A pesar de que la Constitución Española reconoce inequívocamente -concretamente en sus artículos 2 y 137- las comunidades autónomas en la ordenación territorial del Estado español, últimamente han cobrado fuerza voces que claman contra su supresión -curiosamente muchas de esas voces se autodenominan constitucionalistas-. Lo cierto es que España tiene una administración territorial muy particular, incomparable […]
A pesar de que la Constitución Española reconoce inequívocamente -concretamente en sus artículos 2 y 137- las comunidades autónomas en la ordenación territorial del Estado español, últimamente han cobrado fuerza voces que claman contra su supresión -curiosamente muchas de esas voces se autodenominan constitucionalistas-. Lo cierto es que España tiene una administración territorial muy particular, incomparable a la mayoría de países de su entorno: no es un Estado unitario (el poder político se concentra mayoritariamente en la Administración central, pudiendo compartirlo con un nivel local) ni es un Estado federal (el poder se distribuye a lo largo de, al menos, tres niveles territoriales). Esto es así porque durante la transición a un sistema democrático se trató de contentar a todas las partes: por un lado se grabó a fuego la unidad de España (el artículo 2 de la Constitución reza: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles») y por otro se recuperó la tradición iniciada con la II República Española de reconocer la existencia de niveles gubernamentales autonómicos (el artículo 2 continúa: «y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades»).
Pero al margen de la denominación que se le quiera dar, lo cierto es que la distribución del gasto público (variable clave para analizar el nivel competencial de las administraciones) del Estado español es mucho más parecida a la de un país federal que a la de un país unitario. Tal y como se puede observar en el cuadro, en nuestro país el 56,1% del gasto público corresponde a la Administración central, mientras que las comunidades autónomas y los municipios se llevan el 32,6% y 11,3%, respectivamente.
Es un reparto muy similar al que tienen Alemania, Austria, Suiza, Estados Unidos, Canadá o México, que son Estados federales. Por supuesto, hay diferencias entre todos ellos, pero la variable en común es que siempre se reserva un peso de gasto público no despreciable para un nivel territorial intermedio. En los países unitarios esto nunca sucede: el gasto público se distribuye únicamente entre la administración central y las administraciones locales; los niveles intermedios (en España equivalen a las comunidades autónomas) no existen. Países unitarios por antonomasia son Reino Unido, Francia, Italia y Suecia.
El tipo de ordenación territorial responde siempre a factores históricos, culturales, idiosincráticos y políticos; nunca a criterios económicos. No existe ninguna evidencia científica sólida que nos permita concluir qué modelo territorial es más eficiente. Y no solo en términos de desarrollo económico; tampoco en términos de distribución de la renta o de tamaño del sector público. Hay países unitarios con mucha y también con poca renta, con mucha y también con poca desigualdad, con un tamaño del sector público elevado y también reducido; y lo mismo ocurre con los países federales. Por ejemplo, Francia y Suecia tienen modelos unitarios y son economías muy desarrolladas con bajos niveles de desigualdad y un importante peso del sector público, pero lo mismo ocurre con países como Austria y Suiza, que son países federales. Reino Unido e Italia tienen modelos unitarios y son economías con un nivel más elevado de desigualdad y un tamaño del sector público más reducido que las anteriores, pero lo mismo ocurre con países como Estados Unidos y México, que son países federales.
Existen muchos estudios que han tratado de descubrir qué tipo de modelo territorial es más positivo para la economía y el bienestar. Los resultados han sido siempre dispares y no se ha alcanzado ningún consenso. Esto es así porque la ordenación territorial de un país apenas afecta (para bien o para mal) a la actividad económica. En otras palabras, aunque tuviésemos en nuestro país el modelo territorial más ideal de todos, el desarrollo económico y el nivel de vida de la gente sería prácticamente idéntico. Y al revés: aunque tuviésemos en nuestro país el modelo territorial más disparatado de todos, la gente seguiría viviendo prácticamente igual que ahora.
Para vivir mejor y tener una economía más próspera necesitamos hacer muchas cosas, pero entre ellas no tiene por qué estar la de modificar la ordenación territorial, que apenas influye en la actividad económica. Orientemos nuestros medios, recursos y esfuerzos hacia lo verdaderamente importante, y dejemos que las administraciones territoriales sigan regidas por criterios históricos y culturales.