Leo en la prensa local del 22 de noviembre que la violencia machista se ha cobrado 46 vidas en el Estado en lo que va de año. La última fallecía después de tres meses en coma, tras haber sido violada y brutalmente apaleada en Valencia. El año pasado se computaron 75 victimas mortales. Sólo catorce […]
Leo en la prensa local del 22 de noviembre que la violencia machista se ha cobrado 46 vidas en el Estado en lo que va de año. La última fallecía después de tres meses en coma, tras haber sido violada y brutalmente apaleada en Valencia. El año pasado se computaron 75 victimas mortales. Sólo catorce habían denunciado la existencia de violencia, en seis casos había medidas de protección vigentes, y el 20% de las muertes se produjo en Andalucía. El 50% de las victimas convivía con su agresor. Una violencia que presenta múltiples caras. La violencia física, sexual y psicológica en la familia, o fuera de ella; incluidos los malos tratos, el abuso sexual, el acoso en el trabajo, las descalificaciones, el trato discriminatorio o vejatorio. Añadamos la trata de mujeres y la prostitución forzada, e incluso formas de violencia más sutiles como los chistes machistas, el hostigamiento (los piropos, la pornografía, la publicidad sexista o las letras de algunas canciones), e incluso los cánones sobre el ideal de belleza.
Aunque es frecuente que en los medios de información se atribuyan los asesinatos y agresiones a los celos, o a la pasión amorosa, la realidad es que mas del 90% de los casos de asesinato se producen porque la mujer ha decidido ejercer su libertad de separarse, lo que implica como problema de fondo la consideración que algunos hombres tienen de las mujeres como seres de su propiedad, sin derecho a ejercer su voluntad como personas. Cuando la información pública no revela esta realidad están presentando a las mujeres, falsamente, como personas vinculadas emocionalmente a sus agresores y sin capacidad de decisión para dejar a su pareja, es decir, sin recursos para desarrollar su propia vida. En el mismo sentido, no es raro leer noticias que resaltan la decisión de la mujer de tener una sexualidad activa como desencadenante de agresiones; «Las infidelidades amorosas de una mujer acaban en un intento de asesinato», por ejemplo. Un sesgo que induce a pensar que el redactor de la noticia considera reprobable que las mujeres tengan relaciones extraconyugales, o que conciben que una sexualidad apasionada puede de alguna manera explicar la violencia que se ejerce contra ellas. En el fondo subyacen patrones culturales exacerbados por una sociedad que bajo la apariencia de civilizada ejerce la violencia en todas sus manifestaciones. A las niñas se les ha enseñado patrones de dependencia, pasividad y resignación, y a los niños de agresividad, uso de la fuerza y competitividad. Estos modelos están cambiando pero todavía se considera la violación, por ejemplo, como un comportamiento sexual violento y no como el ejercicio del poder del hombre sobre la mujer.
Aún podemos ver en el Museo de Bellas Artes de Vitoria-Gasteiz una exposición sobre la violencia de género en Pakistán donde existe la costumbre de dirimir diferencias, agravios o venganzas echando àcido al rostro de las mujeres; a la niña que no es querida por su padre, a la esposa que no es sumisa, o a la novia entregada por un acuerdo económico. Al mismo tiempo, se puede ver una exposición sobre la obra fotográfica de Brenda Ann Keneally en la biblioteca de La Florida, una mirada femenina que retrata un barrio del norte de Nueva York en el que la clase obrera vive en condiciones de indignidad, y la violencia de la situación es soportada básicamente por las mujeres: en algunos casos trabajando doce y catorce horas mientras sus «hombres» están en la cárcel o en el paro; en otros asumiendo tareas de «»canguros» para otras mujeres que apenas ven a sus hijos; y en casi todos cargando con la parte de la miseria relacionada con el cuidado de hijos y mayores, y las llamadas tareas del hogar.
Estas dos exposiciones revelan, de un lado, que la violencia machista, aunque existe en todo el mundo, adquiere notas y caracteres muy distintos según las diferentes culturas y niveles de desarrollo económico, y que, además, se ejerce en muchos países sin ningún tipo de defensa para las víctimas. De otro lado, que hay una violencia social como consecuencia de la desigualdad, que el actual sistema económico profundiza, y de la incapacidad para satisfacer necesidades básicas, como un empleo o una vivienda, lo que genera situaciones de violencia y frustración que pagan los sectores mas indefensos de la sociedad, especialmente las mujeres.
En nuestro mundo, llamado civilizado, hay un entorno legal protector de las víctimas de la violencia de género. Las denuncias de familiares y amigos de maltratadas han subido un 116% el año pasado, y hay nuevos Juzgados de lo Penal que asumirán en exclusiva los asuntos relativos a la violencia sobre la mujer. Pero hace ya cuatro años que se aprobó la ley integral contra la violencia de género y los resultados son escasos, a pesar de la teleasistencia a miles de mujeres en riesgo o de las pulseras de localización. Como dice la madre a la hija en Mil Soles Espléndidos: «Como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer».
Anualmente se denuncian en el Estado medio millón de agresiones contra mujeres, y diariamente vemos como se ejerce la violencia de género, en el centro de trabajo o en nuestro entorno más cercano, y es responsabilidad de todos denunciar las expresiones y conductas machistas. Hay que ponerse el delantal y consensuar las tareas del hogar y el cuidado de los hijos y de las personas mayores que dependen de nosotros. Pero sobre todo, es imprescindible trabajar por una sociedad más justa e igualitaria para todas las personas, y ello exige movilización social y cambiar de raíz el actual sistema económico.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.