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15-M. Sin miedo y sin medios

Fuentes: FronteraD

El autor no propugna «publicar columnas o manifiestos de adhesión a favor o en contra del 15-M. Ya está bien de que el periodismo español cargue con la cruz de salvar la democracia cada dos por tres. Más información sobre el conflicto de intereses en liza y menos espectáculo violento. Más datos y menos escenificaciones»

Este texto aborda dos procesos paralelos de (r)evolución y (des)información al hilo del movimiento 15-M (versión cosmopolita y tuitera, #spanishrevolution). La ola de movilización contra los ajustes de la crisis económica tiene el calado de una transformación política profunda, pero no encuentra reflejo mediático.

Intento trazar una reflexión que parte de la experiencia propia, incorpora debates de nuestro blog ( www.propolis-colmena.blogspot.com ) y acumula varios años de estudio académico sobre estos asuntos. Ensayo a trompicones. Bitácora de un viaje compartido aún en marcha. No se pretende aquí nada más que no perder la brújula. Para reconocer donde hayamos llegado, y desde ahí registrar qué nos está pasando y a dónde nos lleva. No hay hoja de ruta. Estamos en ruta. Sin miedo. Y sin medios.

I. Espacio público liberado en una democracia demediada

El 28 de junio participé en el Debate sobre el Estado de la Nación [DEN] paralelo que organizaba el 15-M en La Plaza del Sol de Madrid. La asamblea que nos convocaba me pidió que «dinamizase» el eje de ciudadanía y comunicación. Nunca recibí un encargo que me produjese más desasosiego. ¿Yo? ¿Qué tono adoptar? ¿Ante y con cuántas personas? ¿De qué condición? ¿En qué contexto, tiempos y formas?

Reconozco haber sentido, como mínimo, temor escénico ante un espacio público libre, liberado e incontrolado. Sin formatos preestablecidos: la arenga mitinera y la clase magistral quedaban descartadas. Mi rol y el del resto de asistentes eran intercambiables. El protocolo, desconocido y, con toda seguridad, cambiante. Demasiada responsabilidad y un reto nuevo: generar en asamblea (y ante los medios) un discurso que aún se está fraguando. Dinamizar un proceso de gestación y expresión política colectiva. Dialogar con las máscaras de Anonymous.

Representar a quien no delega su voz. Sumarme y encarar a una multitud en la que me integro y de la que, al mismo tiempo, me distingo. En un espacio público merecedor de tal adjetivo; donde lo imprevisto no solo se hace posible, sino que es esperado y se celebra con júbilo. Más de quinientos asistentes a la asamblea, de pie o sentados en escaños de cartón. El Congreso de los Diputados, a pocos metros de la Puerta del Sol, resultaba entonces más de cartón piedra que nunca. Y frente a los 60.000 ciudadanos que nos siguieron vía streaming, los 500.000 espectadores televisivos del DEN parlamentario representaban su condición de invitados de piedra de la democracia mediatizada; más bien demediada, que diría Italo Calvino.

He llegado a la conclusión de que mi participación fue (en)cubierta por los medios convencionales. Cubrieron el acto porque los periodistas antepusieron sus palabras a las nuestras. El porcentaje de citas literales fue muy inferior al que recabaron los diputados en las crónicas del auténtico DEN. Una vez más sufrimos que, no siendo fuentes oficiales, los periodistas hablen por nosotros o nos pongan la voz de sus aliados partidarios. En otro sentido, los medios encubrieron -taparon- mi discurso. Respondieron con una defensa corporativa frente a lo que entendieron como hostilidad y antagonismo. Después, la línea editorial respecto al 15-M hizo de filtro y marcó el enfoque, a su vez dictados por las alianzas partidarias de cada medio.

II. (En)cubriendo Sol, destapando la segunda transición

El patrón de tratamiento de la protesta política que venimos constatando desde hace más de dos décadas vuelve a imponerse. Los medios convencionales muestran claras preferencias por determinadas fuentes oficiales, acostumbradas así a marcarles agenda. Pocas veces ocurre lo contrario, que los medios fiscalicen o innoven las agendas políticas. Las voces publicitadas dependen del pago o de la promesa de favores legislativos y/o legales para el grupo mediático de turno.

Mientras, el discurso reivindicativo, irrelevante o peligroso para el combate Gobierno vs. Oposición, es visto con sospecha, cuando no hostilidad. Lo social obtiene visibilidad mediática si cobra sentido partidario. O, más preciso, si sirve para el apoyo o acoso gubernamental. Sino se estigmatiza como (auto)marginado o antisistema (Al menos eso hemos constatado al analizar, desde mediados de los 90, la insumisión antimilitarista, el movimiento de solidaridad internacional del 0,7%, la okupación de inmuebles urbanos, los movimientos antirracistas y las cibermultitudes del 13 de marzo de 2004, V. de Vivienda y finalmente, el 15M. Pueden consultar todas estas investigaciones en www.victorsampedro.net y la más reciente en www.ciberdemocracia.net).

Es lo propio de un sistema mediático intervenido y clientelar. Poblado de empresas informativas deficitarias, que resultan insostenibles o no pueden crecer sin apoyo administrativo; y que, de hecho, hasta ahora cumplían tareas propias de la prensa de partido. Mejor dicho, eran propagandistas más o menos manifiestos de quienes tenían opción a gobernar. A pesar y frente a este entramado, donde el bipartidismo se transforma en bipolarización antagonista, surgió el 15-M. Un movimiento que, en el fondo, cuestiona la esfera pública y la cultura política fraguadas en la Transición. Criticadas ahora por su deficitaria representatividad y por su opacidad.

Lo permisible y lo hegemónico, lo disputable y lo consensuado sobre nuestro futuro colectivo han sido trastocados en apenas un mes. La Transición es impugnada por no haber acometido la regeneración. Se le achaca haber legado una democracia de baja intensidad a la que las pancartas responden llamando ala «(r)evolución». El paréntesis va preñado de potencial semántico. Las reformas progresivas que se exigen conllevan cambios estructurales. Y la revolución cívica reclama la evolución política: parte de lo que hay para, eso sí, reformarlo a fondo. Asegura su viabilidad, impulsa su renovación, expulsa lo caduco. Exige, en fin, su reajuste a nuevos contextos institucionales y generacionales. Esto también se aplicaría en su totalidad a los medios de comunicación. Pero no parecen entenderlo así. Permanecen presos de las dinámicas propias de un sistema político-periodístico muy trabado y con excesivas interdependencias; a veces incluso autista frente a las presiones de cambio.

La prensa oficial de partido es demasiado endogámica y anémica, habla para convencidos y no alcanza ni a los simpatizantes. Resulta inútil para la influencia pública. De ahí la instrumentalización partidaria de los medios convencionales. Máxime cuando las cadenas públicas de radio y televisión, estatales y autonómicas, merecen más el adjetivo de «gubernamentales» que de «públicas». En este contexto, la opinión del partido opositor se extrema en sus aliados mediáticos y la crítica social ve la luz casi siempre teñida de antisistema. Es percibida (y con razón) como amenaza. Por ello encuentra respuestas propias de una defensa casi gremial de la clase política y periodística. Términos cuya existencia se pone en duda, pero sus manifestaciones son constantes. Ocurrió de nuevo cuando los medios cubrieron nuestro Debate del Pueblo sobre el Estado de la Nación. Solo percibieron críticas. En algún caso, ataques. Pueden comprobar esta gradación si leen consecutivamente las informaciones de Público , El País  y El Mundo . Como contraste, sigue lo que, al menos, intenté decir en la Puerta del Sol; y que, más o menos, fue esto.

III. Estigmas antisistema

Buenas tardes, ante todo mi agradecimiento a la asamblea que me ha convocado para dinamizar el eje de Ciudadanía y Comunicación. Gracias por la confianza y por el reconocimiento. Espero estar a la altura.

A pocos metros de aquí, en el Congreso de Diputados, se desarrolla el DEN parlamentario. Ha girado en torno al voto, convirtiendo el adelanto electoral en el tema estrella. Sus señorías (que no nuestros señores) evidencian, una vez más, que entienden la política de forma muy reducida: una carrera electoral para acaparar cuotas de poder. En la profesión y en la industria mediáticas se está dando un debate paralelo. Se centra en tiradas y audiencias, en lugar de votos. Le preocupa un posible adelanto del ERE o de la suspensión de pagos al hilo de las próximas elecciones. La comunicación se piensa como un negocio a medias con los representantes políticos o ciertas carteras de publicidad. Los medios se convierten en fines en sí mismos. Informar se reduce a acaparar cuotas de audiencia, cuya atención e interés son dirigidos al voto y al consumo.

Aferrándose los candidatos a sus papeletas y los periodistas a sus audiencias, ambos grupos profesionales han lanzado o hecho circular acusaciones muy graves respecto al 15-M. Por ejemplo, un DEN, como este, protagonizado por asambleas populares se denuncia como totalitario, populista y, en definitiva, antidemocrático. Son acusaciones negadas por los hechos. Pero, además, adoptan versiones antagónicas. No pueden ser verdad al mismo tiempo. Son los estigmas antisistema. Las marcas de la disidencia.

Le imputan al 15-M estar formado por totalitarios que (encima sin saberlo) se arrogan la voz de todo el Pueblo. Pero, al mismo tiempo, le reprochan carecer de un discurso único, que unifique a todo el movimiento. Nos tachan de populistas; es decir, de erigir líderes que suplantan al Pueblo identificándose con él. Pero, también nos exigen que designemos unos portavoces oficiales y una cúpula de liderazgos. Muestran lo incómodo que les resulta dialogar con portavocías no personalizadas. Les resulta molesto abordar y reconocer nuestro carácter colectivo, plural e incluyente. Tres adjetivos contrarios a los que definen el discurso político oficial: particularista, en el fondo homogéneo y antagonista. Es esa la tríada que se quiere ocultar cuando, en última instancia y por intereses corporativos no explicitados, se acusa al 15-M de antidemocrático.

IV. Representantes y (auto)representados

Dicen que el 15-M niega cualquier representatividad democrática, tanto a los partidos como a los medios. No es cierto, ni sobre los gobiernos salidos de las urnas ni sobre los medios comerciales. Después de afirmar «Que no, que no, que no nos representan», ni una sola asamblea se ha declarado insumisa fiscal o desacatado las leyes de los gobiernos constituidos tras las elecciones. Algo que, sin embargo, hizo el Partido Popular (PP) de forma reiterada en esta última legislatura. Tampoco se ha exigido nacionalizar, convertir en públicos, aquellos medios privados que las distintas administraciones están subvencionado. Sin su ayuda cerrarían mañana mismo. Para colmo, algunos realizan un ataque continuo a los principios de convivencia democrática. Por mucho menos se incautaron los periódicos en la revolución de los claveles. Aquí lo hicieron los fascistas en el 39 y desde entonces nadie más.

Absolutizar los porcentajes de votos y de audiencia como únicas expresiones de la opinión pública sí que resulta un ejercicio de totalitarismo, porque encubre los muchos mecanismos que sesgan la representatividad de esos números. Es un intento ilegítimo de monopolizar la libertad de expresión por parte de sus gestores profesionales. Desdibuja y acaba borrando, en última instancia, a la ciudadanía como agente autónomo en democracia.

Entérense bien. No pretendemos suplantar las urnas ni los estudios de mercado de audiencias, sino ponerles cara, darles cuerpo. Proseguimos el debate en el punto en el que lo dejamos cuando votamos, pusimos la tele o volvimos del kiosko. Estamos llevando nuestras decisiones más allá. No nos resignamos al silencio e invisibilidad de nuestras muchas abstenciones. Denunciamos los vetos que precedieron a nuestras decisiones electorales o mediáticas. Repetimos a quienes se consideran propietarios del debate social que no somos mercancías en manos de banqueros y políticos. Tampoco lo somos de sus medios.

Hemos abandonado los lugares y papeles que nos impusieron. Estamos tomando, para liberarlos, las calles y las plazas, los escaños y las pantallas. No somos audiencias ni votantes pasivos, sino públicos ciudadanos. No seguimos las órdenes de nuestros representantes, les damos respuesta. Porque les dimos voz podemos disputársela… y retirársela. No les permitimos erigirse en los únicos cocineros de nuestra dieta informativa. No vamos a tragar más. Elaboramos nuestros propios menús. Llevamos mes y medio debatiendo, proyectando… cocinando política e información.

No se enteran, pero en su fuero interno lo saben. Cuanto más tarden en reconocerlo más precaria será su legitimidad para arrogarse que nos representan. Menos aún en exclusiva y en comandita. Somos individuos que se reconocen parte de los colectivos que nos han traído hasta aquí, desde la pareja al grupo de amigos, pasando por el barrio, el lugar de trabajo o de ocio. No perdemos nuestra identidad individual, porque permanecemos fieles a todas y a cada una de esas solidaridades. Solapándolas, haciéndolas compatibles y sumando fuerzas nos reunimos, nos quitamos el miedo y nos damos esperanza. Por eso, sin perder la libertad y la responsabilidad individuales, nos enredamos hasta convertirnos en cibermultitudes que se autoconvocan. Con independencia, de forma horizontal y descentralizada. No dependemos de las elecciones. Carecemos de calendarios que nos marquen ritmos y de nomenklaturas que nos dirijan. Nos coordinamos sin jerarquías preestablecidas ni centros de poder. Y nos expresamos con medios propios para tomar voz propia. .

Nosotros nos lo guisamos y nos lo comemos. Sin acumular capitales, siquiera el simbólico, pues recelamos de cualquier protagonismo individual. Hacemos política e información a costa de nuestros bolsillos, prescindiendo del ocio y de los cuidados personales de los nuestros. Tampoco tiene mucho mérito. Nos sentimos retribuidos, gozosos y cuidados reuniéndonos aquí y en la red. En lugar de privatizar con copyright nuestro discurso, lo difundimos gratis. Liberamos nuestra voz de las censuras que impone una concepción patrimonialista y lucrativa del debate público.

Hay quien cree «tener» cargos y audiencias, tras «tomar posesión» de ciertos puestos. Pero nadie nos tiene ni nos posee. No somos mercancías. Nuestro discurso no se privatiza, comercializa ni subvenciona. Este movimiento es puro procomún: es de todos, porque todos han podido tomar parte en su producción, gestión y protección. Es gratis y autogestionado.

V. Superar el antagonismo

Atrincherarnos en nuestras muy diferentes posiciones comunicativas, dispararnos acusaciones en términos antagonistas sería un grave error. Porque los ciudadanos y los periodistas se necesitan mutuamente más que nunca. Ambos han entrado en crisis. Hace tiempo que carecemos de capacidad para controlar a los representantes políticos ejerciendo sólo el voto. Votando a las siglas que pueden (co)gobernar España no podemos impedir que se recorten nuestros derechos.

Seguiremos siendo los perdedores y pagadores de esta crisis. Pero a medida que perdíamos poder político, la gente de a pie ganábamos poder comunicativo e interferíamos cada vez más en el negocio mediático. Hasta el punto de que no renueva audiencias. Resulta manifiesto que desatienden una demanda insatisfecha y/o que proyectan una oferta que no encaja con nuestras necesidades expresivas y cognitivas. No nos representan, ni nos ayudan a pensarnos como actor político de pleno derecho.

Tras casi dos meses de movilizaciones no se puede repetir, sin incurrir en el ridículo, que tenemos los políticos y los periodistas que nos merecemos. Los carteles de «No hay pan para tanto chorizo» denuncian un régimen de cleptocracia: el gobierno de los ladrones. Y el eslogan de que «Tras cada corrupto hay veinte tertulianos» identifica la pseudocracia : el gobierno de la mentira, allí donde todo puede ser dicho sin datos ni lógica. Este cuestionamiento impugna el tablero de juego político y el desequilibrio de fuerzas mediáticas que impone. Se proyecta más hondo y alcanza más alto que nunca. No es el extremismo de un actor colectivo que pierde el sentido del lugar que le corresponde y que, instalado en uno de los polos no reconoce al otro, acaba perdiendo el sentido de la realidad. Es democracia radical: echa raíces para asaltar los cielos. Mantiene el suelo, la línea de flotación de la democracia y, al mismo tiempo, eleva su techo. Quien no se entere seguirá instalado en su burbuja. Todas acaban por explotar.

Estamos obligados a pensar cómo podemos colaborar el 15-M y los periodistas sin perder un ápice de nuestra autonomía, sino potenciándola. Más que una invitación, se trata de una llamada de alarma. Es cuestión de supervivencia. Desaparecemos si tras el recuento electoral no cobramos presencia mediática, más allá de nuestras webs, la blogosfera o las redes digitales. Sin los medios corporativos no logramos presencia efectiva, estamos ausentes a la hora de la toma de decisiones, para controlar las políticas que financiamos y no queremos acabar sufriendo. Por otra parte, los medios que se quieran seguir llamando informativos y arrogarse cierta representación social tienen dos opciones. O nos acogen como públicos participantes de pleno derecho en el terreno de la comunicación política, con igual trato que a los representantes oficiales o… desaparecerán. La alternativa ya la conocen: seguir coronando a Belén Esteban. Erigir bufones y hacer de comparsa.

VI. Crisis de viabilidad

La crisis del periodismo y de la economía de los medios se imputa siempre a las nuevas tecnologías. Porque constatan, acongojados, que cualquiera puede actuar como periodista, convirtiendo su herramienta de comunicación personal -el móvil, el ordenador o la tableta- en un medio de masas. Esto, sin embargo, no representaría ningún problema si se hubiese planteado un Debate del Estado de la Comunicación a fondo. Algunos profesionales lo han hecho. Así lo confirman su excelente trabajo, el reconocimiento y el impacto que alcanzan. El contexto profesional no puede ser más cutre y menos propicio a la excelencia. Precisamente por ello, la solución no vendrá de la pereza intelectual, sostenida con rutinas laborales que se han vaciado de sentido (por ejemplo, conferencias de prensa sin preguntas) ni invocando las fuentes de legitimidad profesional que ya se han secado (por ejemplo, la competencia tecnológica).

Necesitamos abordar juntos, los periodistas y los públicos ciudadanos, tres crisis que corren en paralelo y que han sumido al periodismo en una profunda crisis. No existe consuelo en la añoranza, ni excusa en el mantra de que «la culpa de todo la tiene internet». Hemos venido para quedarnos. «Ya nada será lo mismo». Además antes de la red, el periodismo ya sufría una triple crisis: de modelo económico, de relaciones políticas y de estándares profesionales. Es eso lo que estamos llamados a revisar.

De modo muy breve y por tanto simplista, la crisis económica hace referencia al para qué de la información. La respuesta dominante ha sido: obtener el máximo beneficio, rebajando costes y acortando tiempos . El resultado ha sido el esperable. Jibarizando y precarizando las plantillas, acelerando los procesos de producción, degradando o prescindiendo de los procesos más costosos, los medios han dejado de ofrecer una información atractiva y útil. Sobre todo para quienes no se conforman con aclamar o abuchear a determinados líderes. La obcecación por aumentar la cotización en bolsa del grupo mediático ha desembocado en una economía insostenible de la información.

La gente cada vez demanda menos noticias. Porque nos vemos saturados de mensajes que, en realidad, son comunicados oficiales con formatos contaminados y contaminantes. La dramatización maniquea convierte la noticia en un cuento que infantiliza a la ciudadanía, emplazándola como espectador aterrado o fascinado, pero siempre pasivo, en un mundo de malos y buenos. La banalización de cualquier debate , reducido a estereotipos, acaba por no representar a nadie. O el mundo de la política que presentan los medios, inmersos en luchas políticas disfrazadas de reportajes de investigación y denuncias de corruptos, acaba por llenarse de apestados. Apesta y aleja a las gentes de a pie. Buscando al espectador medio, se han quedado solos: casi nadie comparece ante sus pantallas, porque la imagen que nos devuelven de nosotros mismos nos impide reconocernos. No costearemos más lo que nos denigra apelando al «mínimo común denominador». Teniéndonos en tan baja estima (cuanto más chabacano y sensacionalista, más raciones nos dan) han acabado por ofrecernos un producto que nadie se traga. Y que, además, encontramos antes, gratis y con opción de contraste inmediato en la red.

Tan proclives a exigir la reconversión de los sectores laborales que les precedieron en la crisis, los periodistas ahora invocan su crucial papel democrático. La auto-justificación o el auto-enaltecimiento nunca llevaron muy lejos. Y están de sobra si la profesión no reconoce que el único modelo de comunicación sostenible se basa en la reputación, el prestigio y la credibilidad. Como le quieran llamar, porque no es cuestión de valores ideológicos o siquiera éticos, sino de procederes profesionales. La estima social del periodismo ha ido a la baja, en la misma medida y al mismo ritmo que subían las cotizaciones bursátiles. Las nuevas generaciones de públicos politizados, lo son tras actuar como coautores de los flujos de información que les han ayudado a constituirse y erigirse con voz propia. Aportan valor añadido cuando difunden los mensajes que ponen en común y debaten. Se trata de nuevos procesos de producción y valoración que debieran impulsar la búsqueda de otras formas de economía mediática, abiertas y centradas en el bien intangible, pero básico, que es la credibilidad.

VII. Crisis de representatividad

Conectada a la crisis económica, subyace la de las relaciones entre los medios y el poder político. La pregunta de a quién se le da visibilidad y, por tanto, se le reconoce protagonismo social, la saldaron los medios convencionales hace tiempo y de la peor manera posible. Guiados por las estimaciones electorales y los estudios de mercado transformaron su misión de controlar a los políticos (y, en última instancia, a los banqueros que les financian) en manejar su imagen y relaciones públicas. Obviamente, sus clientes preferenciales son quienes pueden costear dichas campañas. El enmascaramiento de la propaganda por información resulta esencial para la efectividad de la primera, pero degrada la segunda. Sin embargo, la mayoría de los periodistas parecen haberlo asumido a cambio de muy poco. Los sueldos del márquetin electoral y de los grupos de creativos superan con creces a los de las redacciones de noticias, que no paran de bajar.

El mileurismo (si hay suerte) a cambio de jornadas inacabables impide ejercitarse en el amor por el trabajo bien hecho. En otro ámbito profesional (también sujeto a inestables horarios e ingresos), ya que no hay amor, se pone precio a cierto tipo de «favores». Ya que se finge, se cobra. Y, aún así, algunas cosas no se venden nunca. Aunque se asuma que la tarea del periodista es fabricar un «producto atractivo», debiera recordarse cómo en otros oficios mercenarios las tarifas se elevan para los «servicios especiales»… y que algunos no tienen precio. Besos en la boca, no.

Puestos a identificar mercados, resulta difícil entender cómo la profesión desatiende otros indicadores que orienten su trabajo, aparte de las cuotas de audiencia que fijan el salario de los periodistas o los balances de sus empresas. Parece olvidado, si es que alguna vez se suscribió, el pacto básico que fundamenta la credibilidad del público: cuento lo que podido contrastar como cierto y veraz; lo argumento de forma lógica porque te estimo como interlocutor, e intento que te interese porque, de hecho, hace referencia a tus intereses, a corto y largo plazo, en solitario y en colectivo. Te informo para que puedas reconocerte: conocer y proteger tus derechos. No para dictarte cuáles son y quién te los va a conceder.

Para identificar a ese interlocutor (y cliente, pero con plenos derechos), el periodismo dispone de encuestas, tan fiables como el Estudio General de Medios o las de Sofres, que determinan la audiencia y, por tanto, el valor económico de cualquier medio. Los barómetros del CIS señalan a «los políticos y a la clase política» como el tercer principal problema del país (25% de los encuestados en junio y en crecimiento sostenido). Otros sondeos sobre el 15-M señalan a los aliados para salir de esa doble crisis económica y de identidad.

Según Metroscopia y El País para quien realizó la encuesta (desde luego no un abanderado del 15-M), esta movilización cívica concita un nivel de representatividad inusual. Si la comparamos con las manifestaciones a favor de las víctimas del terrorismo y el matrimonio heterosexual que lanzó el PP en la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, contrastaría por su mayor capacidad de expresar consensos de gran alcance. Consensos sociales que, sin embargo, cuestionan de frente, de plano y de raíz los consensos oficiales más asentados.

La encuesta antes mencionada señala que un mínimo de 7 de cada 10 españoles y españolas apoyan las demandas del 15-M. Eso, las que menos. Porque casi todas rondan el 80%, y las más significativas el 90% de las adhesiones. Además, cuando informen sobre el 15-M, los periodistas debieran saber que uno de cada dos ciudadanos ha participado en alguna de sus actividades. Eso, los mayores de 18 años. Una vez más, sólo importa si el 15-M vota y a quién. ¿Y si se hubiese incluido a los ciudadanos de 16 años? No en vano es la edad laboral mínima y son los más golpeados por la precariedad. Serán los primeros votantes de las futuras elecciones… Al menos a ellos y ellas podría reconocérseles que la calle es su único lugar de expresión. Pero mejor harían formándose, ¿no? ¿Por cuánto tiempo y con qué dinero? ¿Para trabajar luego de qué?

VIII. Crisis de profesionalidad

Los datos anteriores fueron recogidos después de la campaña de estigmatización más dura que ha sufrido el 15-M hasta el momento, y que transcurrió desde el desalojo de la acampada de la Plaça de Catalunya a los incidentes del Parlament (la semana previa a las manifestaciones del 19 de junio). Una encuesta posterior de la misma fuente que la citada demuestra que el 15-M apenas perdió apoyo y que 7 de cada 10 españoles y españolas (otra vez sólo mayores de edad) lo perciben como «pacífico». Es una más de las sorpresas que brinda este movimiento.

Materializa algo que apenas nadie sostenía: que el público maneja criterios y fuentes propias de veracidad. Y, aún más, que genera un conocimiento compartido socialmente , al margen y a veces en contra de la versión mediática dominante. De paso, estos resultados y la campaña de demonización que invalidan, evidencian que, aunque sea de forma intuitiva y no explícita, la población ha identificado serios déficits en el periodismo español.

La tercera crisis, después de la económica y las mordazas políticas, hace referencia al plano profesional. La pregunta aquí es quién puede considerarse periodista y a qué plataformas les reconocemos el estatus de medio de comunicación. Cuando recurrimos a un profesional lo hacemos porque sigue un protocolo de actuación con pautas que le blindan de subjetividades y presiones externas. Una forma determinada de hacer las noticias asegura la independencia del periodista y, de paso, garantiza la autonomía a sus públicos. El trabajo de una redacción en un periódico se distingue de un gabinete oficial de prensa en los mensajes que generan y en el pacto implícito que establecen con el público. En el caso de la información se acuerda un pacto de veracidad que no vulnerará los hechos, la lógica argumental, ni los principios de convivencia democrática básicos. Ese proceder convoca y fideliza seguidores: no te venderé a los políticos, banqueros ni empresarios. Pero en ausencia de un protocolo profesional (labores, procederes y actitudes pautados), todo es posible. No exigirlo justifica seguir flotando en la burbuja que proporciona la lectura interesada, siempre favorable, de las cuotas de audiencia. Pero cuando esa burbuja estalle, los periodistas habrán dejado de serlo aunque se denominen como tales. Y en términos más amplios, si se reproduce la campaña de difamación que sufrió el 15-M, la no-violencia quedará, de nuevo, indefensa ante las porras.

IX. La pantalla de la violencia

La semana que transcurrió desde el desalojo de la Plaça de Catalunya a los incidentes en el Parlament demostró hasta qué punto la profesión ha hecho dejación, es incapaz o se le impide aplicar un protocolo mínimo que garantice la veracidad de sus noticias. Aún más grave, se desatendieron los principios que blindan el derecho a la información y a la libertad de expresión de la sociedad civil.

Todos los medios convencionales incurrieron en errores, al margen de sus sesgos políticos. Y no afirmo esto deseando -sino más bien, temiendo- que en algún momento los periodistas quieran transformarse en altavoces propagandistas del 15-M. Ningún beneficio social ni profesional se derivaría de ello.

Del modo más escueto del que soy capaz, me permito indicar en qué medida se han incumplido los mínimos profesionales y cuánto se han degradado los principios de una coexistencia democrática entre la legalidad y la protesta. Ha sido Youtube, es decir, la cibermultitud con capacitación tecnológica y sus redes descentralizadas de (contra)información, quienes registraron y difundieron hechos clave para entender los incidentes ante al Parlamento catalán el 15 de junio. Solo en internet pudimos observar : (a) que los acontecimientos violentos los iniciaron o, al menos, también los provocaron policías secretos; (b) que solo se permitió el acceso a determinados periodistas, como si fuesen los reporteros empotrados de una guerra; y (c) que algunas imputaciones de la violencia ejercida contra los parlamentarios eran falsas. El ejemplo más notable es que nunca se zarandeó ni privó del perro lazarillo a un diputado de Convergencia. Como tampoco se informó de los esfuerzos realizados por los manifestantes para calmar o aislar a sus compañeros más exaltados.

Los hechos desmienten la versión oficial que abrazaron los medios: «El 15 M se hace violento » con interrogantes los más benévolos y como afirmación los más beligerantes. Los testimonios audiovisuales antes descritos y que circulaban por la red apenas fueron recogidos por los medios convencionales. Sufrieron intentos de censura cuando comenzaron a ser vistos y comentados por los internautas. Se trataba de criminalizar la protesta cuando llegaba a las puertas de las instituciones.

Quizás no ocurrió de forma intencional. Y no hubo otra intención más que subir la audiencia aumentando el dramatismo de las crónicas. Pero el tema rey durante una semana fue la violencia y ese discurso intimidatorio se mantuvo hasta las marchas del 19 de junio.

Sin otra ideología que la inyectada por las rutinas de trabajo hábilmente manejadas por las fuentes oficiales, estas lograron blindarse de la presión popular. Intentaron de forma manifiesta destruir la imagen cívica y pacífica del 15-M.

Éste intentaba, ante todo publicitar y denunciar la adopción de una serie de medidas que considera contrarias a los intereses populares. Puede debatirse si las intenciones y esa interpretación eran correctas. Pero lógica democrática no avala que las decisiones parlamentarias sean tomadas casi a escondidas, sin el conocimiento público y sin posibilidad de que los descontentos manifestasen su oposición. Impedir que ello ocurra era y es responsabilidad de los medios.

No se propugna aquí publicar columnas o manifiestos de adhesión a favor o en contra del 15-M. Ya está bien de que el periodismo español cargue con la cruz (o se imponga la medalla) de salvar la democracia cada dos por tres. Todo resulta más modesto y no por ello menos heroico: la democracia se consolida o se menoscaba día a día, titular a titular. Y si tuviésemos claros los parámetros mínimos que salvaguardan una democracia en tiempos convulsos como los que vivimos; resultaría evidente lo que falta y lo que sobra. En pocas palabras: más información sobre el conflicto de intereses en liza y menos espectáculo violento. Más datos y menos escenificaciones.

Me voy despidiendo con tres argumentos que debieron haber guiado la cobertura de una protesta que había sido precedida por uno de los desalojos más violentos jamás vistos en un espacio público. Podrían también considerarse válidas para abordar desde la autonomía profesional las protestas venideras. No se inspiran en la ideología de un periodismo de combate, ni siquiera posicionado contra la violencia, ya sea estatal o subversiva. Son, en cambio, los mimbres elementales de la información que fomenta una convivencia democrática. Le proponemos a los periodistas que, al menos, los sopesen. Debieran, a no ser que se hayan resignado a actuar de nuevo como una plataforma de intimidación de las protestas ciudadanas. O que asuma que volverá a sentar en el banquillo de los acusados a los más damnificados por la violencia económica y policial.

(a) En circunstancias como las descritas, los responsables del orden público deben garantizar dos derechos por igual: el de los parlamentarios a acudir a una votación y el de la ciudadanía a expresarse en su contra. Ninguno debe situarse por encima del otro. Hay quien avala el reduccionismo exclusivista de la democracia a su fórmula parlamentaria. Y quien pediría de la prensa la exaltación perenne de una ciudadanía insurgente. No es nuestro caso. Solo decimos que impuestos pagamos todos y, por tanto, el derecho a ver defendido nuestro derecho a la protesta es idéntico al de los cargos públicos a desempeñar sus funciones. Sin embargo, los acontecimientos desmienten que el conseller de Interior, el señor Felip Puig, hubiese cumplido estos deberes. Su dispositivo de protección de los parlamentarios probó ser insuficiente o estar diseñado para otros fines. Y aunque persiguiese el objetivo más espurio de quien guarda el orden público, como criminalizar a la ciudadanía, la actuación policial resultó no ya ineficaz sino contraproducente. Las provocaciones y la represión de los manifestantes resultaron excesivas e inoperantes. Fueron denunciadas casi en tiempo real en la red. Y tuvieron un efecto de refuerzo, como ha venido ocurriendo desde que el primer desalojo de la Puerta del Sol desató las acampadas, primero, y la #spanishrevolution, después.

(b) Los periodistas debieran asumir que no se condena la violencia ciudadana sin antes condenar, al menos con la misma intensidad, a quienes la ejercen uniformados. Estos aún permanecen impunes. No han sido identificados los antidisturbios que una semana antes habían apaleado a los acampados de Plaça de Catalunya. Entonces, por cierto, se permitió grabarles sin restricciones. Y así se elevó hasta cotas nunca vistas el umbral de fuerza aplicable al 15-M. Permitió construir una tensión narrativa en torno a los «perroflautas» apaleados que acabarían retratados como jauría antisistema. Es ya un clásico desde que el expresidente José María Aznar calificase al movimiento Nunca Máis «como perros que ladran su rencor por las esquinas». Sin embargo, la prensa no exigió el número de placa de los mossos antidisturbios o de los agentes secretos que se infiltraron entre los manifestantes. Como tampoco ha recabado datos de las denuncias de maltrato y abusos policiales sufridos por activistas del 15-M. El procedimiento no sería más costoso que la rutinaria ronda de llamadas a comisarías y hospitales con las que, sin embargo, se informa puntualmente sobre otras formas de violencia, como la de género. Queda claro que la corrección política del periodismo español no abarca todavía la condena sistemática de la violencia policial. Tan claro, como oscuro se presenta el panorama cuando las acciones del 15-M aborden las situaciones más conflictivas que están por venir.

(c) Por último, aún reconociendo lo atractiva que resulta la violencia insurgente (y la oficial, si se abordase) en términos mediáticos, un mínimo de profesionalidad obliga a dejar espacio para informar sobre las decisiones políticas que estaban en disputa. En este punto sólo hay interrogantes, me temo que todavía sin plantear por la prensa ¿Alguien conoce la Ley Omnibus que se votaba aquel día? ¿Sabe las sesenta disposiciones sobre derechos sociales y civiles, que se derogaron con una sola votación? ¿Saber que se trata de un procedimiento muy cuestionado en términos jurídicos y constitucionales? La violencia acabó convertida en la pantalla de sus motivaciones, que permanecen invisibilizadas. (Y como el 15-M sólo atacó a los parlamentarios no hace falta siquiera mencionarlos cuando días más tarde se informa que «el Gobierno de Convergencia i Unió ha dado marcha atrás en aspectos tan sensibles como permitir que las instalaciones de los hospitales públicos se puedan ceder a la actividad privada, así como las limitaciones que se imponían en un primer borrador a los recién empadronados para acceder a la sanidad pública». El País, 7 de julio de 2011).

No les pedimos a los periodistas que nos apoyen, sino que nos apliquen su código profesional. No lo hicieron cuando generaron o dieron pábulo a las sucesivas etiquetas que nos han ido asignando. Al principio el 15-M era una quintacolumna movimientista que teledirigía Alfredo Pérez Rubalcaba contra el PP. Luego se trataba de unos infiltrados partidarios que hacían proselitismo de acampada. Más tarde se convirtieron en abstencionistas extraparlamentarios que despreciaban las urnas. Pero cuando se constató que las elecciones no detenían el 15-M sino que, una vez pasadas, el movimiento cobraba calado y extensión, comenzaron las adhesiones simbólicas. Estaban teñidas de falsas añoranza e invocaban el recuerdo de juventudes revolucionarias inexistentes. Rezumaban el paternalismo condescendiente que se aplica a los fenómenos pasajeros, tipo sarpullido juvenil. Y, claro está, les movía la búsqueda indisimulada de réditos simbólicos. Como si de comités de sabios se tratase pronto se exigió a las asambleas que formulasen alternativas a unas políticas que durante décadas se vienen presentando como las únicas factibles. Se les demandó también un programa electoral, tras una campaña dominada por el pensamiento único en el ámbito económico. Coincidiendo con el curso escolar, se le examinaba al 15-M, sin reconocer la enorme pedagogía política que despliega. Y cuando las acampadas se prolongaron demasiado, porque ensuciaban las plazas y entorpecían el comercio, llegó el higienismo con sus «limpiezas» y desalojos. Como si la democracia viral del 15-M fuese una epidemia, los problemas sanitarios de las acampadas antecedían a los de orden público. De modo que cuando, por fin, la protesta llamó a la puerta de las instituciones (tomas de posesión de los nuevos cargos, bloqueo y sentadas ante las sedes parlamentarias…) fue catalogada de violenta y antisistema.

En muy corto tiempo hemos recorrido un largo camino, y eso que esto no ha hecho más que empezar. Ojalá los medios acepten medirnos con la misma vara que a las instituciones. Les pedimos, una vez más, que nos reconozcan como actores políticos e informativos de pleno derecho. Les pedimos que nos apliquen, como fuentes y materia de sus noticias, el mismo protocolo profesional que a los cargos públicos. Es el único modo de que se doten de independencia y de que la sociedad civil mantenga la autonomía necesaria para autodeterminarse, que es de lo que se trata en una democracia real. Si hubiesen procedido así, lo que hace tiempo fue un slogan de campaña se habría transformado en el titular de todos los medios tras las marchas del 19 de junio: «Vamos a más». Porque nunca fuimos tantos en las calles, ni llegamos tan lejos en nuestras demandas. Solo hacía falta contarnos y dejárnoslo contar. Gracias por haberme aguantado y que prosiga el debate.

Víctor Sampedro Blanco es catedrático de Opinión Pública y Comunicación Política en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Puede consultarse su obra en www.victorsampedro.net y www.ciberdemocracia.net . Participa en el blog colectivo www.propolis-colmena.blogspot.com y, entre otras iniciativas sociales, en el CSA La Tabacalera de Lavapiés (latabacalera.net).

Fuente: http://www.fronterad.com/?q=print/3588