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Un fax para La Habana

Fuentes: Mundo Obrero

En mayo de 2003, bajo el titular «Nunca nos sentimos solos», apareció en el periódico Juventud Rebelde, de La Habana, una entrevista con Ernesto Gómez Abascal, el último embajador cubano en Iraq antes de que estallase la infame guerra lanzada por Estados Unidos. El diario publicaba algunas fotografías: podía verse la entrada del refugio que […]

En mayo de 2003, bajo el titular «Nunca nos sentimos solos», apareció en el periódico Juventud Rebelde, de La Habana, una entrevista con Ernesto Gómez Abascal, el último embajador cubano en Iraq antes de que estallase la infame guerra lanzada por Estados Unidos. El diario publicaba algunas fotografías: podía verse la entrada del refugio que habían construido los cubanos en el terreno de la embajada, excavado en la tierra, con una puerta angosta en el cemento. Podía verse, también, al propio embajador, un hombre con el bigote canoso, de mirada limpia, fotografiado ante un dibujo que representaba al Che Guevara.

Los representantes cubanos, cinco personas, se protegieron de los brutales bombardeos norteamericanos que llenaron de cadáveres Bagdad en ese refugio: tenía ocho metros cuadrados, era apenas una celda. El embajador explicaba cómo la pequeña embajada cubana fue un centro de referencia para todas las personas que visitaban Bagdad, movidos por la solidaridad con el pueblo iraquí, para intentar detener la guerra. Allí se acercaron los brigadistas españoles que estaban en Iraq como escudos humanos, en medio del horror y la vergüenza, para encontrar aliento. Un detalle de la entrevista llamaba la atención: el embajador recordaba que el perro de un iraquí vecino enloquecía ladrando antes de que empezasen los bombardeos: los presentía. Como hacían los perros en los días de la guerra civil española, en el Madrid sitiado por el fascismo, en la Barcelona bombardeada por Mussolini.

El 20 de marzo de 2003, comenzó la invasión: sólo quedaban en Bagdad los jefes de las misiones del Vaticano, de Rusia y de Cuba. Los soldados norteamericanos atacaron la caravana diplomática rusa durante la guerra, en un incidente que tuvo gran repercusión internacional, y que, sin duda, respondió a una provocación calculada del Pentágono y la Casa Blanca. Cuando los feroces marines estadounidenses entraron en Bagdad, sólo permanecían ya Cuba y el Vaticano. Un fax enviado por el embajador hasta la lejana ciudad de La Habana, el último de las comunicaciones diarias, lo explicaba todo: «A las seis de la mañana, los cinco cubanos que estamos en Bagdad, cantamos el himno nacional en la azotea de la embajada y procedimos a arriar la bandera cubana antes de salir de Bagdad, ocupada por las tropas estadounidenses, y partir hacia la frontera jordana».

En la entrevista, Ernesto Gómez recordaba: «No debió haber llamado la atención que cinco hombres subieran a la azotea de un edificio diplomático del barrio residencial de Jadriya el viernes 18 de abril de 2003, en un Bagdad caótico, adolorido por sus muertos, que sufre las mutilaciones hechas por misiles cruceros y miles de bombas en los cuerpos de sus vecinos y en sus construcciones, saqueado e incendiado en sus riquezas mayores -la cultura y la Historia-, ultrajado por un ejército de ocupación; sin luz, agua, ni medicinas para sus hijos, entre ellos los más preciados, sus niños. En los cinco, deben confundirse más de un sentimiento contradictorio: la pena y la tristeza, con el orgullo.» Agradecía el embajador los gestos de solidaridad, el fraternal abrazo de los vecinos iraquíes que se turnaban para proteger la embajada cubana durante los saqueos, permitidos por los militares norteamericanos. Hablaba, además, del poder tecnológico del ejército norteamericano, y de la debilidad moral de sus soldados.

El embajador cubano, presente en Bagdad hasta el final, envió un fax a La Habana mientras los perros ladraban, enloquecidos por la amenaza de las bombas, como en los días tristes de la guerra civil española, como en el trágico Yemen de nuestros días. Hoy, cuando leemos esas líneas sobre Bagdad, es inevitable pensar también en la martirizada Siria, en la Libia de los mercados de esclavos, en el mismo Iraq que sigue soportando la guerra, en el devastado Yemen donde decenas de miles de niños corren el riesgo de morir, aplastados por la máquina de guerra de Estados Unidos y sus aliados.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.