Traducido para Rebelión por LB.
Primera imagen: un edificio recubierto de piedra jerusalemita, un enorme póster conmemorativo colgado de lo alto de uno de los pisos y debajo, un cartel en inglés macarrónico encima del Paradise Café. Segunda imagen: un improvisado campo de fútbol vacío sobre cuya superficie este domingo se ha formado un charco descomunal. Al otro lado de la carretera una valla de alambre de espino rodea el aeropuerto abandonado de Atarot, en tiempos conocido como «el aeropuerto internacional de Jerusalén». En paralelo a la valla discurre una zanja. A ella cayó el cuerpo cuando, según el testimonio de testigos, comenzó a desangrarse hasta morir. Una bala le había alcanzado en la pierna y allí se quedó tendido, agonizando, hasta que murió.
¿Solo jugaba al fútbol? ¿Se limito a correr para atrapar el balón, que había caído en la zanja contigua a la valla de espino, tal como relatan sus amigos? ¿O saboteó la valla y trató de llevarse el metal para alimentar a su familia, tal como declaró el ejército israelí al día siguiente?
¿Qué diferencia hay? La única diferencia es la estremecedora cuestión relativa a qué pudo inducir a un soldado israelí, a un policía de fronteras, a disparar desde una gran distancia contra el muchacho para después dejarlo abandonado en el suelo desangrándose hasta morir. ¿Qué pasa por la cabeza del tirador en los segundos que preceden y suceden al instante en el que acaba con la vida de un adolescente que no supone ningún peligro para nadie, por mucho que toque una valla que no debe se tocada? Las vallas rodean el perímetro del aeropuerto abandonado, y el domingo pasado, tres días después del innecesario y criminal disparo, no observamos ningún agujero en ellas.
En este terrible lugar los israelíes están matando como moscas a los niños de Kalandia y alrededores. En los últimos años ya han matado al menos a ocho a lo largo de la valla de la muerte. En esta misma columna ya hemos relatado los casos de Yasser, de 11 años, y su hermano Samar, de 15, los dos hijos de Sami Kosba a los que los israelíes mataron junto a la valla en febrero del 2002 con un intervalo de un mes; el caso de Omar Matar, de 14 años, muerto en abril del 2003; y el de Ahmed Abu Latifi, de 13 años, muerto en septiembre del 2003. Y está también Fares Abed al-Kader, de 14 años, muerto en diciembre del 2003. Ahora a esa lista hay que añadir el nombre de Taha Aljawi, asesinado por los israelíes en el 2007.
Dicen que era un buen muchacho, el tipo de chico que acompaña a su padre a orar por la mañana y al atardecer. Había nacido en Jerusalén y tenía por consiguiente un carnet de identidad azul, igual que nosotros [los israelíes]. Taha Aljawi, un simpático chico de Jerusalén que ni siquiera había cumplido 17 años cuando los israelíes lo mataron.
El cartel conmemorativo de Hamas muestra sangre goteando. En el póster de Fatah la fotografía es más reciente: Taha parece un poco mayor y le asoma la sombra de un incipiente bigote. En ambos carteles aparece la mezquita de Al-Aqsa -raro caso de unidad nacional palestina en estos días en el paradisíaco café de Kafr Aqab, un barrio jerusalemita cuyos vecinos poseen carnets de identidad azules y pagan impuestos municipales pero que las autoridades israelíes tienen previsto que quede del otro lado del muro de separación, al norte de la capital, en la ruta de Ramala.
Los hombres están sentados en el amplio recinto del café, transformado en salón de duelo, y comen cordero con arroz y salsa de yogur, como manda la tradición. Hace dos semanas nos brindaron el mismo menú en la cercana localidad de Anata con ocasión del asesinato por parte de la Policía de Fronteras israelí de una niña de 11 años llamada Abir Aramin.
El doliente padre de Taha, Mahmoud Aljawi, trabajó a tiempo parcial para la municipalidad de Jerusalén durante 11 años como conserje escolar, hasta que fue prejubilado hace unos pocos meses. Tiene 48 años y es padre de seis criaturas, incluida el difunto Taha, que era el segundo hijo. Para suplementar sus ingresos Mahmoud confeccionaba prendas de cuero en la Ciudad Vieja y tenía un pequeño kiosko de venta de golosinas en el puesto de control de Kalandia. Aprendió los rudimentos del hebreo en un curso para principiantes en el centro cultural Gerard Behar de la calle Bezalel de Jerusalén. Hasta hace tres años la familia vivía en la Ciudad Vieja, pero debido al hacinamiento decidió mudarse a Kafr Aqab. Su apartamento de alquiler está encima del Paradise Café.
El jueves pasado Mahmoud se dirigió a las oficinas del Instituto Nacional de Seguridad Social en Jerusalén para arreglar su seguro de desempleo. Taha tenía la mañana libre: en las últimas semanas las autoridades habían prolongado las horas lectivas de los primeros cuatro días de la semana y cancelado las clases de los jueves. Taha estudiaba décimo curso en la escuela para huérfanos de la Ciudad Vieja, situada frente a la mezquita de Al-Aqsa, una institución educativa para hijos de familias pobres. Todos los días se levantaba a las 5 de la madrugada y se iba a rezar a la mezquita contigua con su padre y sus dos hermanos, Mohamed, de 18 años, y Suleiman, de 8, y luego, a eso de las 7:30, caminaba a la escuela atravesando los puestos de control israelíes. El trayecto duraba 40 minutos todos los días, siempre que no hubiera problemas.
Taha deseaba aprender el oficio de impresor. No era muy bueno en inglés y además tenía problemas con el profesor. No hace mucho su padre mantuvo una charla con el profesor y después le explicó al chico que si quería trabajar en la industria de la impresión tendría que dominar tanto el inglés como el hebreo. Taha estaba pensando en matricularse en algún curso de hebreo en un centro próximo al Museo Rockefeller, en Jerusalén Este.
El jueves pasado Taha regresó de la mezquita a las siete de la mañana tras concluir sus plegarias, Mahmoud le preparó el desayuno, y a las 7:30 los amigos del muchacho se presentaron en su casa y le pidieron que se fuera con ellos a jugar al fútbol en el campo situado al otro lado de la carretera de Ramallah. La palabra «carretera» puede inducir a error: en realidad no es más que una vía interurbana salpicada de baches y charcos, flanqueada a ambos lados por montañas de basura y sobre la que el tráfico discurre a paso de tortuga.
Según testimonios de los amigos de Taha, tal como se lo contaron al desconsolado padre, apenas iniciado el partido el balón voló por encima de otra carretera que desemboca en el improvisado terreno de juego. Taha corrió a recuperar el balón y entonces los niños oyeron disparos. Dicen que corrieron presas del pánico pero que vieron a Taha desplomarse en la zanja. Nadie sabe qué ocurrió exactamente a continuación. Los niños le dijeron a Mahmoud que los disparos provenían del esqueleto de un edificio alto que se está construyendo cerca del campo de fútbol. Los niños afirman que los soldados israelíes se habían escondido en lo alto del edificio y que desde allí dispararon contra Taha. Dijeron que normalmente no solía haber soldados en ese edificio y que sólo los hubo ese día.
La bala impactó en la pierna izquierda de Taha por encima de la rodilla. En ese momento su padre se encontraba en las proximidades del complejo gubernamental de Jerusalén Este, camino de las oficinas de la Seguridad Social. El hermano de Mahmoud, Kamal, le telefoneó para decirle que habían herido a Taha. Los dos hermanos se precipitaron a Kafr Aqab. Intentaron hablar con Taha llamándolo al móvil -Mahmoud cuenta que le proporcionó un móvil a su hijo para tenerlo localizado en todo momento- pero el chico no respondió. La gente había comenzado a congregarse en torno a su casa. Decían que habían trasladado a Taha al hospital de Ramalla. Kamal se puso en ruta hacia Ramala mientras que el desconsolado Mahmoud dijo que sentía que debía permanecer junto a la madre y los otros niños para calmarlos.
En el hospital le dijeron a Kamal que Taha había ingresado cadáver. Vio el cuerpo de su sobrino con un agujero de bala por encima de la rodilla. La mayoría de las veces un balazo en la pierna solo es mortal si causa una hemorragia masiva. Parece ser que Taha permaneció tendido en la zanja durante mucho tiempo: los niños le dijeron a Mahmoud que transcurrió al menos una hora hasta que los soldados israelíes se presentaran en el lugar para recoger a su víctima y llevársela al puesto de control de Kalandia. Desde allí llamaron a una ambulancia palestina -aunque Taha fuera [oficialmente] israelí-, para que se lo llevara a Ramala. Kamal llamó a su hermano y le dijo que fuera al hospital a identificar el cadáver de su hijo. Enterraron a Taha esa misma tarde en el cementerio de la calle Saladino de Jerusalén Este, cerca de la oficina de Correos.
«Siempre me aseguré de que mis hijos estuvieran a mi lado. Velaba por ellos como por mis propios ojos«, dice Mahmoud. «Los viernes solíamos ir juntos a orar a la mezquita de Al-Aqsa, recalábamos en casa de sus abuelos, comíamos algo, y siempre tratábamos de estar juntos. Todo el que me conozca sabe hasta qué punto los cuidaba. Mucha gente me dice: `Tienes hijos buenos: rezan, reciben una buena educación, no se meten en problemas, son niños tranquilos’. A veces la gente preguntaba: `¿Quién es el papá de Taha? Felicidades por ser el padre de un chico tan bien educado’. En invierno solía jugar con juegos de ordenador, en verano iba a la piscina Casablanca de Ramala y el resto del tiempo siempre estaba conmigo. Calculo que se pasaba 18 horas al día a mi lado. En nuestra familia se respeta a los hijos y los hijos respetan a su padre.
«¿Cómo podemos saber lo que estaba haciendo junto a la valla? Eso carece de importancia. Un chico de esa edad no suponía ningún peligro para los soldados israelíes: era un niño tímido, nada violento, tranquilo. Yo no vi lo que hacía junto a la valla. Yo no lo vi, pero ¿qué más da incluso si hubiera cortado la alambrada? ¿Y para qué iba a cortarla? Tenía un carnet de identidad azul. Siempre le enseñé a mantenerse alejado de situaciones de ese tipo.»
Respuesta de la oficina del portavoz del ejército israelí: «La mañana del 1 de febrero una fuerza del ejército israelí detectó a cuatro jóvenes sospechosos en las proximidades del campamento de refugiados de Kalandia situado al sur de Ramala en el momento en que procedían a sabotear la valla e intentaban cortarla. La fuerza disparó a la parte inferior del cuerpo de uno de los jóvenes y lo alcanzó en la pierna. Minutos más tarde un equipo médico del ejército israelí se personó en el lugar y trató de estabilizar el estado de la persona herida, sin resultado«.
Salimos al campo de la muerte. Mahmoud no ha estado aquí desde que su hijo cayó en la zanja. El campo está vacío, aunque a su alrededor vive gente. Nos detenemos en la carretera y desde la distancia observamos la valla y la zanja donde Taha se desangró hasta morir. Al cabo de unos segundos un jeep de la policía israelí de fronteras sale disparado de la abandonada terminal del aeropuerto -muy lejos de donde nos encontramos- y ponemos pies en polvorosa presos del pánico.
Texto original: http://www.haaretz.com/hasen/spages/823784.html