La lucha por la hegemonía atraviesa la historia de la lucha de clases de cabo a rabo. Hoy los órdagos se suceden en el tablero de juego de la hegemonía mientras el enemigo, por su parte, avanza. De alguna manera, el ámbito de la hegemonía, su orden de prioridades y renuncias, sirve de mediación entre […]
La lucha por la hegemonía atraviesa la historia de la lucha de clases de cabo a rabo. Hoy los órdagos se suceden en el tablero de juego de la hegemonía mientras el enemigo, por su parte, avanza. De alguna manera, el ámbito de la hegemonía, su orden de prioridades y renuncias, sirve de mediación entre las distintas facciones antagónicas en su pugna por coronar y superar la lucha de clases -o por ocultarla. Prefigura así los límites no tanto del poder de una clase en general (relativo, pues éste siempre se debe a su contraria) como del modo de organización de ciertos actores políticos. O lo que es lo mismo: las clases no pueden llegar jamás a enfrentarse entre sí si no es mediante estrategias de poder por las que cada una de las partes contendientes evoluciona a tal fin -si es que llegan, claro está, a la confrontación alguna vez, lo cual no siempre es el caso.
Pero claro, ¿quiénes participan de dichas contiendas? ¿O qué tipo de ejércitos las protagoniza? Deberíamos preguntarnos por esto mismo si nuestro propósito es aliviar la carga de las diferentes luchas por la hegemonía, sus callejones sin salida o sus aporías, avanzando hasta la conformación de unos poderes y una organización de clase reales. Pues es verdad que, en algunos casos, es la crisis del gran capital la que instiga a los sujetos políticos y les confiere legitimidad en la práctica, amén de una madurez y una autonomía suficientes como para resistir en sus frentes y no rendirse. Pero lo más corriente es que la dinámica de la acumulación, clave del régimen de la propiedad y la producción burguesas, permanezca intacta, y que la lucha por la hegemonía prevalezca sobre las contradicciones de ese régimen y sus aciagas, letales consecuencias.
Aquí una anatomía del poder burgués y su orden jerárquico, intransigente y opresor se presenta como la herramienta imprescindible para una crítica certera y coherente de la sociedad actual. Dividida como está, la sociedad burguesa y su proyecto de civilización universal es, a lo sumo, poco más que una ficción -y la globalización es su última versión, pero no la definitiva. Una ficción que, sin embargo, funciona. Y lo hace a las mil maravillas, por cierto. Su consistencia, su funcionamiento mismo dependen de esa inmensa fuerza impersonal que los aglutina a todos, que nos afecta a todos, y que no es otra que el sistema del valor de cambio o del dinero. He aquí la verdadera igualdad, la verdadera libertad, la verdadera garantía de nuestra propiedad -y lo que de tal modo seduce a la democracia: poder comprar y vender, intercambiar el trabajo de unos y otros por el de los demás -e intentar salir ganando, o ganar siempre. Intercambio que emana, en última instancia, de la propiedad privada del poder social, esto es, del trabajo. De ahí que su ausencia se perciba como la absoluta miseria. Una teoría contrahegemónica, revolucionaria en este sentido y no en otro, requiere, de todos modos, de un eje de coordenadas más o menos estable, y de hecho no ha dejado de persistir en su búsqueda a lo largo de los últimos siglos.
Pero la miseria de la teoría no refleja sino la miseria real. En el origen de toda clase de ejercicios retóricos, de consignas oportunistas, de discursos de vanguardia intelectual, se encuentra, con escasas excepciones, un déficit ideológico patente. Y esto tanto de los que se pretenden teóricos de la revolución como de los que no. Pues unos establecen como eje de coordenadas la dicotomía pobre/rico, abajo/arriba, dentro/fuera; otros prefieren poner tales distinciones en suspenso e invocar sujetos ahistóricos, singulares colectivos, personas místicas que, si bien suplen con su advenimiento la falta de disciplina o las carencias estructurales de un grupo en un momento concreto de la lucha, difícilmente pueden identificarse con las de un determinado movimiento -que por definición es abierto, dinámico y plural. Pero tanto los unos como los otros se aferran a una unidad o una identidad equívocas. La indecisión latente al interior de los partidos, las instituciones y sus congresos o asambleas generales de nuestro tiempo es buena muestra de ello. Desde lo más grande a lo más pequeño, desde lo micro hasta lo macro, desde las más altas esferas políticas hasta las disputas personales o programáticas debidas a conflictos internos, todo huele a viciado, a rancio, a podrido.
Pero tampoco es cierto que el enemigo sea imbatible, es decir, que el capitalismo sea esa máquina que todo lo vigila y castiga, ese ojo sin cuerpo que todo lo ve, la ciega necesidad de una historia anónima o la catástrofe. Ciertamente, se trata de uno de los principales fundamentos de la dominación de clase, raza, género e identidad actual, y es su aplastante lógica la que somete los unos a los otros. Pero de ahí que no sea, no pueda ser un simple objeto de estudio, «el capital en sí», ni el sujeto de un progreso necesario, homogéneo, constante. Como si de una serie de fenómenos perfectamente observables se tratase, o como si sus contradicciones hubiesen de seguir siendo a la fuerza las mismas que las de quienes luchan contra ellas, muchos lo tienen, sin embargo, por una justicia de origen divino. Cuando es la justicia en la tierra la que debería preocuparnos.
Los partidarios de la lucha por la hegemonía parecen sentirse cómodos con la cosmovisión mítica y especulativa del capitalismo por la cual las distintas ramas de la producción burguesa y el comercio exterior, el estado bélico-asistencial y el mercado mundial sobrepasan nuestra capacidad de gestión, de decisión y de acción. El estado soberano, el partido de masas, los movimiento populares y juveniles se pliegan por igual a tal paradigma, el paradigma de la lucha por la hegemonía, sin que ello suponga una merma suficiente o una agresión directa a las clases dominantes, sus regímenes «democráticos» y al control y la coerción que su propiedad privada y sus mercenarios ejercen de facto sobre el trabajo. Una guerra total y sin cuartel que, a día de hoy, la burguesía extiende indiscriminadamente por la superficie entera del globo y por sobre su población, y que amenaza con arruinar toda alternativa posible y con socavar, una tras otra, las condiciones materiales de nuestra existencia.
En el estado español, por ejemplo, la ofensiva contra el modelo de soberanía territorial, en los márgenes mismos de la legalidad vigente y dependiente, en cierto modo, de su contraofensiva centralista, parece estar afectando ya al orden constitucional imperante y se traduce, jurídica, institucional y socialmente, en la llamada «crisis de régimen». Sea cual sea el diagnóstico, con todo, lo cierto es que esta crisis parece estar aún lejos de resolverse, y menos todavía si esperamos de la flexibilidad del propio sistema democrático las condiciones objetivas de su propia disolución. En consecuencia, la factoría de ídolos y de lamentables ángeles caídos que es la industria de la opinión pública sigue seduciéndonos a diario con la idea de un destino feliz, de una conflagración universal y de una utopía del estilo de la tan deseada «ruptura democrática». Crisis, por tanto, de régimen. De un régimen, como dicen, democrático. Y sin solución a la vista.
Por otra parte, se da también una supuesta crisis en el seno de los propios partidos políticos, especialmente en el PSOE y en Podemos a nivel estatal pero, en mayor o menor medida, también en las distintas alianzas autonómicas, en la coalición Bildu y en el bloque independentista catalán. La alianza «anti-natura» -dicho en sus propios términos- de la Candidatura de Unidad Popular (CUP) y el nacionalismo oligárquico de Catalunya no se debe tanto a una concepción viable de un estado republicano y cosmopolita cuanto a una estrategia de partido, pues de lo contrario cada una de las partes primaría sus rasgos identitarios y su integridad como organización por sobre los intereses ajenos, si bien al precio de sacrificar la firme apuesta por la secesión, que es la que dio a luz el milagro. El coqueteo de Bildu con la deriva de la socialdemocracia actual sólo puede entenderse, a su vez, desde su privilegiada posición de interlocutor institucional, no desde su relación con los movimientos y la organización de base, quienes apenas pueden intervenir en sus asuntos.
Y qué decir del PSOE y de Podemos que los lectores no sepan ya por cuenta propia. Libres ya del compromiso, la orientación y el sesgo popular y trabajador con que nacieron, se asientan ya en el panorama político nacional, y lo hacen como artefactos obsoletos y diabólicos. A día de hoy, representan el esperpento de la lucha por la hegemonía a niveles aún no vistos, reduciendo las divergencias entre facciones al enfrentamiento entre individuos, confundiendo ideas con programas, discursos con objetivos, órdagos con chantajes, con las correspondientes concesiones mediáticas -cuya reverberación dota de sentido al espectacular trasfondo de toda esta patética pieza de vodevil. En el reparto de cuotas de poder, así como en la redistribución de la riqueza, es evidente que no todos pueden salir ganando. Y la tragicomedia de la izquierda socialdemócrata consiste en esto mismo: no sólo en que los medios dispuestos por sus defensores no basten, sino en que sus fines mismos se trastocarán y acabarán pervirtiendo mucho antes siquiera de haber llegado al poder.
Crisis de régimen, crisis de los partidos y, finalmente, crisis también en un movimiento popular y juvenil como es y ha sido tradicionalmente la izquierda abertzale, donde se manifiestan ya los síntomas de una disidencia y una tensión internas poco menos que intolerables. Lo que podría explicarse, acaso, por las brutales tácticas de excepción y el obsesivo proceso de desgaste sufrido por los sectores afines a la emancipación respecto del estado español, la soberanía nacional y la libre determinación de los pueblos. Después de décadas, no obstante, de integración de las distintas sensibilidades contrahegemónicas (autonomía del pueblo trabajador vasco, defensa del territorio, independencia), todas ellas bajo una misma bandera y un mismo afán -zafarse del sistema opresor español, de la burguesía imperialista y de su recalcitrante cultura de la represión-, la proporción de conquistas y de pérdidas arroja un balance, pese a todo, bastante negativo.
Lo que, por lo que al movimiento respecta, significa, sin lugar a dudas, que todavía queda un largo camino por recorrer. Pero he ahí la promesa de una revolución en ciernes, la madurez de un movimiento juvenil y popular y su potencial político emancipador: que las ascuas de la llama que ardía antaño todavía alientan el corazón de los inconformistas, de los desobedientes, de esa gran familia de los desposeídos que forma la clase trabajadora cuando es consciente de su situación -y más consciente si cabe cuando reconoce sus ilusiones, sus miedos. Mientras que la versión oficial se acoge, en este contexto, a la última moda, los militantes de base, convencidos como lo han de estar de su papel en la historia y su valor político, están tratando de trascender el estrecho margen de maniobra que las instituciones tradicionales, sus iniciativas y sus proyectos les imponen. Hay quien se ha lanzado incluso a resucitar el viejo sueño de la liberación nacional de las cenizas del socialismo realmente existente, sólo que esta vez bajo la forma de la «comuna socialista vasca».
Habrá que ver, pues. Habrá que ver qué traen estos jóvenes aires de rebeldía; si viejos sueños, si nuevas quimeras. Pero ni reforma ni revolución, ni socialismo ni barbarie -de momento. Más bien lo contrario: una especie de éxodo, de fuga hacia delante, de huida; la larga y penosa travesía por el árido desierto de la democracia, por esa ciénaga de la lucha por la hegemonía y su laberinto de espejismos y de símbolos. Bajo el paradigma de la hegemonía, y bajo el infinito y frío cielo de los derechos y las libertades burguesas, todo tenderá a hipostasiarse, a pontificarse, a convertirse en un sujeto autónomo, en causa sui o en la razón suficiente de toda lucha habida y por haber. Sea el pueblo trabajador, sea la ciudadanía, sea la patria; sea el partido, el movimiento o la nación: todo puede ser y de hecho es con tal de que el enemigo quede en evidencia. «Pero este enemigo no ha dejado de vencer.»
La lucha por la hegemonía, en resumidas cuentas, no puede sustituir a la lucha de clases. Por nuestr bien no debe. Una bien puede estar en crisis; la otra, jamás. El «nuevo espartaquismo», la vieja política sectaria, será la última apuesta de los jacobinos de este joven siglo XXI. Pero la razón de estado, de partido, de vanguardia, la razón hegemónica se detiene ante la vieja encrucijada: conquistar el poder para sí es una cosa; dárselo al pueblo, otra bien distinta. Hay que tomar partido, en consecuencia -no queda otra. Pero más allá del estado, del partido, del liderazgo -donde reside la auténtica soberanía.
Mientras tanto, el colectivismo, es decir, la propiedad colectiva de los medios de producción y de vida, espera su momento. Éste aún no ha llegado. Pero por eso mismo debe ser todavía construido, defendido, vivido día tras día y sin tregua. Su momento, dicho de otro modo, es el nuestro. La crisis de la hegemonía nos ampara.
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