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(Primera Parte)

Viajes por Palestina: Historia del Horror

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández

Cuando se viaja a través de Cisjordania, toda una serie de situaciones se suceden velozmente: el muro de separación que envuelve Anata; el verdeante manantial natural en el asentamiento israelí de Anatot – el manantial, que discurre por montañas y wadis (1), rodeándolo, que ha dado notoriedad al asentamiento y que fue robado a los palestinos por Israel y sus colonos; el muro invadiendo el pequeño y heroico pueblo de Bil’in; montones de basura y deshechos israelíes que amenazan Wadi Fuqin y otros pueblos palestinos donde quiera que haya un asentamiento en construcción o ampliación; las construcciones israelíes por doquier, por doquier, dividiendo la tierra, arrasando la tierra, construyendo para los israelíes, destruyendo todo lo que es palestino; la devastación ecológica por toda Cisjordania.

No se puede viajar por Cisjordania más de un día o dos sin ver todo esto, sin saber lo que significa, sin conocer cómo Israel va cometiendo una especie de lento etnocidio -que quizá a largo plazo acabe convirtiéndose en genocidio- contra el pueblo palestino. No puedes ver la gravedad de la situación sin preguntarte cómo puede llegar a ser diferente algún día.

El pueblo de Anata es tan buen lugar como cualquier otro para partir. Está situado justo fuera de los límites de la ciudad de Jerusalén (en efecto, en una de las muchas extrañas anomalías de la ocupación, parte de la ciudad está dentro de los límites municipales pero la mayor parte está fuera de ellos), la tierra de Anata en alguna época abarcó varios miles de dunams (2), incluyendo un manantial natural donde los habitantes del pueblo recogían en otra época fresca agua potable, alguna granja donde crecían cosechas de trigo, y decenas de millas cuadradas de espectacular tierra desértica. La tierra «pertenece» ahora a cuatro asentamientos israelíes que rodean la ciudad, incluyendo el asentamiento diminuto de Anatot. Por supuesto, todo arrebatado sin pedir permiso.

Emprendimos la marcha en busca del manantial, un escondido lugar conocido sólo por las gentes de la localidad. Después de subir a lo alto de una colina para conseguir tener una perspectiva de Anata y sus alrededores -el colindante campo de refugiados palestinos de Shu’afat, el inmenso asentamiento israelí de Pisgar Ze’ev que se asienta en parte de la tierra de Anata, y el enorme muro de hormigón que serpentea con rapidez dentro y fuera de estas zonas-, descendimos de la colina, cruzando una zona que en el pasado acogió campos de trigo, ahora en barbecho, y nos aproximamos al puesto de guardia en la entrada de Anatot. El guardia israelí, vestido con ropa civil pero armado con un rifle, no parece extrañado cuando nuestro amigo palestino Ahmad le dice que está llevando a unos «turistas» hasta el manantial. Ahmad habla hebreo e inglés tan bien como el árabe y, debido a que su mujer es una palestina israelí de Haifa, su coche deportivo lleva matrícula amarilla, el color de las matrículas israelíes. Esas placas amarillas le permiten un acceso que se niega a la mayoría de los palestinos. Significan que no es reconocible como palestino hasta que llega a un punto de control y le permiten conducir por las carreteras israelíes en Cisjordania que son exclusivas para colonos.

Se nos permitió entrar conduciendo. Unas cuantas vueltas y revueltas y llegamos hasta una cabina provisional de control en la parte alta de una carretera tortuosa que se lanza precipitándose hacia el wadi y el manantial que hay abajo. El escenario frente a nosotros aparece conformado por las sorprendentemente bellas montañas del desierto de Judea, que, disfrazadas de suaves sombras azules, van difuminándose en la neblina lejana. La cabina de peaje está controlada por una joven colona, que va también armada. La tarifa por visitar el manantial es de 17 shekels (3) por persona, unos 3,75 dólares USA. Antes de la ocupación, antes del asentamiento, no había tarifas, esta era una tierra libre y las vivificantes aguas del manantial se ofrecían generosas a cualquiera.

Ahmad negocia con la joven israelí. Le dice que no quiere pagar por llegar hasta el manantial, le da un billete de 50 shekels y le pide que se lo devuelva si regresamos en quince minutos. Se expresa amablemente, es encantador, y ella acepta. Según avanzamos por las cerradas curvas de la muy estrecha carretera encontramos una tubería que lleva el agua del manantial hasta el asentamiento. Un poco más adelante, pasamos por delante de un pequeño grupo de casas de piedra que cuelgan de la ladera de la montaña, por su estilo todas son obviamente palestinas. «Están abandonadas, sus moradores se vieron obligados a marcharse», dice Ahmad. Al fondo encontramos un oasis en el desierto, un lugar muy verde con varios árboles altos y una pequeña cascada que alimenta varios estanques naturales y un arroyo. Esto es Ain Fara, que conduce más allá, por el este, hasta Wadi Qelt. Es un lugar donde, antes de que llegaran los israelíes, el pueblo de Anata y de otros pueblos cercanos solían venir para recoger agua y donde Ahmad acostumbraba a ir de excursión cuando era adolescente. Ahora es de Israel, y allí van los israelíes a nadar y a celebrar comidas campestres y a llevarse el agua las tuberías de un asentamiento.

Diez minutos después, tras recuperar sus 50 shekels en la cabina de control, Ahmad da su punto de vista sobre lo que está sucediendo. Es como un microcosmos de lo que está sucediendo por toda Cisjordania. Primero, nos cuenta, ocupan la tierra apropiándosela para el asentamiento; entonces, cogen el agua; después echan fuera a los palestinos que viven allí en la ladera de la montaña; y después empiezan a cobrar una tarifa por visitar el lugar. Las gentes de Anata que en otro tiempo trabajaron parte de esta tierra no pueden ya acceder a sus campos; los que en otro tiempo venían aquí a coger agua no pueden hacerlo ya. Durante años se ha ido expulsando a la gente de Anata. Y ahora Israel no se conforma sólo con prohibirles la entrada a su tierra sino que, con el muro, los está encerrando dentro del área municipal de la ciudad, emparedándoles en un guetto. «Desplazándoles, desplazándoles, desplazándoles», salmodia Ahmad, repitiendo con monotonía el proceso de limpieza étnica que representa la absorción de Cisjordania por Israel.

Otro microcosmos

Bil’in es un pueblecito heroico, de tan sólo 1.800 valientes, un pueblo rural agrícola del que pocos hubieran oído hablar si no hubiera sido por el muro de Israel. Está situado en una zona montañosa del interior de Cisjordania, a nueve millas al oeste de Ramala, a tan sólo diez millas en línea recta al este del Aeropuerto Internacional israelí Ben Gurion y, literalmente, a la sombra del asentamiento masivo israelí de Modi’in Illit, que alberga ahora a 35.000 personas y sobre el que hay planes para que en 2020 llegue a acoger a 150.000, Bil’in está luchando una difícil batalla contra la invasión israelí. Debido a su inoportuna cercanía con Modi’in Illit, Bil’in ha perdido, a causa del muro, las tres cuartas partes de su terreno agrícola. Israel declara que el muro proporcionará seguridad al asentamiento, pero está claro que Bil’in está siendo cercada y su tierra arrebatada para darle más espacio a Modi’in Illit para que se extienda. De los 4.200 dunams originales de Bil’in (algo más de 1.000 acres), 3.000 han sido confiscados y, debido a la prohibición de utilizar la tierra en los 500 metros cercanos al muro, la otra mitad de lo que aún retiene el pueblo no podrá aprovecharse.

Nos sentamos a la sombra de un granado y de otros árboles frutales en el patio delantero de la casa del alcalde, bebiendo té y hablando sobre Bil’in. Esta es su «oficina»; el pueblecito no tiene asignada ninguna oficina municipal. Acalorado y sudoroso, acaba de subir la colina, viene de ayudar a construir una nueva escuela para el pueblo. Su hijo menor y algunos de sus nietos están llegando a casa del colegio, vistiendo aún el uniforme escolar. Ahora hay un único colegio, tanto para niños como para niñas; las niñas irán al nuevo edificio. El alcalde habla de todo lo que Bil’in ha perdido: cientos de olivos arrasados o abatidos y trasladados por Israel; otros tantos son ahora inaccesibles porque están en la parte del muro que queda del lado de Israel (el alcalde utilizaba sus olivos para su propio consumo y para vender aceitunas y aceite, pero ahora no posee nada más que su casa y no tiene medios para salir adelante); el ganado y las ovejas no tienen tierra donde pastar y, lo que es quizá más importante, no hay más espacio para que un pueblo en crecimiento se expanda.

El alcalde tiene nueve hijos y muchos nietos, y se pregunta cómo será el futuro para la próxima generación cuando el pueblo reviente por sus bordes sin sitio para crecer. «Queremos un futuro para los niños», dice, obviamente desesperanzado. «Somos un pueblo que queremos un futuro para vivir en paz. No queremos guerra ni sangre ni muertes». Cree que son los israelíes quienes quieren matar. «Todo el mundo dice que los palestinos son terroristas, criminales, que matan a los judíos. Pero», protesta, «estamos tan solo sentados en nuestras casas, en nuestro pueblo y ellos vienen y nos atacan».

Desde que en febrero Israel empezó a construir el muro, Bil’in y quienes le apoyan entre activistas palestinos, grupos pacifistas israelíes y el Movimiento Internacional de Solidaridad, han organizado al menos una protesta semanal y en algunas ocasiones con mayor frecuencia, siempre no violentas, pero topándose con la violencia cada vez mayor de la policía y las fuerzas militares israelíes. Los niños palestinos han empezado a tirar cada vez más piedras a los soldados israelíes, pero es sólo en respuesta a sus disparos.

Cada viernes de septiembre ha visto un incremento en la dureza de las medidas israelíes -balas recubiertas de goma, balas hechas de alguna sustancia compacta como sal o arena que se adhieren a la piel, gases lacrimógenos, arrestos, palizas, un toque de queda total sobre el pueblo, cierre total de la carretera que lleva al pueblo- y cada viernes las protestas contra el muro han dado asimismo un paso adelante. Cuando el primer viernes una demostración masiva de fuerza militar israelí detuvo a un grupo pequeño de manifestantes, los organizadores reunieron a varios centenares de personas para la manifestación de la semana siguiente. Cuando el segundo viernes se cerró absolutamente la carretera, unos 200 manifestantes mayoritariamente israelíes caminaron campo a través por un terreno rocoso montañoso, eludiendo a los soldados y serpenteando hacia el pueblo desde otra dirección, uniéndoseles activistas internacionales y los palestinos que ya estaban allí. Cuando parecía inminente la confrontación directa con los soldados, las fuerzas por la paz utilizaron la música. En los días que precedieron a la protesta del tercer viernes, los organizadores llevaron un piano hasta Bil’in, colocándolo en el lugar donde los bulldozer trabajan en el muro, y un pianista holandés, un superviviente del Holocausto que vivió en Israel cuando tenía veinte años pero que se fue cuando sintió que el país se estaba volviendo demasiado nacionalista y militarista, dio un concierto el viernes a mediodía. Otras personas tocaron también el piano y unas guitarras.

Como el segundo viernes fracasamos al intentar entrar en el pueblo, lo intentamos a la siguiente semana. En esta ocasión los israelíes estaban permitiendo que entrara alguna gente, fundamentalmente palestinos y quienes tuvieran pase de prensa. Fuimos con un periodista japonés, esperando poder entrar con su pase. No hubo suerte. Nuestro amigo Ahmad nos bajó por el punto de control que había en las afueras de la ciudad y llevó al periodista hasta su interior. No hubo argumento capaz de convencer al joven soldado israelí que en el punto de control mandaba a los ocho soldados y a la policía. Es una «zona militar cerrada», dice, «y no pueden entrar porque hay allí una manifestación de protesta». Ahmad, que había vuelto un instante para hacernos compañía, le dice que queremos tan solo observar, no tomar parte en la protesta -una leve mentira- pero no consigue nada. Bill se enfada, y le dice al soldado que algún día la ayuda estadounidense para esta mierda israelí se va a terminar y le recuerda que pagamos su salario, pero no consigue nada tampoco. El soldado es un muchacho pero ha aprendido a sentir poder ante la impotencia: se encoge de hombros y nos dice que sólo está siguiendo órdenes y que ni siquiera conoce a la persona que las dio. Es la vieja historia.

Nos mantenemos de pie bajo el sol durante dos horas, observando cómo los israelíes paran a todo coche que pasa, haciéndole retroceder pero permitiendo que pasen algunos tras un tiempo de negociación. Nos hacen compañía durante un rato un grupo de cinco mujeres israelíes de una organización llamada Machsom Watch (Punto de Control), que no tienen pases de prensa pero a las que se permite entrar tras una hora de espera. Durante un tiempo muy largo, somos observados por un lagarto diminuto de no más de dos pulgadas de largo, que se solaza y nos mira con curiosidad desde una roca cercana. Después de casi dos horas, parece repentinamente excitado. Los soldados israelíes empiezan a gritar y a correr alrededor y cuando miramos hacia arriba vemos a un grupo de unos doce niños palestinos en una ladera arrojando piedras a los israelíes. Están lo suficientemente lejos como para poder acertar los objetivos, pero un par de ellas rebotan en la parte alta de un pequeño vehículo israelí o aterrizan en el campo cercano. Los israelíes, que han estado holgazaneando por los alrededores, se ponen los cascos y cogen sus rifles. Uno apunta hacia los niños que están arriba pero no dispara. Se amontonan en el vehículo como pueden y el resto camina al otro lado del jeep cuando éste empieza lentamente a bajar por la carretera de la montaña hasta la próxima curva, fuera del campo de visión de los lanzadores de piedras.

Es divertido observarlos retirándose, aunque sólo momentáneamente. Un minuto después, Ahmad regresa con el periodista japonés, que ha conseguido su crónica y tiene que volver a Jerusalén para editarla. Nos damos cuenta que, con los soldados situados ahora colina abajo, no hay puesto de control entre nosotros y Bil’in y que podríamos intentar llegar allí, pero no lo hacemos. Ya es suficiente, que es exactamente lo que los israelíes quieren.

Anteriormente, en nuestro encuentro con el alcalde, nos urgió a que informáramos al mundo sobre lo que está soportando Bil’in. «Me ayudará que escribas algo bueno sobre Bil’in y sobre lo que estamos sufriendo a causa de los judíos», suplica. Bil’in está siendo comprimido, perdiendo sus medios de subsistencia, perdiendo su futuro. «¿Dónde está el futuro de este niño?», pregunta señalando a su hijo menor, un niño de unos once años. No tenemos respuesta. Las protestas son estimulantes: un símbolo poderoso con palestinos ayudando a otros palestinos, con israelíes ayudando a palestinos; con internacionalistas ayudando a palestinos. Pero los principales medios de comunicación internacionales ignoran las protestas, ignoran la terrible situación de Bil’in y de otros Bil’ins por toda Palestina (el periodista japonés nos cuenta que ha visto a varios periodistas estadounidenses en las protestas pero ninguno pertenece a los grandes periódicos como el New York Times o el Washington Post, ninguno de la CNN y ninguno de otras emisoras de televisión). Y los bulldozer continúan haciendo su trabajo.

La vergüenza de Israel

Y ese es el punto en el que nos encontramos. Los bulldozer continúan trabajando para que Israel siga intentando destruir el futuro del hijo de once años del alcalde, para destrozar el futuro de Palestina. Israel quiere aplastar a Bil’in hasta que expire, sin ninguna posibilidad agrícola, sin un lugar donde su ganado paste, sin un lugar donde sus gentes crezcan. Todo ello para que Israel pueda habilitar más espacio para que los judíos israelíes se extiendan por el territorio. En cualquier lugar del mundo, esta acción es conocida por su nombre: racismo, desposeimiento, limpieza étnica.

El corresponsal de Ha’aretz Gideon Levy dijo abiertamente hace poco: este pogromo contra los palestinos es la vergüenza de Israel. Levy estaba escribiendo sobre Hebrón, donde 450 mal intencionados colonos, apoyados por centenares de soldados israelíes y todo el poder del Estado israelí, hostigan e intimidan, atacan físicamente, arrojan inmundicias y roban a 150.000 palestinos, y lo mismo se puede aplicar a las acciones de Israel por toda Cisjordania. Hebrón es lo peor pero no significa que sea el único horror en el largo catálogo de horrores de Israel. Cada día que el pogromo en Hebrón sigue adelante, escribió Levy, «es otro día de vergüenza para el Estado de Israel» – un día en el que «Israel no puede considerarse como un Estado regido por la ley o la democracia».

Pero los robos son robos, los pogromos son pogromos y si los pogromos en Anata y Bil’in son «mejores» que las atrocidades que tienen lugar en Hebrón, tan sólo es de forma marginal.

Notas de la traducción:

(1) Wadi (uadi) es un vocablo de origen árabe utilizado para denominar los lechos (cauces) secos, estacionales, de ríos en regiones cálidas y áridas o desérticas como el Magreb y Asia Menor. Estos cauces son canales de desagüe, pueden tener hasta más de 100 m de anchura; sólo transportan agua durante breves temporadas lluviosas (de horas, días o a lo sumo semanas de duración) que pueden ser semianuales, anuales o aún más esporádicas e impredecibles, tanto en la época del año en que ocurren como en la cantidad de lluvia.

(2) 1 dunam = 1000 m2

(3) shekel = moneda oficial de Israel

Kathleen Christison era anteriormente analista política de la CIA y ha trabajado durante 30 años en temas de Oriente Medio. Es autora de «Perceptions of Palestine» y «The Wound of Dispossession». Se puede contactar con ella en: [email protected]

Bill Christison es un antiguo oficial de la CIA. Trabajó como oficial nacional de inteligencia y como director de la oficina de la CIA de Análisis Regional y Político. Ha contribuido en «Imperial Crusades», un libro de CounterPunch sobre las guerras de Iraq y Afganistán. Se le puede contactar en [email protected]

Texto original en inglés: www.counterpunch.org/christison09192005.html