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Violencia en las aulas

Fuentes: Rebelión

Habitualmente, cuando se habla desde medios de comunicación e instituciones sobre la violencia en las aulas de colegios e institutos, sobre la violencia que ejercen ciertos estudiantes contra compañeros (bulling) y profesores, sobre la inseguridad y falta de respeto a las que se ve sometido el profesorado en su trabajo diario, se hace, como siempre, […]

Habitualmente, cuando se habla desde medios de comunicación e instituciones sobre la violencia en las aulas de colegios e institutos, sobre la violencia que ejercen ciertos estudiantes contra compañeros (bulling) y profesores, sobre la inseguridad y falta de respeto a las que se ve sometido el profesorado en su trabajo diario, se hace, como siempre, atomizando y descontextualizando el problema.

La violencia se presenta como una suma de casos aislados que se van multiplicando y cuyo común denominador final es la perversidad de determinados estudiantes, alentada por la dejadez de responsabilidades de los padres. Las causas de la violencia que aplican estudiantes contra profesores y otros estudiantes, se resumen, en última instancia, en un cambio cultural de la era de la globalización mediante el cual se están perdiendo los valores tradicionales de respeto a la autoridad, tan necesarios para una cultura de la tolerancia y el consenso (cultura de la sumisión, diríamos otros). Como a los padres ya no les preocupa la educación de sus hijos o no se ven capaces de hacerse respetar, se delega la educación en los profesores, los cuales, a su vez son incapaces de hacer frente a éste tipo de demanda pues su cometido es otro: enseñar matemáticas, historia, etc.

Solución que se propone: llamadas de atención moralistas a padres, educadores y alumnos; llamadas estériles al diálogo entre agresores y agredidos (una humillación más para los agredidos); simposios, mesas redondas, campañas mediáticas contra la violencia y demás pérdidas de tiempo de pedagogos y expertos en educación. La demagogia barata, los análisis simples, las soluciones ad hoc y los intereses políticos y económicos de instituciones públicas, empresas editoriales y medios de comunicación, impiden la reflexión crítica y la toma de un posicionamiento político ante un problema que es también político.

Pero para entender un problema en profundidad y actuar posteriormente hay que ir a las causas que lo generan, en lugar de concentrarse en poner parches sobre los efectos. En el discurso oficial sobre ésta problemática no están nunca presentes los condicionantes estructurales, tales como las formas que adoptan el mercado laboral y los tiempos y lugares de trabajo en que son explotadas las familias de los estudiantes y los propios estudiantes, lo que puede ser la causa de la desatención parental; el modelo de familia y sus estructuras de poder, que generan comportamientos y visiones autoritarias de las relaciones humanas, además de servir a la reproducción del orden establecido; el progresivo desmantelamiento y desregulación de los servicios públicos, que elimina poco a poco la asistencia social que percibían individuos y familias de los sectores sociales en situación más precaria; el sistema educativo y las reformas que se ciernen actualmente sobre el mismo, que lo llevan a un modelo más desigual y elitista que el actual; las diferencias de posición económica y de estatus entre los estudiantes y entre sus respectivos entornos sociales, que hace que unos barrios, zonas o colectivos sean más conflictivos que otros; las formas actuales de socialización de los jóvenes en sus espacios y tiempos de ocio, que al ser fruto de lo anterior y de otros problemas como la ausencia de vivienda de fácil acceso para los jóvenes o el paro como horizonte laboral inmediato, se convierten en terreno abonado para expresar de forma violenta el malestar acumulado. Son todas cuestiones relacionadas entre sí y que poco tienen que ver con la moralidad o con cambios de valores místico-culturales, sino con cambios en la estructura material y organizativa de la sociedad capitalista actual.

Sin embargo, no es de extrañar que medios e instituciones (incluida la familia tradicional, basada en la pareja heterosexual monogámica estable, institución patriarcal y forma de organización política, aunque se quiera lo contrario) obvien o mantengan fuera de su agenda discursiva estas cuestiones. No sólo porque deliberadamente no les interese entrar en un debate que cuestiona incluso su propia existencia o su forma, sino porque, tanto medios de comunicación como instituciones burocráticas y jerárquicas necesitan, los unos, de la inmediatez, la fugacidad, lo impactante, debido a la competencia económica y simbólica; las otras, del control y del «apoliticismo» de los sujetos sobre los que operan; y, por lo tanto, ambos necesitan de la atomización y descontextualización de la realidad, del recorte de lo que se presenta como real, para seguir funcionando. Extienden así un tupido velo «consensual» sobre aquello de lo que no conviene que se hable. Establecen lo que es y lo que no es; lo que existe y lo que no existe, generando, pese a su supuesta neutralidad, un ambiente social fuertemente ideologizado que legitima el orden socioeconómico y político.

Llegados a éste punto, podemos y debemos preguntarnos porqué se establece como problema la violencia ejercida por estudiantes, y porqué se elimina la posibilidad de debatir sobre la violencia en torno a todo el sistema educativo. Más allá de la respuesta, que se desprende por sí sola de lo anterior, lo crucial es que si nos hacemos estas preguntas, podemos darle la vuelta a la tortilla y hablar de la violencia que instituciones, ciertos profesores y otras instancias ejercen contra los estudiantes.

Podemos hablar entonces de la carencia de sentido del régimen disciplinario que supone la educación jerárquica en espacios regulados y permanentemente vigilados como las escuelas, los institutos y las universidades, donde el estudiante no tiene la posibilidad de ser un sujeto activo en el proceso de aprendizaje y donde el objetivo último de dicho proceso es el disciplinamiento de los sujetos de cara al mercado de trabajo, y la reproducción de los roles de comportamiento y de los esquemas ideológicos que legitiman el orden social. Relacionado con esto, podemos hablar igualmente de la violencia que suponen las tradicionales clases magistrales, en las que se somete a los estudiantes desde la infancia a una estricta sumisión a la autoridad a través del silencio y la obediencia. También podemos hablar de los abusos, sexuales y no sexuales, que cometen ciertos profesores contra alumnos y alumnas, y de agresiones verbales de todo tipo. Podemos hablar de cómo se están llevando a cabo las reformas educativas en el Estado español y en toda Europa; realizadas de espaldas a estudiantes y educadores (pero sí consultadas previamente con empresas privadas), impidiendo cualquier tipo de debate abierto y democrático que las pueda cuestionar; impuestas, por lo tanto, de manera autoritaria.

Y podemos hablar de cómo han reaccionado las instancias de poder de los centros educativos de Madrid en la última huelga estudiantil del pasado 16 de Noviembre, que pretendía luchar contra tales reformas: profesores universitarios que cierran la puerta del aula con llave, con sus alumnos y alumnas dentro, para que no pasen los piquetes informativos, impidiendo así un derecho democrático fundamental como es el derecho a huelga; profesores que se esmeran en poner exámenes y prácticas o clases de asistencia obligatoria en jornadas de huelga, para impedir a toda costa que los estudiantes acudan a la convocatoria; direcciones de instituto que expulsan a alumnos y los denuncian a la Fiscalía de menores por realizar un acto propagandístico para una huelga. Y así, un largo etcétera.

Lo característico de éste otro tipo de violencia es que, como no se ve, es como si no existiera. Se asume por parte de quienes la padecen como algo natural y razonable, aunque molesto. Lo insufrible se percibe como soportable, y lo injustificable como defendible. Y así todo el engranaje sigue en marcha sin problema, salvo algún que otro conato de rebeldía ocasional.

Sin embargo el antagonismo dentro del sistema educativo (antagonismo complejo que enfrenta a estudiantes contra estudiantes, profesores contra profesores, estudiantes contra profesores, dirección contra personal administrativo, etc; no se trata del reduccionismo «estudiante vs. profesor») es fruto de la estructura clasista de la sociedad capitalista y sus luchas están relacionadas con las de clase. Así, mientras que en el mercado de trabajo se están dando reformas de desregulación que afectan a la baja a los derechos de los trabajadores (Bolkestein, Reforma laboral), reformas paralelas se están dando en los servicios públicos, en concreto en la educación, tanto universitaria como secundaria (Proceso de Bolonia, LOU, LOE…), la cual ha de adaptarse al nuevo mercado de trabajo precario. En respuesta a éste ataque global grancapitalista, que viene teniendo lugar de manera decidida desde los 90, ciertos sectores sociales en Europa y en el Estado español comienzan a oponer resistencia. Dentro de éstos sectores, los estudiantes jugamos un papel fundamental y de la articulación de un movimiento estudiantil fuerte e independiente, tanto a nivel del Estado español como europeo, depende que el sistema educativo y la sociedad en su conjunto se transformen en realidades más justas o deriven hacia un modelo aún más totalitario.

La solución a la violencia en las aulas pasa por la eliminación de la violencia estructural que la genera, tanto dentro como fuera de las aulas. A la violencia sistémica y su manipulación, los estudiantes debemos responder con la lucha organizada a todos los niveles. Una lucha que no se debería entender únicamente como el imprescindible asalto y derribo de una serie de leyes y procesos, sino también como una lucha cotidiana por democratizar los centros de estudio, por subvertirlos; una lucha por emanciparnos en tanto que estudiantes, en definitiva.