Debe entenderse que, en términos narrativos, la política española en los últimos dos años no ha sido una novela sino una colección de relatos breves y hasta de haikus explosivos. La combinación de capitalismo licuefactor, tecnologías rápidas y periodismo del estornudo y el gag confieren a los españoles una memoria de pez que pone límites […]
Debe entenderse que, en términos narrativos, la política española en los últimos dos años no ha sido una novela sino una colección de relatos breves y hasta de haikus explosivos. La combinación de capitalismo licuefactor, tecnologías rápidas y periodismo del estornudo y el gag confieren a los españoles una memoria de pez que pone límites a todo cambio serio, pero también mantiene abierta una cierta e inagotable maniobrabilidad narrativa. Vivimos un tiempo intenso y condensado, de una velocidad saltarina, pero encerrado en unidades cortas, cada una de las cuales borra, apenas se cierra, la anterior. En definitiva, estamos siempre empezando, como Sísifo o Prometeo, y ningún relato puede considerarse ni definitivamente construido ni decisivamente constructivo. En los dos últimos años hemos tenido muchos y distintos relatos y (memoria de pez, hartazgo del régimen, hartazgo también del cambio permanente, aciertos narrativos, desaciertos organizativos) mucha gente se ha ido ilusionando y desilusionando, colgando y descolgando, sin que ninguno de estos impulsos de vuelo corto lleve ni muy lejos ni desde luego a un lugar estable. Con una «narratividad» de este tipo es difícil abrigar ninguna esperanza de transformación nuclear; pero la fuente misma de la desesperanza -su volatilidad rapsódica- franquea sin parar un margen de intervención inédito al que la esperanza se aferra con razón para promover la transformación o para impedir, al menos, la restauración. La paradoja, pues, es ésta: sin memoria y sin anclaje ideológico, todo relato se lo lleva el viento; lo que se lleva el viento no deja huellas; las huellas del rival, por eso mismo, son tan frágiles y livianas como las nuestras.
(El rival tiene la ventaja no desdeñable, eso sí, de cuarenta años de entrenamiento y cuarenta periódicos y canales de televisión).
El último relato ha sido el de la investidura fallida de Pedro Sánchez. Ese relato reclamaba sus propios tropos y metáforas y, en conjunto y dadas las limitaciones, Podemos y sus confluencias no lo han hecho mal del todo. Los últimos episodios han sido las dos sesiones parlamentarias con los discursos paralelos y contrapuntísticos de Pablo Iglesias: uno bronco y tajante como un hacha, el otro risueño, rijoso y con guinda de propuesta matrimonial. Ahora bien: ese relato se ha acabado y ahora hay que construir otro casi desde cero. Digamos que ningún relato es definitivo porque, en las nuevas condiciones de inestabilidad, ninguno es acumulativo o porque sólo acumulan algunos cadáveres o residuos negativos. Que ninguno sea definitivo quiere decir que si en los últimos episodios se han perdido y ganado algunos apoyos -en ambos extremos del arco podemita– ni se han perdido ni se han ganado para siempre. Ahora hay que comenzar de nuevo a construir fidelidad transversal, a sabiendas, en cualquier caso, de que el nuevo relato -de aquí a una nueva investidura o a unas elecciones generales- debe tener en cuenta tanto los cadáveres discursivos del relato anterior (las palabras, digamos, que han quedado desactivadas y no se pueden ya nombrar) como los recursos internos, humanos y estructurales, necesarios para aquilatar uno nuevo.
Dos secuelas del último relato merecen una reflexión desasosegada. La primera es discursiva; la segunda organizativa.
En el nivel discursivo se ha producido -si se quiere- un desplazamiento geológico interesante y, al mismo tiempo, restrictivo. ¿Alguien se acuerda de la palabra «casta»? El abuso del término, y su recuperación por parte de la derecha, lo inhabilitaron de tal manera que de él no queda ni siquiera un resto fósil. Pues bien, las negociaciones entre PSOE y C’s y su instrumentalización narrativa contra Podemos, así como el propio discurso de Sánchez en la sesión de investidura fallida, han tenido dos efectos orgánicamente asociados: se ha matado ahora la palabra «cambio» y ha reaparecido la palabra «izquierda». Frente al «cambio» enunciado como una plegaria hueca (invocado sin parar al modo alegórico, «Señor Cambio», como lo llamó con atinado sarcasmo Rajoy, un ser mitológico y semidivino que reclamaba culto y no contenido) Pablo Iglesias tenía que marcar diferencias y sólo podía hacerlo introduciendo «identidad» de «izquierdas» e incluso el propio vocablo, que pronunció al menos dos veces. El problema es que, tras la batalla táctica y el fracaso de la alianza entre Sánchez y Rivera, en el momento de comenzar a construir el nuevo relato, nos encontramos con que Podemos ya no es concebido como «una fuerza del cambio» sino como una «fuerza de izquierdas». En los últimos dos años, cada vez que me ha gustado una intervención de Pablo Iglesias me he echado a temblar; mi emoción era la prueba de una equivocación; un resbalón, digamos, en la «disputa de la hegemonía». Esta vez no. Esta vez disfruté sin remordimientos, con la convicción de que, en ese contexto, era inexcusable enunciar y consumar de manera contundente el fin del bipartidismo. La maniobra narrativa del PSOE -y su acuerdo con C’s- no dejaba otra alternativa. Pero sus consecuencias no son banales. Se ha alterado la geología del marco discursivo. Si Podemos no quiere restablecer los viejos esquemas contra los que nació y en los que la derecha quiere encerrarlos, tiene que encontrar rápidamente nuevos «significantes» que puedan ser reocupados y disputados a sus rivales. Podemos y sus confluencias ya no pueden ser «de cambio» y desde luego no deberían volver a ser «de izquierdas» -si es que quieren defender con éxito ese relato rupturista que, frente a Sánchez y su «cambio» mitológico, irrumpió como un torrente lustral a través del discurso de Pablo Iglesias.
Al mismo tiempo conviene meditar en profundidad y con desazón en la dimensión «partido» que, en el nuevo contexto de combate institucional, va inevitablemente (¿inevitablemente?) imponiéndose. Ahora más que nunca Podemos debería proteger y apuntalar el relato «organizativo» original, bastante descascarillado: el de que Podemos es otro tipo de organización, más democrática, más participativa y, sobre todo, más «afectiva». El beso de Iglesias y Domenech no debería ser sólo una golosina periodística ni una provocación cultural (ni un sello público de «confluencia» entre Madrid y Cataluña); debería ser la proa visible de una regla interna de deliberación, diferencia y entendimiento.
Hace poco recordaba que Maquiavelo, ahora tan de moda, atribuía la infelicidad de los humanos al hecho de que «no saben ser ni del todo buenos ni del todo malos»; que escogen «el camino del medio, sumamente perjudicial»; y así ni alcanzan los objetivos de su maldad, porque conservan un poco de bondad, ni los de su bondad, porque les frena un resto de maldad. En su obra Maquiavelo responde a la pregunta «¿qué tengo que hacer si decido ser malo?», y es muy útil por eso para entender los juegos de poder, pero deja pendiente la otra pregunta, la que más debería importarnos a todos: «¿qué tengo que hacer, en cambio, si decido ser bueno?». En un mundo construido materialmente de tal modo que introduce muchos más efectos en él una bomba que una caricia, una mentira que una denuncia, un ladrón que un santo, un mafioso que una madre, una mala ley que un gesto solidario, sería muy ingenuo creer que con el amor podemos hacer otra cosa que amarnos en un rinconcito de la Historia y con la bondad nada más decisivo que poner una tirita o, en el mejor de los casos, afiliarnos a Médicos sin Fronteras.
¿O no? Seamos ingenuos. Si un montón de gente empeñada no sólo en introducir bien común en el mundo sino «decidida a ser buena» formara un partido político, ¿qué pasaría? ¿Cuál sería ese partido? ¿Cómo sería? Podemos concluir que la forma «partido» es irrenunciable para intervenir en un orden sublunar «concebido materialmente» para hacer de caja de resonancia del mal y que, por eso mismo, sólo puede ser a su vez, si quiere ser realmente interviniente, un vector de mal, pero en ese caso nos resignaremos a aceptar una de estas dos conclusiones: o renunciamos a la intervención o renunciamos a la bondad. Me temo que la forma «partido» (entendida en el sentido lato de una organización relativa o puntualmente jerárquica obligada a combinar en su interior especialidad y generalidad) es insoslayable, en efecto, en el juego institucional, uno de los polos de la intervención política emancipatoria, y que su combinación de especialidad y generalidad la hace particularmente sensible al faccionalismo, el cálculo de fuerza y, en último término, el pragmatismo especializado y el des-cuido de los afectos. Pero seamos exigentemente ingenuos. Si la gente «decidida a ser buena» no puede incluir la bondad en el bagaje de su aportación política a una organización; si toda organización partidista es una especie de mecanismo implacable de selección darwiniana al revés; si la política se agota en la renuncia instrumental a los cuidados; si la facción marca los límites y extensión de los afectos, entonces nunca habrá ninguna diferencia entre Podemos y el PP o el PSOE y será la forma «partido», con independencia de su programa, la que reproducirá eternamente «lo que está mal en el mundo». En la vieja tradición de izquierdas, de hecho, la forma «partido» se concibió siempre como la herramienta ortopédica mediante la cual se trataba de corregir una relación de fuerzas desfavorable, lo que implicaba una presión mayor sobre dirigentes y militantes, a los que se exigía, sobre todo en condiciones de clandestinidad, la renuncia patriarcal a la sensibilidad y hasta a la cortesía. Hoy esa herencia es un lastre fatal. Seamos rotundamente ingenuos: la desmasculinización de la política debe empezar en las entrañas de las organizaciones (como realización anticipada, diría Marx, del mundo por el que estamos luchando) y ello, desde luego, porque hay que proporcionar un partido a todos esos que «quieren ser buenos» y sin los cuales no iremos a ninguna parte, pero también porque ese partido revelará de esa manera su superior capacidad de intervención política emancipatoria. Necesitamos, en definitiva, un Maquiavelo de la virtud general y no sólo de la virtú especializada.
En estos dos años de batallas tácticas vertiginosas y haikus explosivos se han quemado muy rápidamente «significantes» discursivos y se han fosilizado también muletas organizativas apañadas a toda prisa por el camino (a espaldas del propio Vistalegre). Ahora que, concluido el relato de la investidura fallida, hay que preparar una nueva secuencia narrativa conviene preguntarse hacia afuera por las palabras muertas y cuestionarse asimismo hacia dentro las prácticas organizativas. De esta revisión simultánea, y del «relato» derivado de ella, dependerá la fidelidad de los convencidos, la recuperación de los descolgados y la consolidación y ampliación de las confluencias. Dependerá, en definitiva, la posibilidad de que el Cambio no sea un Mayúsculo Señor calvo sino una minúscula transformación melenuda y decisiva.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/03/07/ahora-cambio-la-izquierda/8253
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