«En ese entonces y tras finiquitar la guerra contra los musulmanes España iniciaba la aventura Imperial que la llevaría a expandirse por los cinco continentes. Las ansias de conquista material y espiritual marcarán los siguientes siglos plagados de gestas épicas y epopeyas en el nombre de Dios y su majestad el Rey. Era necesario engrandecer […]
(Carlos de Urabá)
En relación al asunto de la posible autodeterminación de Cataluña, miles de veces nos han referido nuestros gobernantes del PP y sus fieles aliados (PSOE y Ciudadanos) la supuesta soberanía «del pueblo español», no sólo para reafirmar que un referéndum sólo tendría sentido si se refiere a dicho pueblo como sujeto político, sino para negar de paso la soberanía del pueblo catalán, al menos para el caso que nos ocupa. Y ya sabemos que existe base legal suficiente como para invocar únicamente al pueblo español, que es el único que reconoce la Constitución de 1978 como tal. Pero la pregunta es: ¿desde cuándo existe ese ente que es el pueblo español? ¿Qué había antes de ese pueblo español? ¿Qué pueblos habitaban la Península Ibérica? Pues vayamos por partes. El pueblo, o si se prefiere, la nación española, no existe antes del reinado de los Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en pleno siglo XV. Cualquier historiador mínimamente serio considerará que cinco siglos son un período bastante corto, sobre todo si lo comparamos con la existencia de los pueblos anteriores que habitaban la Península desde muchos siglos antes, y que los Reyes Católicos se encargaron de avasallar y de unir por la fuerza, fuerza que extenderían después allende los mares, constituyendo el germen de lo que llegaría a ser posteriormente el gran Imperio Español. Antes de la llegada al poder de Isabel y Fernando, los pueblos o reinos precedentes eran Al-Ándalus en el sur (que comprendía una región más extensa que la actual Andalucía, y estaba en poder de los árabes, a los que arrebataron sus dominios y echaron de la Península), Castilla en el centro y noroeste, y Aragón en el centro y noreste, con Cataluña insertada dentro del mismo. Portugal ya constituía un reino separado e independiente.
Antes del siglo XV no existía el pueblo español, pero sí existían todos estos pueblos. ¿De dónde viene pues el pueblo español? Pues es fruto de una histórica integración forzada de los reinos castellano-leoneses, con la reconquista del reino nazarí de Granada, y la anexión de todas las demás provincias colindantes, incluida Cataluña. De entrada, la unión de los Reyes Católicos ya fue una unión interesada, pero esto era algo absolutamente normal en la época, ya que las familias reales estaban interesadas en que los matrimonios de sus vástagos pudieran continuar y extender sus dinastías, privilegios y posesiones. ¿Fueron por tanto Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, los fundadores de esa «nación española»? A los hechos históricos nos remitimos. Tal como nos recuerda Carlos de Urabá en este artículo, las tropas cristianas tomaron Granada el 2 de enero de 1492, culminando de este modo la denominada «Reconquista». Se inicia entonces uno de los períodos más oscuros que haya vivido la Humanidad. Porque no sólo se expulsó a los árabes, moriscos y demás variantes incluidos, sino a los judíos, y por último a los gitanos, en varias oleadas de expulsiones, impulsadas por indecentes y crueles leyes que llegaron hasta el reinado de Carlos III, el primer rey que promulgó decretos un poco más tolerantes y humanitarios. Y a las aberraciones practicadas dentro de los límites de aquélla España, con la Inquisición incluida, habría que sumar todas las tropelías y barbaridades ligadas al descubrimiento del «Nuevo Mundo», a los territorios que posteriormente se conocerían como «las Indias». Varias oleadas históricas de «conquistadores» se sucedieron para colonizar aquéllas tierras, conquistas que en realidad fueron «actos de piratería muy bien planificados» (en palabras de Carlos de Urabá).
Y ahí tenemos ya al Imperio Español totalmente extendido (se hablaba en plural de «las Españas», para referirse a la extensión y variedad de sus territorios conquistados), un Imperio basado en ese Dios omnipresente y omnipotente que otorgaba el dominio exclusivo y perpetuo de los territorios donde los conquistadores clavaban el pendón castellano. Y mientras todo eso ocurría…¿Dónde quedaban los anteriores pueblos? Su soberanía e identidad fueron progresivamente anuladas, y aunque a partir del siglo XVIII se volverían a retomar tímidamente, la única soberanía «oficial» era la correspondiente a ese «pueblo español» forjado a sangre y fuego, bajo la dirección de la Corona, y con la inestimable ayuda de la Iglesia Católica. Y así, se va gestando desde la época de los Reyes Católicos no sólo un Imperio geográfico, sino también un Imperio ideológico, que tuvo su más fiel continuación (en lo ideológico, que no en lo geográfico, pues España había perdido ya sus últimas posesiones a finales del siglo XIX), durante la dictadura franquista. Se forjó una especie de identidad o supremacía española, con la ayuda de una narrativa religiosa, apoyada en los documentos de los mejores exponentes de las letras, las artes, la pintura, la escultura o la música. Pero los pueblos no pueden morir. Pueden ser expoliados, avasallados, masacrados, invadidos, saqueados, incluso exterminados, pero la semilla de la historia siempre vuelve. Y aunque las sucesivas generaciones de Austrias y Borbones continuaban reclamando la grandeza del pueblo español, en realidad el pueblo español era una creación ad hoc, reciente históricamente, forjada sobre la base de la unión forzada de los pueblos preexistentes en la Península, de la fusión de sus reinos, de la preeminencia de sus intereses políticos y dinásticos.
Llegó un momento en que, dada su extensión y poderío, el Imperio Español se creía el centro del universo, el ombligo del mundo, y la arrogancia de sus conquistadores hacía mella en todos los territorios sometidos. La lengua española y la religión católica se impusieron a la fuerza como vehículos integradores de las poblaciones de todos los territorios conquistados. Todos esos elementos fueron identificándose con el pueblo español, ese que había llegado en último lugar, ese que había arrasado a los demás pueblos precedentes en la Península, y que había impuesto su imaginario colectivo por la fuerza no sólo para mantener «la unidad de España» (expresión curiosamente muy de moda en la actualidad), sino para extenderla también a todos los territorios conquistados. Y como decíamos más arriba, con la dictadura franquista se volvió a ensalzar salvaje y grotescamente la falaz figura del «pueblo español», en un alarde de rancio nacionalismo españolista que llega hasta nuestros días, bajo el marco legal de nuestra Carta Magna de 1978. Durante el franquismo, al igual que durante las épocas imperiales anteriores, cualquier intento de disidencia, cualquier atisbo de entender la nación española, la patria o la soberanía de forma distinta a como la imponía el régimen era causa de represión, persecución, exilio o muerte. Una visión excluyente y uniformizada que llega hasta nuestros días, con esa interpretación fundamentalista de la Constitución, que únicamente otorga la soberanía al conjunto del «pueblo español». Pero como estamos viendo, el marco legal no puede deslegitimar las realidades históricas, las diferentes soberanías, los diversos pueblos que existían en la Península antes de que los Católicos Isabel y Fernando impusieran su visión imperial de la nación española.
Las últimas corrientes políticas y filosóficas van incluso más allá, y declaran solemnemente que los pueblos no existen, y que lo único que existe es el conjunto de individuos que forman nuestra sociedad, y el Estado de Derecho que los administra. Se trata de un intento de deslegitimar a los pueblos como verdaderos sujetos de derecho, y de dar carpetazo a la historia, para dejar de reconocer los derechos históricos de los mismos. Los ignorantes defensores de esta opinión únicamente asocian pueblos a territorios, es decir, a geografía, olvidándose de la historia, de la sociología y de la dimensión humana de las mismas. Porque lo cierto es que la propia Historia no puede ser contada sin referirse a los pueblos, y a todas las características que definen el contexto cultural donde se insertan. No podemos confundir el sujeto político activo (esto es, donde descansa la capacidad política y ejecutiva de elección y participación, que es el propio individuo) con el sujeto político soberano (es decir, la parte de una sociedad que se considera y se erige en soberana para decidir su destino, que es el pueblo). Nos parece un tremendo error el pretender reducir toda la complejidad histórica, social, política y cultural de las actuales sociedades recurriendo sólo a los individuos que las forman. Los que así razonan reducen el problema a un planteamiento simplista y profundamente equivocado, a nuestro entender, producto de una cierta ideología subyacente interesada en dicha simplificación, o en la anulación del reconocimiento de la soberanía popular aplicada a determinados pueblos. Suelen ser los mismos que argumentan también planteamientos ridiculizantes de la soberanía. Planteamientos, no obstante, que no pueden ocultar el hecho de que no sólo los pueblos existen, existían con anterioridad, y seguramente seguirán existiendo, sino que además forman la unidad humana y el colectivo antropológico y social por excelencia.
Los pueblos son los que se adscriben a determinadas culturas y civilizaciones, conjunto de rasgos que los definen. Los pueblos hacen referencia al conjunto de personas, de individuos, que forman durante ciertos períodos de la Historia, debido a la confluencia de una serie de factores, una peculiar evolución diferenciada de la Humanidad. Y desde ese punto de vista, por supuesto que el pueblo español tiene entidad propia, ya que compartimos ya varios siglos de esa historia, una historia común desde que fuera impuesta por los Reyes Católicos. Pero es una historia muy reciente, y debido a los factores históricos que desencadenaron su agresiva creación, pensamos que no es una historia tan legítima como los pueblos que ya habitaban la Bética, Castilla, Aragón o Cataluña antes de la llegada al trono de Isabel y Fernando. Los pueblos ibéricos llevaban ya muchos siglos habitando la Península cuando estos monarcas impusieron su fusión a la fuerza. Pero como decíamos más arriba, el hecho diferencial se mantiene. Las peculiaridades estilísticas, folklóricas (entendiendo el Folklore en la dimensión integral que le dió Antonio Machado y Álvarez, «Demófilo») y antropológicas son las que determinan y diferencian a los pueblos, y no se anulan por muchos Reyes que lo deseen. En los pueblos radica y descansa el hecho único, diferencial, que se puede manifestar de distintas formas, en el arte, en el sentimiento, en los patrones éticos y estéticos, morales y religiosos, en la interpretación propia de determinados acontecimientos, en resumidas cuentas, en una filosofía propia del ser y del estar, del sentir, del vivir, en última instancia, del existir. Los pueblos históricos (Andalucía sobre todo como el más antiguo de los pueblos ibéricos, pero también Euskadi, Cataluña, Galicia…) ya existían cuando aún no existía el «pueblo español», ese que ahora se coloca por delante y por encima de todos a la hora de hablar de soberanía. Por eso necesitamos volver a recuperar la visión plurinacional de esta España, construir mediante un Proceso Constituyente un Estado Federal con pleno respeto a la soberanía de todos sus pueblos, en definitiva, volver a recuperar el panorama que existía cuando fue constituido el pueblo español por la fuerza de las armas y de la religión.
Porque es la política la que debe agrupar a dichos pueblos, si ellos lo desean, en otro tipo de organizaciones, llámense países, naciones, nacionalidades, Estados, y éstos a su vez se administran bajo determinadas formas de gobierno. Pero los pueblos continúan representando, más allá de todo ello, la propia esencia de la evolución humana, el mínimo común múltiplo de la expresión colectiva de los individuos que los forman. Y ello porque los pueblos forman y delimitan, mejor que ningún otro concepto político o sociológico, una colectividad común de personas que comparten una historia, una cultura, una idiosincrasia y un destino comunes, que lo hacen distinto a los demás pueblos. Desde finales del siglo XV tenemos a un pueblo español forjado a golpe de espada y de cruz que comenzó a ser pueblo no por estas circunstancias, sino por la voluntad de los monarcas de entonces, empeñados en crear un imperio. Pero este pueblo español jamás debería poseer ningún tipo de supremacía sobre los pueblos que ya preexistían en la Península. Porque los pueblos no ocurren por casualidad, no son accidentes históricos ni geográficos, sino que existen porque confluyen históricamente en su configuración un conjunto de elementos y características espacio-temporales que lo determinan, tales como el paisaje, la climatología, las costumbres, los modos de vida, los medios de producción, el folklore, la gastronomía, y todo el patrimonio cultural y artístico que le son propios. Los pueblos constituyen la auténtica materia prima de la Historia, y explican su devenir cronológico. Atendiendo a todo ello, tenemos muy claro que los pueblos han de constituir, por sí mismos, sujetos de derecho propios, y reconocérseles, en primer lugar, el derecho a regir su propio destino con libertad, es decir, a su autodeterminación. Es evidente que ello descansa legalmente desde la Constitución del 78 en el pueblo español, pero consideramos absolutamente legítimo, por todo lo que hemos explicado, que dicho derecho sea poseído por todos los pueblos históricos que ya habitaban este solar patrio que llamamos España desde muchos siglos antes de que ese solar existiera como tal.
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