Un ejemplo. Hasta hoy empleamos los viejos términos: «lejos-cerca», «nuestros-extraños»… Pero, ¿qué quiere decir «lejos» o «cerca» después de Chernóbil, cuando ya al cuarto día sus nubes sobrevolaban África y China? La Tierra ha resultado ser tan pequeña. Ya no es la Tierra que conoció Colón. Es limitada. Ahora se nos ha formado una nueva […]
Un ejemplo. Hasta hoy empleamos los viejos términos: «lejos-cerca», «nuestros-extraños»… Pero, ¿qué quiere decir «lejos» o «cerca» después de Chernóbil, cuando ya al cuarto día sus nubes sobrevolaban África y China? La Tierra ha resultado ser tan pequeña. Ya no es la Tierra que conoció Colón. Es limitada. Ahora se nos ha formado una nueva sensación de espacio. Vivimos en un espacio arruinado. Más aún. En los últimos años, el hombre vive cada vez más, pero, de todos modos, la vida humana sigue siendo minúscula e insignificante comparada con la de los radionúclidos instalados en nuestra Tierra. Muchos de ellos vivirán milenios. ¡Imposible asomarnos a esa lejanía! Ante este fenómeno experimentas una nueva sensación del tiempo. Y todo esto es Chernóbil. Sus huellas. Lo mismo ocurre con nuestra relación con el pasado, con la ciencia ficción, con nuestros conocimientos… El pasado se ha visto impotente ante Chernóbil; lo único que se ha salvado de nuestro saber es la sabiduría de que no sabemos. Se está produciendo una perestroika, una reestructuración de los sentimientos.
(Svetlana Alexievich, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro)
Para P. Massachs que me ayudó a verlo claro.
Chernóbil: una palabra en el origen del activismo ecologista de parte de mi generación, el nombre de una catástrofe iniciada en el pasado y con mucho futuro por delante.
Este artículo no va sobre Chernobyl, la serie de la cadena de pago HBO mejor valorada de la historia (dicen), sino sobre el fenómeno informativo y mediático generado en torno a ella: titulares, reflexiones y (supuestos) debates.
No he visto la serie, y no tengo interés en verla, esperaré como mínimo hasta que se haya publicado este artículo para visualizarla. La razón de mi desinterés es fácil de explicar: el seguimiento de la catástrofe durante años me ha permitido comprender que los llamados hechos son algo muy relativo, dado el espeso telón de desinformación y secretos con el que la industria nuclear oculta, aún hoy, todo lo sucedido. A estas alturas, 33 años más tarde, los hechos que provocaron la catástrofe son casi lo de menos, lo más importante son las causas profundas y las consecuencias interminables. Justo de lo que no se debate.
El motivo de mi decisión de demorar el visionado también es fácil de entender: verla podía conducir a que este artículo tratase sobre el contraste entre la ficción y los datos que se conocen. Un falso contraste entre lo representado, medido y racionalizado en términos de cálculo de audiencia, y lo que no podremos nunca llegar a saber, ni a comprender. La trampa, un conjunto de banalidades sobre adecuación de la ropa de los protagonistas y el valor de los personajes de ficción (según he podido leer) para ocultar las preguntas obligadas: ¿cuáles son los límites que se deben respetar cuando se hace ficción sobre acontecimientos reales?, ¿hasta dónde es lícito llevar la ficción para evitar que dicha ficción sustituya el conocimiento de los hechos?
La mayor parte del tratamiento informativo de la serie son artículos redactados sin molestarse en contrastar documentación, ni sobre sobre los acontecimientos ni sobre los personajes: los calificativos elogiosos y el sensacionalismo abundan en una especulación que conduce a substituir la investigación por la narrativa de la ficción televisiva.
Parte de lo publicado son especulaciones sobre el contraste entre la narrativa y los sucesos al nivel más nimio, sobre la «verdad«, o algo que se le parezca, silenciando la mezcla de secretos, mentiras y complicidades, que rodea los hechos; la misma combinación que marca el desarrollo de una catástrofe que continua hoy, 33 años después.
Existe otra parte aún peor: la especulativa, la que toma la serie como pretexto para ejercicios intelectuales o de geopolítica cultural, o para alguna chusca reivindicación política.
Y la parte más desagradable de todas. Las referencias al libro Voces de Chernóbil , de Svetlana Alexievich, que aparecen en varios artículos que ensalzan las virtudes de la serie. Desagradable porque la crudeza y el horror que refleja y documenta esa obra desborda cualquier tratamiento audiovisual, y porque la mayor parte del libro son voces interiores, reflexiones y pensamientos, algo que casa mal con el entretenimiento.
Incluso donde debería predominar el pensamiento crítico hacia la serie, éste se ha eludido, o su mención se ha utilizado como pretexto para difundir una actividad a la que no se da publicidad directa, o se ha analizado el contenido sin entrar en la crítica.
En este panorama general hay unas pocas excepciones que conviene destacar. Me centro en las tres que abordan temas silenciados: el artículo de Pascual Serrano, que plantea una interesante reflexión sobre la serie como ejemplo de selección y tratamiento sesgado de determinados acontecimientos históricos para vender espectáculo; el artículo de Rafael Poch de Feliu, que destaca la omisión, nada inocente, del carácter global de la catástrofe, porque una de las pautas de debate impuestas desde la industria nuclear (y aceptada sumisamente por el ecologismo institucional) es que un accidente nuclear es como cualquier accidente industrial; y la reflexión de María Santana Fernández, sobre la serie como ejemplo de la querencia de la industria de entretenimiento de los EE.UU. por las catástrofes, las implicaciones ideológicas, el embrutecimiento de la sensibilidad que todo ello conlleva, y los posibles motivos de este espectáculo continuado de distopías de ficción o, como en este caso, de realidades distópicas teatralizadas. Tres muestras destacadas de opinión crítica. En conjunto, muy poca cosa.
Mención aparte merecen los escasos artículos que han aprovechado el tirón de la serie para poner en evidencia aspectos políticamente incorrectos y, por tanto, silenciados, porque en el ansia de beneficios que produce el espectáculo de una catástrofe real tratada como entretenimiento de ficción, no tienen cabida cosas tan poco rentables y tan poco espectaculares como la solidaridad anónima o el trabajo callado.
Cuando el pasado abril redacté el artículo correspondiente al 33 aniversario del inicio de Chernóbil mencioné que, dentro de la indiferencia y la rutina informativa que rodea cada 26 de abril, existían siete colectivos que tenían bien presente la fecha. Los lugares 2, 3 y 4 de dichos colectivos correspondían a los que la aprovechaban como negocio. En segundo lugar, figuraba la industria turística, en el tercero la industria del entretenimiento y en el cuarto los videojuegos. Las sinergias entre estos tres ámbitos de negocio entre las clases acomodadas son de sobra conocidas: un fenómeno televisivo o cinematográfico actúa como «arrastre» de la industria turística (basta recordar todo el fenómeno de recorridos turísticos en Suecia al calor de la serie novelística de «Milenium») cosa que, según la prensa, ya se está produciendo con Chernobyl; sólo cabe esperar un tiempo para comprobar si la industria del video juego también sacará partido de ese éxito.
Para finalizar vayamos a Chernóbil, no a Chernobyl, y hagamos el siempre incómodo y desagradable ejercicio de recordar: empecemos por las dimensiones, los protagonistas silenciados, con todas sus contradicciones, la responsabilidad de los países con centrales nucleares en las causas y las consecuencias y, sobre todo, en lo poco que se sabe de las víctimas, las de entonces y las de ahora. Un ejercicio que implica demasiado esfuerzo intelectual si lo comparamos con lo fácil que es sentarse ante la pantalla y gozar de un espectáculo que, como todos los espectáculos, como todos los productos de la industria del entretenimiento, también tiene fecha de caducidad fijada, pero, seamos realistas, pueden suponer una sensación agradable mientras se consumen.
Casi todo lo escrito sobre Chernobyl repite el mantra de su carácter de peor accidente nuclear, pero se trata de una doble mentira: no es un accidente, y Fukushima es mucho peor. E impera un silencio clamoroso sobre una cuestión: ¿Ha supervisado la Agencia Internacional de Energía Atómica este producto televisivo?
Miguel Muñiz Gutiérrez mantiene la página de divulgación energética www.sirenovablesnuclearno.org
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-181/notas/chernobyl