Una valoración, no necesariamente de parte, sobre lo escuchado a lo largo de las sesiones del juicio al procés desarrolladas hasta ahora debería llevar a una conclusión difícilmente refutable: pese a las restricciones que se han impuesto desde el inicio (como el rechazo a la presencia de observadores internacionales, a la traducción simultánea del catalán […]
Una valoración, no necesariamente de parte, sobre lo escuchado a lo largo de las sesiones del juicio al procés desarrolladas hasta ahora debería llevar a una conclusión difícilmente refutable: pese a las restricciones que se han impuesto desde el inicio (como el rechazo a la presencia de observadores internacionales, a la traducción simultánea del catalán o a cantidad de testimonios y pruebas, sin olvidar el injusto mantenimiento en prisión preventiva de la mayoría de las personas acusadas), no se han podido probar ni la rebelión, ni la sedición o la malversación. En cambio, sí ha quedado demostrado que son derechos fundamentales, como los de expresión, reunión, asociación y participación política, los que se ven reiteradamente cuestionados por las acusaciones en sus escritos y sus interrogatorios. La referencia a «murallas humanas que se lanzaban contra las fuerzas de seguridad» por parte de la fiscalía con ocasión del 1-O de 2017 es suficientemente explícita de la tendencia creciente a criminalizar el derecho a la protesta y a la resistencia no violentas.
Han sido tantas las contradicciones en las que han entrado la fiscalía y la abogacía del Estado que ha tenido que salir Felipe VI, aprovechando su inmerecido premio otorgado por nada más y nada menos que un Congreso Mundial del Derecho, para declarar con rotundidad que «no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del derecho». Un rey que no ha sido elegido democráticamente, que es inviolable e irresponsable y cuyo testimonio en el juicio ha sido rechazado por el Tribunal Supremo, se atreve así a romper una vez más su presunto papel de árbitro para erigirse como baluarte en defensa de la «unidad territorial del Estado». Una unidad que, como bien argumentó Benet Salellas -abogado defensor junto con Marina Roig de Jordi Cuixart, presidente de Ómnium, organización criminalizada al igual que la ANC-, no es ningún derecho fundamental y que en cualquier caso no puede estar por encima del respeto a los derechos fundamentales de la ciudadanía antes mencionados.
Es obligado reconocer que no faltan coartadas para ese creciente intervencionismo del rey dentro de la misma Constitución, ya que ésta sostiene, por ejemplo, que «el Jefe del Estado, [es] símbolo de su unidad y permanencia» (artículo 56.1) y que para ejercerla le corresponde «el mando supremo de las Fuerzas Armadas» (art. 62), las cuales tienen como uno de sus deberes la defensa de la «integridad territorial» de España (art. 8). Un conjunto de funciones simbólicas y competenciales que nos remiten, una vez más, al origen franquista de esta institución ya su rechazo a verse sometida a referéndum en 1978 y, por tanto, como ha recordado Bartolomé Clavero[1], a la necesidad de seguir preguntando sobre qué prevalece en la autodefinición de este régimen como «monarquía parlamentaria»: ¿el sustantivo o el calificativo?En suma, nos encontramos ante una anomalía, heredada de la Inmaculada Transición, que se ha puesto en marcha siempre que el bloque de poder ha visto en grave peligro la estabilidad política, como pudimos comprobar con el cuestionable papel de Juan Carlos I el 23F de 1981 o, más recientemente, en la noche del 3 de octubre de 2017. Una singularidad, por cierto, de la marca España (ahora España global, sic) que la distingue incluso de las monarquías parlamentarias de nuestro entorno, ese latiguillo tan recurrente en las tertulias mediáticas.
Afortunadamente, frente a los discursos de las acusaciones y del rey, hemos podido escuchar las argumentaciones fundadas a favor del derecho de autodeterminación de Oriol Junqueras y Raül Romeva, así como las explicaciones de éste último sobre por qué siendo federalista está independentista desde la sentencia del Estatut. También, el recordatorio constante de que la celebración de un referéndum suspendido por el Tribunal Constitucional no es delito, como ha tenido que reconocer el propio Partido Popular con su reciente propuestaen el Congreso, finalmente frustrada, para que volviera a ser incluido en el Código Penal. O la presunta existencia de un «clima de creciente violencia» a partir del 20 de septiembre de 2017, rotundamente desmentida por Jordi Sánchez y las imágenes mostradas.
Pese a la carencia de base en los hechos del relato oficial, ya ha quedado suficientemente en evidencia que junto a la firme voluntad de negar cualquier aspiración, aunque llegara a ser mayoritaria en una Comunidad Autónoma determinada, a cuestionar la «unidad territorial de España», la voluntad de aplicar el derecho penal del enemigo en este juicio responde también a la necesidad de evitar que se repita en el futuro cualquier proceso de desobediencia civil, masiva y no violenta similar al que se produjo desde aquel 20 de septiembre hasta el 3 de octubre de 2017 en Catalunya.
Así que no es difícil deducir de lo transcurrido hasta ahora que lo que está en juego en el Tribunal Supremo y en las próximas elecciones generales es la necesidad de elegir entre la defensa y la extensión de derechos y libertades fundamentales para poder decidir nuestro futuro, por un lado, y la preservación de la «unidad territorial del Estado» y de la «razón de Estado» por encima de esos derechos, por otro. No fue mera casualidad que en vísperas de aquellas jornadas el entonces Fiscal general del Estado dijera, como recordó uno de los acusados: «No nos obliguen a ir más allá de la ley». En realidad, sí fueron «más allá de la ley» desde las cloacas del Estado; más de una vez, como se ha podido visualizar en algunos medios y en más de un documental que, eso sí, nunca se ha reproducido en ninguna televisión -pública o privada- de ámbito estatal.
A todo esto se suma ahora la amenaza del tripartito reaccionario, en el caso de ganar las próximas elecciones generales y obtener una mayoría en el Senado, de imponer de forma indefinida el artículo 155 en su interpretación más dura -que sería dudosamente constitucional- en Catalunya mediante un práctico estado de excepción que afectaría además al libre desarrollo de su cultura y su lengua. De llevarse a cabo esto último, no sólo se vería anulada la actual autonomía catalana sino que entraría en quiebra definitiva el ya debilitado Estado autonómico todavía vigente. Y no será, desde luego, un PSOE que ni siquiera se ha atrevido a aceptar un relator para la puesta en pie de una mesa de diálogo y se limita a postular un federalismo negador de la plurinacionalidad el que nos va a librar de esa amenaza. Habrá que confluir, en cambio, con el amplio movimiento que desde Catalunya se reafirma mayoritariamente en exigir la absolución de todas las personas acusadas y en reclamar un referéndum en el que pueda decidir su futuro, incluida la independencia.
Por todas esas razones, desde fuera de Catalunya no es posible mantenerse al margen de esta confrontación: son las libertades y el derecho a la autonomía y a la autodeterminación de nuestros pueblos los que se ven amenazados. Por eso me parecen muy oportunos los mensajes que nos llegan desde Catalunya de personas amigas como Iolanda Fresnillo: «Podéis estar en contra de la declaración de independencia, que no es más que asumir los resultados de la voluntad popular (admito que podemos discutir ampliamente ese punto). Pero a todos los acusados y acusadas se les acusa también por organizar un referéndum no permitido por los tribunales…como hemos hecho tantas veces desde la sociedad civil. Organizar algo no permitido por los tribunales. De aquella consulta social por la abolición de la deuda externa en marzo de 2000, que prohibieron e hicimos igualmente, con voluntad popular y desobediencia, a las protestas de la PAH ante miles de desahucios»[2].
A la vista de la regresión que nos amenaza, entre las personas demócratas y de izquierdas ya no debería haber dudas sobre el lado en el que hay que estar en este conflicto y más allá del mismo: o defendemos nuestras libertades, la profundización de la democracia y el reconocimiento de nuestra realidad plurinacional libremente construida, o retrocedemos hacia una «España una, grande y libre» más liberticida, xenófoba, ultra-heteropatriarcal y austeritaria.
Así que en estos tiempos de involución pero también de bifurcaciones y resistencias no viene mal recuperar esta vieja recomendación: «Se trata, según la expresión de Simone Panter-Brick de ‘dar a la voluntad moral la habilidad del estratega’. Con ese fin, la estrategia no-violenta se esfuerza en poner al servicio de la acción no sólo la ‘sencillez de la paloma’ sino también la ‘prudencia de la serpiente’. La ‘prudencia’, no, ciertamente, la mentira, la falacia, el fraude, sino la lucidez, la clarividencia, la oportunidad, la audacia, la imaginación y la habilidad» (Jean-Marie Muller).
Notas:
[1] «1978: La extraña monarquía», 07/02/2018, http://www.bartolomeclavero.net/?p=772
[2] www.elsaltodiario.com/opinion/un-juicio-a-nuestra-forma-de-ver-el-mundo, 21/02/2019
Jaime Pastor, es politólogo y editor de Viento sur