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Yo soy Fidel

Fuentes: Rebelión

La misma cadena de reflexiones que me llevó a escribir mis dos artículos anteriores sobre Cuba (La socialización del heroísmo y Gente nueva), me hizo evocar la que, muchos años después de verla por primera vez, sigue siendo mi secuencia cinematográfica favorita; pertenece a Espartaco, de Stanley Kubrick, y es aquella en la que, tras […]

La misma cadena de reflexiones que me llevó a escribir mis dos artículos anteriores sobre Cuba (La socialización del heroísmo y Gente nueva), me hizo evocar la que, muchos años después de verla por primera vez, sigue siendo mi secuencia cinematográfica favorita; pertenece a Espartaco, de Stanley Kubrick, y es aquella en la que, tras la derrota de los esclavos por las legiones de Craso, los vencedores conminan a los vencidos a entregar a su jefe. «Yo soy Espartaco», repiten entonces los prisioneros uno tras otro, hasta que sus voces se convierten en un clamor. Y no lo hacen solo para salvar a su líder de la cruz que Roma le tiene reservada, sino porque cada uno de ellos se identifica plenamente con Espartaco, es otro Espartaco. Han cobrado conciencia de que la suya es una hazaña colectiva, han socializado el heroísmo, se han hermanado en un «uno para todos y todos para uno» que se anticipa en dos mil años al comunismo. No tienen nada que perder sino sus cadenas. Han cobrado conciencia de clase.

En Google hay 45 millones de referencias a Einstein. Es, literalmente, más famoso que Dios (que no llega a los diez millones de entradas). Einstein formuló la teoría de la relatividad y sentó las bases de la mecánica cuántica, «se tragó vivo a Newton», como alguien dijo acertadamente: integró la física anterior en un nuevo y potentísimo paradigma, y por ello se le considera el padre de la física moderna. ¿Qué habría ocurrido si hubiera muerto de niño o si, en vez de pasarse varios años persiguiendo mentalmente un rayo de luz, hubiese dado prioridad a su afición por la música? Nada, absolutamente nada. Si Einstein no hubiera formulado la teoría de la relatividad en 1905, Poincaré o cualquier otro (cualquiera de los grandes físicos y matemáticos que estaban trabajando en el problema, quiero decir) lo habría hecho en 1906. Con o sin Einstein, la física actual sería la misma (de hecho, la mecánica cuántica tuvo que proseguir sin él, pues nunca la aceptó del todo, a pesar de ser uno de sus fundadores).

La manzana de Newton cayó cuando estaba madura, y si él no hubiera estado allí para recogerla, otro la habría recogido poco después. Análogamente, la física tradicional dio paso a (se integró en) un sistema más amplio cuando la ciencia alcanzó el grado de desarrollo adecuado, y si Einstein no hubiera estado allí para tragarse a Newton, otro lo habría hecho.

Creo que, salvando las distancias entre la física y la política, el caso de Fidel Castro es muy similar. ¿Qué habría ocurrido si hubiera muerto o se hubiese retirado hace diez, veinte, treinta años? Nada irreparable. Si Fidel fuera necesario, sería inútil. Suena a paradoja o a juego de palabras, pero es literalmente cierto. Si el triunfo de una revolución dependiera de personas extraordinarias, excepcionales, «únicas», sería un acontecimiento fortuito y de muy dudosa continuidad. Si en Cuba ha triunfado la revolución (porque ya ha triunfado, y además varias veces) es precisamente por todo lo contrario: porque miles de cubanos y cubanas podrían haber hecho lo mismo que Fidel, porque todo un pueblo apostó por el socialismo y asumió el compromiso de llevarlo adelante en las condiciones más adversas.

Einstein no es el padre de la física moderna, sino su hijo; su hijo aventajado, su primogénito, con cuya llegada la familia científica que lo engendró «renació» a su vez, se transformó cualitativamente, dialécticamente. Einstein se tragó a Newton, la mecánica cuántica se tragó a Einstein y siguió adelante sin él (sin él como individuo, pero con sus aportaciones plenamente incorporadas al proceso). Y lo mismo se puede decir de Fidel: Cuba lo engendró, Cuba se transformó con él (y con muchos y muchas como él), Cuba se lo tragó vivo. Puede seguir y seguirá adelante sin él. Sin él como individuo; con él, siempre, como parte viva del proceso revolucionario. ¿Es conveniente que Fidel se mantenga en su puesto a los ochenta años? No lo sé; pero, en cualquier caso, esa no es la cuestión. La cuestión es que no es necesario.

Alguien estará pensando: «Puede que su dedicación cotidiana a las tareas de gobierno no sea imprescindible, pero Fidel es mucho más que su actividad política concreta: es un símbolo viviente, el rostro de la revolución». Sí, ¿y qué? Los símbolos y los iconos pueden ser muy útiles en un momento dado, pero no son necesarios. Sobre todo en una sociedad que empieza a superar (y tiene que seguir superando) el pensamiento mágico y la alineación religiosa, que ha sustituido los mitos por la razón y la metafísica por la dialéctica. No en vano los comunistas siempre han criticado el culto a la personalidad como manifestación del individualismo burgués y como forma solapada de religiosidad. No en vano dijo Marx, consciente de que la revolución es un proceso que trasciende las doctrinas y las nomenclaturas, «Yo no soy marxista». No sé si lo ha dicho alguna vez expresamente, pero estoy seguro de que Fidel no es castrista.

En la medida en que Fidel es único, no es necesario. En la medida en que es necesario (en la medida en que son necesarios muchos y muchas como él), es sustituible, ya ha sido sustituido por todo un pueblo. Ante el nuevo imperio que intenta someter a la nueva Numancia y cifra sus esperanzas en la desaparición física del comandante, miles, millones de cubanos y cubanas proclaman con su heroísmo cotidiano: «Yo soy Fidel».