Tras unas elecciones planteadas desde el principio como una batalla plebiscitaria en torno a la soberanía de Catalunya, no es de extrañar la tendencia periodística a distribuir los votos y los escaños a un lado u otro de la línea que separa a independentistas (48,1 %) de no independentistas (51,9 %). No es que esa […]
Tras unas elecciones planteadas desde el principio como una batalla plebiscitaria en torno a la soberanía de Catalunya, no es de extrañar la tendencia periodística a distribuir los votos y los escaños a un lado u otro de la línea que separa a independentistas (48,1 %) de no independentistas (51,9 %). No es que esa batalla no sea real o que no ilumine la pugnacidad de una cuestión que, mientras no se resuelva de manera democrática, seguirá contaminando la vida política y retrasando en favor de las clases dirigentes española y catalana el abordaje de otras cuestiones menos ideológicas y más compartidas. Pero puede ser esclarecedor y desde luego saludable analizar los resultados del 27-S con una regla más fina y más clásica: a partir -es decir- del eje izquierda/derecha, del discurso hegemónico del cambio y del desgaste del régimen del 78.
Si hablamos en términos de izquierda y derecha, hay que recordar que, pese al estimulante brinco de las CUP, la izquierda anticapitalista seguirá infrarrepresentada a nivel institucional: sólo 21 escaños sobre un total de 134 (apenas un 17%). Con matices y pequeñas diferencias formales, las fuerzas mayoritarias del Parlamento catalán, incluidas ERC y PSOE, se alinean en el centro o en la derecha. En este sentido, mientras la calle sí ha cambiado, la composición ideológica del parlamento catalán apenas si ha registrado ningún cambio reseñable respecto de 2012. Puede decirse que la «cuestión nacional» ha bloqueado, o al menos encubierto, el desplazamiento popular levógiro que las últimas elecciones municipales pusieron claramente de manifiesto. La derecha se ha impuesto de manera abrumadora.
Si abordamos los resultados desde el discurso hegemónico acuñado por Podemos (el del «cambio», asumido por todos los partidos) hay que recordar entonces que en Catalunya ese discurso no se asociaba a la denuncia de la corrupción ni a la defensa del sector público ni a la lucha contra la austeridad sino al cambio -digamos- de país. Un sector importante de la población -el que ha dado la victoria a Junts pel Sí y aupado a las CUP- ha identificado la transformación, la renovación, la dignidad y la regeneración democrática (e incluso la lucha contra la corrupción y la austeridad) con la independencia de Catalunya. «Fuerzas de cambio» son, en este sentido, la derechista Convergencia y las izquierdistas CUP, pero también, en el marco del nacionalismo español, Ciudadanos, alternativa pujante y de apariencia juvenil al bipartidismo PP-PSOE. La conclusión es que, si la derecha ha obtenido la mayoría en el parlamento catalán, la ha obtenido como «fuerzas de cambio» y que, por lo tanto, son «las fuerzas del cambio» las que se han impuesto en los comicios (97 escaños sobre 134, en torno al 74%).
Esta extravagante pero inobjetable conclusión obliga a afrontar dos paradojas sobre las que es necesario reflexionar. La primera es la de que ha sido la misma cuestión («la cuestión nacional») la que ha bloqueado el protagonismo popular levógiro revelado el 25-M y la que ha permitido crecer a las CUP, una fuerza netamente anticapitalista y popular y ferozmente crítica con el «padre fundador» Artur Mas. La segunda es que la victoria de «las fuerzas del cambio» ha dejado fuera o muy disminuido precisamente a Podemos, partido inventor y dueño aparente de ese discurso hegemónico. Son estas paradojas del «populismo» -positiva y negativa- las que la izquierda nunca debería olvidar a la hora de elaborar programas y estrategias políticas. Catalunya era ya, de facto, en término electorales, otro país.
Las elecciones catalanas, pues, han dado la victoria al mismo tiempo a la derecha y a «las fuerzas del cambio». ¿Y el régimen del 78? El nacionalismo español se equivoca al celebrar una victoria pírrica de los no independentistas y, desde luego, al retrasar de manera pusilánime e interesada la solución democrática de un problema –el de España, no el de Catalunya– que ha causado miles de muertos y numerosos retrocesos civilizacionales en nuestra historia común, pero no parece que el futuro gobierno catalán, cualquiera que sea su composición, esté en condiciones de cuestionar de manera inmediata el pésimo orden constitucional español.
En cuanto al bipartidismo (el otro pilar del régimen junto a la unidad maniatada de España), puede decirse que, ante el desplome de la única fuerza capaz de quebrarlo, Podemos, ha sufrido un menoscabo mucho menor del esperado. Si Catalunya es electoralmente otro país, lo que queda todavía de España en Catalunya dibuja un escenario en el que el PSOE, milagrosamente en pie, y el PP, con su mellizo funcional Ciudadanos, llevan claramente ventaja de nuevo.
¿Qué ha pasado con Podemos? En un contexto en el que las derechas eran las «fuerzas del cambio» y la única fuerza de cambio de izquierdas lo era al mismo tiempo por su alineamiento independentista, el discurso social de Podemos era inaudible y su posición respecto de la «cuestión nacional» insuficiente. Podemos no era «de cambio» ni para los españolistas ni para los catalanistas. Ni tampoco más de izquierdas que el PSOE. El contexto astuta -diabólicamente- montado por Mas debilitaba mucho de entrada sus posibilidades, pero digamos que Podemos ha hecho mal algunas cosas que podía haber hecho mejor. Es una lástima.
Durante décadas la izquierda anticapitalista del Estado parasitó a las izquierdas foráneas (las latinoamericanas por ejemplo) pero también, desde luego, a la vasca y la catalana, que iban muy por delante en discurso y movilización y que, en pleno sarampión soberanista, no se podían permitir esperar más tiempo. Como demuestran las encuestas de hace un año, la irrupción de Podemos, con una propuesta sensata de izquierdas para la reconstitución del Estado, pareció cambiar la relación de fuerzas en Catalunya e ilusionar a sectores que o no votaban o que se resignaban a ser independentistas para poder ser de izquierdas, y ello en detrimento también de las pacientes y zapatistas CUP del admirable jardinero David Fernández. Por primera vez la izquierda española parecía tener algo que ofrecer en todas direcciones. Contra esta amenaza -cristalizada luego en Catalunya en Común- Artur Mas decidió añadir levadura, transformar las elecciones catalanas en un plebiscito sobre la independencia y convertir, por tanto, en únicos interlocutores y antagonistas a su gemelo Rajoy y a la «España atrasada y colonial».
Podemos exploró, como pudo, los márgenes o los intersticios de ese campo de batalla imposible. Era la situación más adversa, pero no lo hizo bien. Mientras Junts pel Sí hacía una campaña muy Podemos, fresca, emocional y populista, y las CUP se mantenían fieles a su estilo, Podemos se comportaba como un partido viejo y cansado: las alianzas, los discursos, los candidatos, la propia gestión del liderazgo de Pablo Iglesias, muy torpe a menudo, son factores que explican al menos la derrota frente al PSOE, cuyas consecuencias en diciembre pueden ser gravosas.
No hay mucho tiempo y la situación es poco halagüeña. Es más fácil dar un salto sideral desde el cero que recuperar un solo punto desde el 15; y Podemos ha perdido muchos puntos en los últimos meses. Importaba poco desenganchar a la izquierda si se enganchaba a la gente pero, a menos de tres meses del juicio final, la izquierda se aleja y la gente desconfía. Es tanto lo que está en juego, y tan serio, que no importa tanto depurar responsabilidades como inventar soluciones. La gravedad de lo ocurrido en Catalunya tiene menos que ver con el decepcionante resultado que con el hecho de que, tras los comicios y en vísperas de las legislativas nacionales, Podemos ha dejado de aparecer como una «fuerza del cambio» (cuando nació hace año y medio -y por eso sacudió el tablero- como «la» fuerza del cambio). La victoria, como la derrota, es performativa y los votos desilusionados se dirigen siempre a los vencedores.
¿Se puede aún hacer algo para invertir la tendencia cuesta abajo y reintroducir ilusión transversal en el electorado? Lo cierto es que la dirección de Podemos, sus Consejos Ciudadanos, sus afiliados en la red, deberían dar prioridad absoluta al abordaje de esta cuestión: la de cómo reaparecer como la fuerza de cambio que quiere ser, como la única fuerza de cambio que realmente existe. La respuesta presupone la aceptación de dos evidencias incómodas que facilitan poco el camino. La primera es la de que la marca Podemos ya no puede por sí sola convocar y movilizar todo el deseo de cambio que el 15M primero y el partido de Pablo Iglesias después sacaron a la luz. La segunda es que ninguno de los modelos de convergencia o Unidad Popular propuestos hasta el momento (acuerdos partidistas o Ahoras en Común) sirven tampoco a este propósito; o sirven más bien para lo contrario.
Podemos necesita un golpe de efecto, sincero, humilde y democrático, autodisolvente en sentido figurado, que convenza no a Alberto Garzón (con el que, llegados a este punto, sería un recíproco desastre no pactar), pero sí a sus simpatizantes; que atraiga no a Ahora en Común (o lo que queda de él), pero sí a los activistas y movimientos sociales que vieron ahí la posibilidad de una repodemización de la política; y que movilice de nuevo, sobre todo, a esas miles de personas que, ilusionadas y repolitizadas tras años de desencanto, quieren votar a una fuerza realmente de cambio, decente, coherente, valiente, no revolucionaria pero sí reconstituyente en lo político y restituyente en lo social, y que amagan ya con recular de nuevo hacia sus dormitorios y sus despensas.
Tras las elecciones catalanas y en vísperas del juicio final, no basta un buen programa participativo ni el trabajo inmenso realizado por miles de personas. O Podemos se repodemiza fuera de sí, contando con las fuerzas que él mismo ha contribuido a crear o visibilizar (ese deseo social levógiro infrarrepresentado en los parlamentos, pero ya presente en los ayuntamientos), o «las fuerzas del cambio» de la derecha, como otras veces en la historia, inaugurarán el régimen del 2016, que no será mejor que el precedente. Puede que ya no haya tiempo, pero sería una irresponsabilidad no intentarlo.
Mientras se da esa batalla con la esperanza de obtener el mejor resultado electoral posible, es necesario anticipar ya la horma de una guerra mucho más larga y muy incierta contra el más que probable régimen del 2016. Si no se ganan las elecciones, la maquinaria tendrá que mutar en una criatura más biológica y más felina. Se habrá perdido todo porque se quería ganar todo. Pero nada será ya como antes. Habrá que aprovechar, en todo caso, la renovación parcial de la clase política y la entrada en el juego institucional para reestructurar el partido, modificar también los patrones de decisión y liderazgo, reconectar con la calle y preparar desde las trincheras el próximo asalto.
Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su última obra publicada es Islamofobia. Nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015).
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/09/29/catalunya-y-las-fuerzas-del-cambio/7562