O cómo construir y elaborar un nuevo concepto de nación soberana prescindiendo de la nación excluida -las clases populares- y, aun así, ser un mártir de la democracia
Comentan habitualmente los compañeros, compañeras, de la CUP y de distintos sectores izquierdistas -incluso en el conjunto del Estado- que el procés català puede ser una palanca definitiva para el cambio y para la ruptura con el régimen del 78. Argumentan que el desafío territorial pone en jaque a la Constitución Española y que permite, a través de un movimiento democrático gestado masivamente en nuestras calles, abrir de forma inequívoca un proceso constituyente tanto en Catalunya como en el conjunto del estado.
Esta postura ha sido defendida parcialmente por un diputado de Podem Catalunya durante la votación de la resolución de desconexión. Vivimos en una especie de secuestro que nos encandila y nos impide analizar las limitaciones políticas del proceso, una nube de ilusión política que nos ciega por momentos y nos empuja a caer en juegos estéticos y espectaculares que nos hacen creer que estamos haciendo algo revolucionario.
Si bien es cierto que la movilización soberanista de los últimos años ha sido una expresión democrática y democratizadora sin parangón, un movimiento que escapa incluso a la convencionalidad y que podría anidar en sí fuerzas transformadoras reales, igual de cierto es también que la articulación, canalización y vehículo político tanto del movimiento como de las demandas limita sustancialmente las potencialidades colectivas que podría albergar en su seno. Del mismo modo, las posibilidades de ruptura quedan fuertemente bloqueadas por la base social sobre la que se asentó y se sigue asentando el conjunto del procés.
El principal problema para un proceso constituyente liderado y concebido desde el actual estado de cosas es que se prescinde casi por completo de las clases populares catalanas. Es más, la alianza de clases cristalizada en Junts Pel Sí y en el conjunto del movimiento donde, además, el protagonismo sigue siendo para las clases medias acomodadas, es un hecho insólito para un proceso de liberación y emancipación nacional.
El nacionalismo puede y debería ser una herramienta para visualizar, dar voz y poner encima del tablero político a la nación excluida, al demos, a la plebe oprimida subordinada y expulsada de todos los circuitos del poder. El nacionalismo, si no se vincula a un proyecto popular de empoderamiento colectivo y de conquista material de la soberanía para las clases subalternas, no es más que un espejismo y un mecanismo de legitimación de los poderes establecidos y de las clases dominantes en un territorio determinado.
Cuando en Venezuela, Ecuador, Uruguay o Bolivia se habla de nacionalismo, se hablaba y se habla de la nación excluida: indígenas, trabajadores y trabajadoras, parados, precarias, pobres. A esta nación compuesta por los grupos subalternos se le asocia y fija el significante «pueblo», contra las élites de los respectivos países.
De hecho, éstos son entonces asociados al imperialismo americano, son yankees, agentes externos, y no son ni pueden ser los representantes de la nación.
En este esquema y en esta construcción política del sujeto pueblo en base a la plebs nacional -a confundir la propia nación con aquello que la levantaría o que le dotaría de contenido material- se visualiza un antagonismo claro entre aquellos que se sitúan «abajo» y aquellos que están «arriba». Es una lucha por identificar al pueblo con lo que fue siempre: con las clases subalternas, en vez de asimilarlo a las clases dominantes.
El nacionalismo puede de esta forma permearse y conectarse bien con la idea de soberanía material y con un proyecto nacional-popular que aglutine y sea portador de la semilla de la transformación social profunda.
Además de ello, esta construcción del sujeto pueblo nacional que sustenta y pone los cimientos del proyecto político popular siempre está en alianza y solidaridad con el resto de procesos constituyentes populares que se suceden en los países vecinos, que viven contextos similares (haciendo buena esa «ternura de los pueblos»).
El nacionalismo sirve entonces tanto para crear un bloque solidario de distintos países que se levantan frente a sus élites nacionales como para dar salida y visualizar al sujeto pueblo, excluido hasta entonces de los espacios de decisión y poder.
Sin embargo, en Catalunya ocurre algo asombroso, otra cosa totalmente distinta. La nación excluida es casualmente la nación que el propio «procés» sigue invisibilizando y relegando a una posición de marginalidad y subalternidad. Las clases populares catalanas no forman parte de esa societat civil mediatizada y generadora de sentido común.
De hecho, siguen estando demonizadas por ciertos sectores que actualmente lideran dicho procés. Siguen siendo los «chonis», «engañados» o simplemente «analfabetos políticos». Caricaturizados y bastante ridiculizados a través de personajes como el Neng de Castefa, que marcará un antes y un después en el imaginario colectivo. Siguen, en definitiva, muy lejos de todos los circuitos de representación y de poder, totalmente fuera de la órbita del establishment catalán.
Allá por los lejanos años 70, un general contaba a Ferrán Penedés que España tiene dos problemas: la ETA y Cornellà. Pues bien, tanto en la capital simbólica del Baix como en el conjunto de una de las comarcas más luchadoras y democratizadoras del estado español, Junts Pel sí y la CUP juntas no son capaces de superar el 33% del total de votos emitidos. Lejos del 47% de media cosechado en el resto del territorio catalán.
No es únicamente un problema de baja movilización electoral en la comarca más castigada por la crisis y símbolo de la resistencia antifranquista, sino también de movilización en las calles. En el Baix no hay ríos de gente en las convocatorias de la ANC ni tampoco hay músculo organizado independentista.
Esto es relevante ya que durante el movimiento del 15M y la llamada a la descentralización del mismo en junio del 2011, éste se replicó en muchísimos municipios del Baix Llobregat, más que en el resto de comarcas de Catalunya.
No es cuestión de parálisis o inmovilismo social como apuntarían ciertos analistas, ya que en Sant Boi, Cornellà, Martorell, Molins, Sant Feliu, Hospitalet… se extendieron y crearon asambleas y acampadas bastante multitudinarias.
De hecho, muchas de ellas sirvieron para generar espacios nuevos que fueron evolucionando y transformándose hasta, en muchos casos, formar, impulsar o acompañar a candidaturas municipalistas que han llegado a los distintos ayuntamientos (y con éxito, desde los 5 concejales y casi 18% de los votos de Cornellà en Comú hasta los 5 de Movem Martorell y Som Martorell o los 2 de Gent de Sant Boi).
El tejido asociativo y social del Baix ha estado movilizado y tensionado desde el año 2010. Desde la PAH de Sant Boi hasta la plataforma social de Sant Vicenç dels Horts pasando por las asambleas de parados, los comités de huelga, los ateneos populares abiertos o reactivados, la marea blanca y Dempeus defendiendo los hospitales de Bellvitge y Viladecans, la lucha contra las preferentes, la marea groga, las recientes marchas de las ILP…
Probablemente el Baix Llobregat ha estado tanto o más movilizado socialmente durante este periodo 2010-2015 que la propia ciudad de Barcelona, demostrando una vitalidad y lucha popular que no puede ser ni relegada ni menospreciada.
Lo mismo ocurre en municipios como Badia del Vallès (el de menor renta familiar disponible de Catalunya y en el cual Junts pel Sí y la CUP no suman ni el 15% de los votos) o en barrios como Torre Baró.
Asistimos a un proceso constituyente que se pretende popular y de ruptura pero al que no le importa prescindir de aquellos sectores, grupos y clases que precisamente son los más castigados, más explotados y más oprimidos.
No tenemos un relato ni una enunciación de un nuevo sujeto que antepondría la libertad y soberanía del pueblo catalán frente a las élites españolas, catalanas y europeas. Al contrario, estamos frente a un sujeto catalán que si bien es digno y muestra una actitud democrática ejemplar, imposibilita por su propia composición el plantear un antagonismo abajo-arriba.
De hecho, pacifica y armoniza de forma pre-política a las distintas clases y grupos con intereses contradictorios e irreductibles en aras de la idea de un futuro país perfecto. Nuevo y que, sí, evidentemente, plantea un desafío al estado español, pero que está huérfano y vacío de todo contenido político concreto y material.
La falta de enunciación política indexada en un sujeto popular-nacional capaz de hacer tambalear los privilegios y a los privilegiados en nuestra sociedad se deja notar en los discursos que justifican o defienden el «procés constituent» catalán. De hecho, la carencia de esa organización y construcción del pueblo catalán desde abajo resta credibilidad y sustrae toda su fuerza a los conceptos como «proceso constituyente» o «ruptura democrática». Éstos van siendo desprovistos y vaciados de contenido mientras se alimenta otro tipo de discursos que siguen levantando barreras e impidiendo una nueva articulación del espacio político transformador en Catalunya.
El caso catalán sigue siendo único si lo comparamos con el escocés o el quebequense y por las mismas razones. En Montreal, hay una correlación directa entre lengua materna y nivel de renta. Los barrios ricos son mayoritariamente ingleses y los barrios pobres franceses. El movimiento independentista de Quebec se construyó a través de la polarización Québec/neoliberalismo americano y canadiense. Se constituyó y construyó un sujeto pueblo-nación, una vez más, asimilándolo a las clases populares. Es importante destacar que la inmigración en Québec, sobre todo la de habla francesa, proviene de las ex colonias muy pobres como Haití.
De todas formas, es fácil adivinar que en un territorio fronterizo con Estados Unidos, la defensa de la lengua francesa frente al omnipresente inglés es todo un acto de resistencia. La lengua inglesa siempre fue asociada a las clases más pudientes y dominantes de Québec. Cuando se intenta plasmar y plantar cara a Canadá desde el movimiento soberanista quebequense, hay una emergencia, un surgimiento, una irrupción y una visualización de esa plebe sin voz que está apuntando, en última instancia, al propio poder de los Estados Unidos. Se puede definir y situar encima del tablero político un claro antagonismo entre lo que sería la fuerza de los de abajo y una defensa de políticas para la mayoría social frente al proyecto neoliberal de las élites anglosajonas. Las posibilidades y potencialidades colectivas, emancipadoras y transformadoras siguen intactas en ese escenario.
En el caso escocés ocurre algo muy semejante, queda bastante nítido el antagonismo entre las clases populares escocesas y las élites financieras/británicas de la City londinense.
Si el proceso independentista catalán pretendiera real y materialmente una ruptura democrática y la apertura de un proceso constituyente sin tener que caer en una frivolidad política que, además, le roba a esos dos conceptos su fuerza y sus contenidos, deberíamos poder repensar entre todas y todos una forma muy distinta de organización de las clases populares.
Sobre todo, plantear un discurso totalmente distinto capaz de enraizarse en las luchas concretas y en las potencialidades emancipadoras que siempre incluyen y proyectan esas clases que inundan el área metropolitana.
Corremos el riesgo de abandonar a su suerte y de marginalizar al conjunto de esas clases trabajadoras catalanas que habitan un cinturón barcelonés que si antes era rojo y cuyo nombre erizaba la piel de unos y sumía en la preocupación y el miedo a los poderosos, ahora es naranja y hace caer en la desesperación y el miedo a los de abajo para tranquilizar y apuntalar el poder de los de siempre.
En el juego de sombras de las élites españolas y catalanas seguimos perdiendo y seguimos cerrando un poquito más la ventana de oportunidad para una transformación o cambio real. Necesitamos urgentemente de un replanteamiento integral que permita salvar esta situación. No podemos perdernos en un nuevo e incipiente lepenismo teñido de naranja, ni podemos subsumir el movimiento de ruptura a los intereses de la derecha catalana.
Icemos la bandera de la república de los comunes y guardemos la de los colorines en lo más profundo de nuestros cajones. Debemos liberar esas fuerzas constituyentes de sus amarres para que el desbordamiento democrático y popular inunde al cuerpo social, superando la estética del movimiento.
Es primordial que entre los movimientos sociales, las CUP, sectores de ERC, ICV, EUiA y Podem se pueda concretar un espacio que acomode y permita el despliegue de las fuerzas constituyentes y populares que anidan en ellos. Ya sea desde un marco puramente catalán o bien desde un marco más amplio de los pueblos libres del sur de Europa. Probemos como primera hipótesis el nuevo sujeto En comú Podem que, pese a no contar con la CUP, podría marcar el nuevo sendero en la izquierda catalana.
Alejandro Pérez, politólogo, está en el consejo ciudadano catalán de Podem Catalunya.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/la-plaza/28348-proces-catala-y-sindrome-estocolmo.html