republicano de una forma demagógica, clasista y excluyente.
Ahora bien, conectando con la reflexión inicial sobre la fundación de una república, ¿qué ocurre cuando -como es normal en América Latina-, el discurso legitimador de la república no tiene un sustento en la experiencia del pueblo?
Se derramó mucha sangre y se levantaron muchos mitos en la formación de las repúblicas latinoamericanas. Sin embargo, si se mira con detenimiento, se verá que las oligarquías arrojaron siempre muy rápido al basurero de la historia los contenidos más populares del pensamiento y el discurso generado durante las luchas de independencia. Bolívar murió creyendo que había arado en el mar. A Quintín Banderas lo mataron, en el fondo, por ser negro. El nuevo discurso de las oligarquías siempre fue una verborrea mentirosa, y el discurso de la república y de los derechos civiles se convirtió en una patraña casi sin sustento en la experiencia popular.
Estas falsas repúblicas, además de caracterizarse por la exclusión fáctica de gran parte de la población, han carecido de la fortaleza de una verdadera república soberana. La contradicción entre el discurso legitimador que promueven las clases dominantes y la experiencia vital de la gente común, las ha condenado a una debilidad crónica. Las crisis de hegemonía de estos sistemas políticos son cíclicas.
En Cuba, el sistema político de la primera y segunda repúblicas sufrió de las mismas crisis, por razones similares. El uso demagógico que hacían las clases dominantes del discurso de la república tenía un efecto nocivo para la propia hegemonía de esas clases. Puede llamar a confusión el hecho de que las mayores crisis se dieran no en los momentos «democráticos» sino en los momentos dictatoriales, y algunos han querido interpretar eso como una muestra del fervor republicano del pueblo cubano. Pero las dictaduras de Gerardo Machado y Batista eran parte del mismo sistema que los períodos republicanos normales, ya que fueron salidas que encontraron las mismas clases dominantes a sus contradicciones internas. En general, toda la vida republicana era normalmente considerada corrupta y falsa.
¿Cuál era el derecho más violado antes de la Revolución en Cuba? Al igual que ocurre hasta hoy en América Latina, en Cuba se atropellaba el derecho a una comunidad regida por la justicia social. Sin esa justicia social, de poco les servían a los guajiros el derecho a la libertad de prensa o el derecho a la libertad de asociación. Sin el surgimiento material de una comunidad capaz de ejercer la ciudadanía, de nada servía la creación desde las leyes de una comunidad ideal con plenos derechos.
En este punto, sé que los defensores de la Constitución del 40 van a querer crucificarme. Me dirán que mis críticas tal vez se ajusten a la primera república, pero no a la segunda, que nació de la Revolución del 30, y que tuvo una Constitución que no era precisamente liberal, sino que fue pionera en el mundo en la inclusión de derechos sociales. Me dirán que la caída de la segunda república no fue culpa de las contradicciones internas de ella, sino de los que la enterraron, empezando por Batista.
Sí, la Constitución del 40 trajo los derechos sociales a la palestra. En muchos sentidos, fue un adelanto de lo que vendría después. Pero algo faltaba. La Asamblea Constituyente no se hizo al calor de la Revolución del 30, ni en el Gobierno de los Cien Días, sino en el gobierno de Batista, cuando la burguesía tuvo la situación controlada. Los derechos sociales llegaron como un discurso más, mientras que el pueblo no tenía la experiencia de haber conquistado de verdad esos derechos. Pues, en la concreta, la Revolución del 30 se había «ido a bolina». A Guiteras lo habían matado en el Morrillo.
La mayoría de las medidas progresistas de la Constitución del 40 se quedaron sobre el papel. No podía ser de otra forma, pues no se había golpeado materialmente el poder de la burguesía criolla y de su omnipresente aliado, las empresas norteamericanas. Si toda la propiedad del país estaba en manos de esos poderes, y si la experiencia que tenía el pueblo era la del respeto a esa propiedad privada, ¿sobre qué experiencia vivida iba a construirse el discurso de los derechos sociales en la segunda república? Fue una república más fuerte que la primera, sin duda, pero que tampoco alcanzó la fortaleza de una auténtica república soberana. El golpe del 10 de marzo es la demostración de cómo las clases dominantes tenían secuestrada esa república, era un juguete que lo mismo podían implantar que conculcar.
Solamente la Revolución que triunfó el primero de enero de 1959 rompió el círculo vicioso de nuestras falsas repúblicas. Por primera vez se puso en el centro el derecho a una comunidad regida por la justicia social, lo cual llevó a la naciente revolución a enfrentarse a cada una de las formas de asimetría que azotaban a la sociedad cubana. Se enfrentó al racismo, al latifundio, a la explotación de la mujer, y finalmente, tuvo que chocar con la causa profunda del orden social injusto que existía en Cuba: el capital norteamericano. Para poder intentar fundar una comunidad real y material de hombres y mujeres libres, había que empezar por devolver a las manos de la nación los recursos y la economía del país.
Por eso, pensando en la historia, cuando reflexiono sobre la inalienabilidad de los derechos humanos, lo hago también sobre el derecho que tiene todo pueblo a la vida y a construir una comunidad armoniosa con justicia social. Defender este derecho, en el caso concreto de Cuba y América Latina, significa defender el derecho que tenía la Revolución Cubana a quitarle las empresas y los recursos a los norteamericanos y a la burguesía criolla, utilizando incluso la violencia.
Para mí esa cuestión es un parteaguas. Es una pregunta que le hago a mis interlocutores: ¿Defiendes el derecho que tenía la Revolución Cubana a confiscarles sus propiedades a los norteamericanos y los burgueses, utilizando incluso la violencia? Cuando alguien me responde positivamente, entonces puedo creer que realmente le interesa la gente de abajo, del pueblo. Esa persona y yo podemos entonces hablar sobre derechos humanos, cuestionarnos por qué la nueva república surgida de la revolución retrocedió en algo tan importante como son los derechos civiles. Podemos debatir sobre causas profundas.
Pero cuando alguien me dice que no, que no se debió hacer eso, que fue un exceso de Fidel, entonces esa persona y yo no tenemos mucho de qué hablar, pues reconozco a una persona para la que los derechos humanos no son más que una punta de lanza para deslegitimar al sistema cubano.
A Donald Trump y Marco Rubio no les interesa la democracia ni los derechos humanos en Cuba. Sus cálculos son electorales. Detrás de ellos hay otros poderes a los que les interesa castigar la indisciplina cubana. Frente a los desafíos a la hegemonía norteamericana que se verifican en el continente, quieren usar a Cuba para lanzar un mensaje disciplinante. «Vean lo que ocurre con los que nos enfrentan. Medran en la miseria y finalmente tienen que venir a comer en nuestra mano». Es indispensable darse cuenta de que ellos representan la peor amenaza para nuestra posible democracia.
La fortaleza del sistema cubano está en que construyó un poderoso discurso de legitimación, sustentado en la experiencia de una generación que tomó el control de su país e inició un proceso de emancipación popular. Con la sangre y las ideas de los héroes se construyeron las bases para fundar una auténtica república soberana, algo extremadamente difícil de este lado del mundo. Ah, que no hemos sabido o podido construir una república a la altura de esos cimientos, ya eso es otra cosa.
Los defensores de los derechos humanos, muchas veces, solo ven una parte de las cosas y subestiman el peligro que representa ese Norte que nos desprecia para cualquier posible república cubana. Al mismo tiempo, tienen en alta estima el discurso de los derechos civiles, cuyo desempeño en beneficio de las clases populares de nuestra región ha sido mediocre, mientras que se hacen ciegos para lo que tienen delante, la Revolución Cubana con su impronta anticolonial y contrahegemónica. No ven que el discurso de los derechos civiles en nuestro contexto resultará insuficiente para fundar una auténtica república soberana, y sí será eficaz para servir de plataforma a la restauración de los mismos poderes que existían antes del Triunfo de la Revolución.
Solo levantando ambas banderas avanzamos en el camino correcto: los derechos inalienables de cada individuo y el derecho a una comunidad regida por la justicia social. Por eso, para despejar el camino, repito siempre la pregunta: ¿Defiendes el derecho que tenía la Revolución Cubana a confiscarles sus propiedades a los norteamericanos y los burgueses, utilizando incluso la violencia?