La expresión que inicia el título de este artículo no es un intento de reproducir en pasado el lema «el pueblo quiere». Tampoco es un conato de elegía por las revoluciones árabes que han entrado en la pesadilla decadente a la que nos ha llevado el despotismo. Se trata de un intento de recuperar la […]
La expresión que inicia el título de este artículo no es un intento de reproducir en pasado el lema «el pueblo quiere». Tampoco es un conato de elegía por las revoluciones árabes que han entrado en la pesadilla decadente a la que nos ha llevado el despotismo. Se trata de un intento de recuperar la visión después de que la represión haya conducido a la zona a la destrucción.
En primer lugar, yo quería hablar de Líbano, para alertar del peligro que se cierne sobre él. Líbano está en el ojo del huracán, y podría estallar en cualquier momento para entrar en una lucha entre el califa iraquí y el líder de la revolución iraní. Sin embargo, a la clase política libanesa no le importa, o mejor dicho declara su impotencia sin avergonzarse, mirando para otro lado en vez de atender al peligro y abandonando el país a su destino.
No es el momento de criticar el estéril sistema confesional libanés, pero lo que me desconcierta es que las distintas confesiones no se quieran salvar a sí mismas y a su régimen, pues están sometidas a sus señores regionales. Esa es la situación de las dos grandes confesiones: suníes y chiíes. Los primeros acatan las órdenes de la paralítica monarquía saudí, esperando una decisión que quizá no venga del reino del coma. Los segundos ejecutan las órdenes del líder de la revolución, llevando al país a una guerra en Siria y quizá mañana a Iraq, rompiendo todos los parámetros.
Las dos grandes confesiones han caído presas, pero ¿y los maronitas a los que no preocupa el peligro del vacío constitucional resultado de la incapacidad de elegir un presidente para la República? Los suníes y los chiíes están paralizados por su relación con el exterior, mientras que la parálisis ósea de los maronitas la causa una locura que se los come y los lleva al suicidio. Nada justifica que el maronismo político o lo que queda de él haya caído en tal estupidez: ¡si el general Aoun no es presidente, entonces no habrá presidencia!
En vez de intentar salvar el régimen creando un marco que proteja lo que queda de la República, el maronismo se vuelve loco y decide suicidarse políticamente, un preludio del suicidio efectivo. Lo cierto es que Aoun no es el único que ha causado el problema, pero él es el hombre al que el destino ha elegido dos veces para destruir lo que quedaba de la entidad que los franceses crearon para los maronitas de Líbano.
Después, yo quería hablar del Iraq que se desploma, un desplome que no ha comenzado con el califa Abu Bakr al-Bagdadi o con el líder de la Da’wa, Nuri al-Maliki, sino que comenzó con Paul Bremer y su señor Geroge W. Bush a quien la demencia le llevó a creer que Dios le había ordenado invadir Iraq.
En tercer lugar, yo quería intentar leer el fenómeo del ISIS o ISIL como una forma de decadencia y embrutecimiento de nuestra sociedad y como una parte de un tiempo al que no se puede llamar el de la jurisprudencia del petróleo y el gas, sino que es el tiempo del ascenso global de los fundamentalismos suníes y chiíes. Es, pues, un suicidio colectivo que desmiembra la zona y la lleva hacia una nueva era mogol, en la que dominan la humillación y la división, mientras la sangre forma ríos.
En cuarto lugar, yo quería declarar el asco que me produce la palabra «cruzados» que ISIS/ISIL y los de Al-Nusra utilizan para referirse a los cristianos árabes. Estos individuos no conocen nada de la historia ni saben que los árabes no dieron ese nombre a los invasores europeos, sino que los llamaron «los francos», mientras que «cruzados» era lo que los francos utilizaban para autodenominarse, en su pretensión de que lo que llevaban a cabo era una guerra santa.
Además, lo francos no se conformaron con matar a los musulmanes, sino que mataron y castigaron también a los cristianos de la zona, como a los ortodoxos, y también a los judíos. En medio de mis náuseas me preguntaba por el salvajismo que no se conforma con cortar cuellos, sino que también crucifica los cadáveres.
Yo quería, en quinto lugar, gritar de ira por el punto al que el despotismo y el gas han llevado a la revolución del pueblo sirio contra el dictador. Y digo a los sirios y las sirias que su herida abierta es nuestra marca, y que su dolor es el dolor de los árabes, y su revolución que está siendo abortada es la más noble. También les digo que la incapacidad de sus líderes de cristalizar un horizonte de victoria no reduce en nada la heroicidad de los sirios y las sirias, que han dado al mundo árabe una lección de voluntad, sacrificio y perseverancia.
En sexto lugar, yo quería declarar mi desesperación ante mí mismo y ante mi insistencia en pertenecer a esta tierra que quisimos que fuera la de la libertad y la acogida, y que hoy se nos rebela. En vez de caer, el salvaje dictador sirio se ha convertido en uno de los que juegan con la sangre junto con los nuevos dictadores que le hacen la competencia en salvajismo.
En séptimo lugar, yo quería declarar mi silencio frente a este ruido incandescente que nos rodea y retirarme a las heridas de mi alma para llorarme, como hizo Malik ben al-Raib [1] cuando no encontró a nadie que llorara su muerte: «Llamé a quienes lloraran por mí, pero no encontré a nadie /más que la espada y la lanza que lo hicieran». Pero tú, Muhammad Abu Judayr, el hijo cubierto del rocío del amor, joven inocente, niño sagrado que fue torturado, quemado y crucificado en leña, eres el pecado de los árabes, la estupidez de los árabes, la cobardía de los árabes y la distracción de los árabes con sus mentirosos profetas.
Tú, Muhammad, has hecho que la sangre vuelva a correr, y la que no se derrama por tus ojos quemados no vale, como no vale toda muerte que no sea por ti y tus compañeros, nuestros niños a los que ha dejado huérfanos la ceguera de la historia.
Nos has devuelto, mi pequeño, a los días en que poseíamos nuestra libertad. Fatah no enseñó que todos los cañones apuntaran al enemigo. Entonces no solo teníamos los fusiles, sino también palabras y dignidad. Pero cuando los fusiles se rompieron en manos de los fedayines que se creyeron la mentira de la «paz» con un ocupante que solo cree en el lenguaje de la fuerza, ese día, Muhammad, los falsos profetas comenzaron a destruir las sociedades árabes y a convertir sus países en un campo abierto para los invasores.
Cuando los cañones se levantaban contra el enemigo, el despotismo intentó romperlo en Tel al-Zaatar, pero no se rompieron, sino que se enfrentaron a él y le obligaron a hacer pública su alianza con el enemigo, completando en Trípoli lo que no pudo completar Israel en Beirut.
Muhammad, los cañones no se rompieron hasta que los luchadores y fedayines cayeron en la trampa de la ilusión y la debilidad. Tú eres el mensajero (rasul) de Paletina que viene a nosotros para que despertemos de este coma en que los profetas falsos de la decadencia nos han sumido.
Hoy, hijo al que asesinó nuestra humillación, por ti y por tu pueblo palestino, recuperamos las primeras palabras y despreciamos este tiempo despótico e ISISista/ISILista, y absorbemos tu dolor palestino para decir que debemos comenzar de cero.
Y de cero nos encontramos con los fedayines y luchadores por la libertad, y si no vencemos, moriremos como los hijos de Jalil al-Wazir (Abu Yihad) o George Habash o los compañeros de Gassan Kanafani o Ali Abu Tawq [2].
Notas:
[1] Poeta de la zona de Nayd (Arabia Saudí hoy) de época del tercer califa, Uzmán.
[2] Todos ellos líderes de la lucha palestina.
Traducción del árabe: Naomí Ramírez Díaz