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La muerte de la novela

Fuentes: Rebelión

Últimamente, cada dos por tres, se pone de moda, entre escritores, críticos, profesores, académicos y otras personas relacionadas, al menos aparentemente, con la literatura, pronosticar la desaparición de la novela. Ya en los años setenta, cuando bullía la famosa «tesis de la muerte del arte», igualmente se habló, ¡cómo no!, de la desaparición del que […]

Últimamente, cada dos por tres, se pone de moda, entre escritores, críticos, profesores, académicos y otras personas relacionadas, al menos aparentemente, con la literatura, pronosticar la desaparición de la novela. Ya en los años setenta, cuando bullía la famosa «tesis de la muerte del arte», igualmente se habló, ¡cómo no!, de la desaparición del que se dice es el género literario más joven. Y, casi veinte años antes, en su precioso libro Les abéilles d’ Aristée (Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes, Gallimard), Vladimir Weidlé. Vicente Verdú parece haber tomado la cuestión como cruzada personal y anualmente la plantea en una universidad de verano de la que tan asiduos son los empleados de Prisa.. Pero no es el único. En los últimos meses, he leído, en artículos o contestaciones a entrevistas, los mismos fúnebres vaticinios a Juan Manuel de Prada, Javier Marías, Miguel García Posada, Eduardo Mendoza, Darío Villanueva, Elvira Lindo y Francisco Ayala, quien aseguró hace un año con contundencia, en la universidad Menéndez Pelayo de Santander, que la novela pertenece al pasado, porque ha perdido su función orientativa, sin la cual, según él, para nada sirve.

Ninguna preceptiva antigua, ninguna teoría moderna, ha relacionado el ser de la novela con ninguna función orientativa, que yo sepa. ¿Orientativa de qué, de quién y para qué? Supongo que del lector, pero ¿en qué sentido? Ayala es profesor de derecho político y tiende a reducirlo todo a una sociología bañada de un cierto paternalismo. En ello radica su error. En los demás nombrados, sin duda en el hecho de que consideran elementos esenciales de la novela (para ellos, es evidente que novelar consiste en ponerse a contar cosas) el tema, la peripecia, el argumento (por eso, sin duda, otros creen que Pérez Reverte la ha resucitado). En rigor, ni siquiera el contenido lo es. Seguro que ninguno de ellos se ha planteado que la novela pudiera llegar a tener algo que ver con esa rama desgajada de la filosofía hace por lo menos dos siglos, que es la estética. Y son los valores estéticos, y no el interés, novedad o carácter ejemplar de la «historia» que el autor cuenta, lo que dota a la novela de su densidad ontológica. Valores estéticos de los que no siempre, ni mucho menos, se han adornado -de hecho, nos los han poseído en ninguna medida- las consideradas, con toda justicia por lo demás, grandes novelas.

Pero no es ése el único error en que incurren los agoreros. Hay otro de más calibre, que consiste en basar sus conclusiones en la novela tradicional, la que va de Cervantes a Galdós; o a Dickens, Dostoievsky o Balzac, si se prefiere. Hacen por ello de la ficcionalidad un absoluto, lo que se traduce en proposiciones como éstas, suyas o que aceptan de otros: la novela es un sustitutivo de la vida para el lector aburrido; la novela es un espejo a lo largo del camino (Saint-Réal); la novela es una ficción en prosa de determinada extensión (Forster), de todo lo cual se derivan otros grandes errores, como que novela es todo libro debajo de cuyo título se pueda poner la palabra novela (Cela), la novela es un saco donde cabe todo (Baroja), la novela es cosa ética, no estética, por lo que en ella no se busca la belleza, sino la verdad, o la novela es un híbrido de los demás géneros.

Yo he publicado hace poco, una Teoría de la novela (Anthropos) que, para dejar clara mi propuesta desde el principio, estuve a punto de titular El Quijote no es una obra de arte novelístico .Y es que pienso que la gran obra cervantina es una ciclópea creación intelectual, que, naturalmente, contiene valores estéticos, pero de carácter lírico o épico, pero no estrictamente novelísticos, o en muy escasa medida, no determinante. Lo mismo se puede decir de Los hermanos Karamazov La feria de las vanidades, La montaña mágica, Contrapunto, El gran Gatsby, La Regenta, Fortunata y Jacinta, etc. Las primeras novelas-novelas, es decir, las primeras novelas que valen por sus valores estéticos puramente novelísticos -y esto no es una redundancia- son todavía muy pocas y todas del siglo XX. Luego las mencionaré; ahora voy a decir por qué pudieron surgir.

Como ya he señalado, todas las opiniones que se vierten sobre el género novelístico se basan en un concepto del mismo asentado en la producción, fundamentalmente realista, del siglo XIX: la novela como creación de un segundo mundo. Pero ya estamos en el XXI. Y en medio se levanta el XX, en cuyos primeros tramos se produjo un suceso trascendental: nada menos que el derrumbe de la cosmovisión newtoniana, que había imperado durante cinco siglos, y su sustitución por otra propiciada por la nueva física. En efecto: merced a la teoría de la relatividad y a la mecánica cuántica, los absolutos clásicos -tiempo, espacio, movimiento- se relativizan, el hombre recupera el puesto central que le otorgara Protágoras y la realidad se torna borrosa. De hecho, la realidad, en último término, no existe: su existencia depende del observador.

Suceso tan descomunal no tenía más remedio que influir en las artes. En la pintura y en la novela, por supuesto, influyó. En tan gran medida en esta última, que propició que un género desterrado, con razón, de las bellas artes desde Aristóteles a Paul Valéry, ingresara en ellas. Los neoclásicos se negaban a alinearlo junto a los géneros literarios más nobles, como la epopeya y la tragedia, y el autor de El cementerio marino la rechazaba por su prosaísmo antiartístico. Ahora bien, en cuanto la nueva visión del mundo permite, hasta grados nunca experimentados, la extrañeza de Kafka y del nouveau roman, la mirada desnuda faulkneriana, el empleo del tiempo de Butor y todo cuanto, desde otro ángulo, añade el psicoanálisis, especialmente el jungiano, tan emparentado con la teoría cuántica, unas nuevas formas novelísticas -que tienen antecedentes en Proust, Joyce, Svevo y hasta, si se quiere, en Flaubert- llegan de la pluma de Kafka, Virginia Woolf, Faulkner, Henry James, Max Frish, Michel Butor, Claude Simon, Alain Robbe-Grillet, Samuel Beckett, Carlos Rojas, Antonio Risco, Andrés Bosch y algún otro. ¿Se hubiese atrevido Valéry a hablar de «prosaísmo antiartístico», con referencia a La metamorfosis, El ruido y la furia, Las olas, El empleo del tiempo, La celosía, La ruta de Flandes, Otra vuelta de tuerca, Hacedor de estrellas, Malone muere, Planetarium, El círculo vicioso, Un nudo en la eclíptica, Adolfo Hitler está en mi casa, La revuelta…?

No conozco bien lo que ha pasado o está pasando en otras literaturas, pero tengo muy claro lo que ha ocurrido y ocurre en la española, como para que se pueda hablar hasta con razones -distintas ciertamente a las que emplean los al principio nombrados- de la muerte de la novela. En el discurrir del género novelístico hacia el dominio de la estética, el «boom» de la narrativa hispanoamericana, que aquí todo el mundo tomó como un avance, significó en realidad un retroceso. Con todos sus valores de estilo, fabulación, etc., un paso atrás, en estricto sentido novelístico. Y luego está la nefasta irrupción de la industria cultural, su empleo del marketing, que para mí que se estrenó con el lanzamiento de ese gran libro, pero no gran novela, que es Cien años de soledad.

Es lógico, humanamente hablando, que Antonio Gala, Francisco Umbral, De Prada, Muñoz Molina, Vicent, Vázquez Montalbán, Molina Foix y las que algunos llaman Polanco’s girls no quieran acordarse de la existencia de Kafka, Camus, Stapledon, Butor, Beckett y los demás nombrados con anterioridad; de que aún existen escritores que, en los años 60, hicieron de la novela su religión y les da igual ganar dinero o no, salir en la televisión o no, vender muchos libros o no, porque toman la de escritor como una misión, no, según ellos proclaman, como una profesión. Deberían saber que, como dijo Nietzsche, tomar como una profesión el estado de escritor debería ser tomado, cuando menos, como una forma de estulticia. Ellos están obligados por sus empresarios a seguir escribiendo novelas no sólo costumbristas, sino hasta pregaldosianas, y esa sí que es una desgracia. Quizá tampoco sepan hacerlas de otra clase.

Soy consciente de que puede parecer contradictorio que haya hablado de «grandes novelas» al referirme a obras a las que niego -e insisto en que voy a hacer ver por qué, a demostrar que es así- del carácter de obras de arte novelístico. La razón es puramente terminológica. Es evidente que, para poder llevar a cabo una exposición clara de mi teoría, lo primero que tendría que hacer sería inventar un término para designar las obras narrativas con valores estético-novelísticos estrictos y no de otra índole, puesto que ya se viene llamando desde hace siglos novelas a «las otras». No lo voy hacer. Dando por descontado que, aun sin hacerlo, el establishment literario, especialmente el universitario y el académico, ambos especialmente temerosos ante lo que suene a nuevo, no me va a hacer el menor caso, imagínese si además me dejo caer con algún neologismo. No cobro de la universidad, ni soy ni lo bastante checo ni lo bastante tonto.

Pero a donde quiero ir a parar es a decir que, sobre la base de lo que es y no de lo que interesa decir, resulta paradójico que se hable de la muerte de una especie literaria -la Novela con mayúsculas, la novela obra de arte- que apenas si está comenzando su andadura y tiene unas posibilidades infinitas. Si la novela es, aunque sea todavía en unos pocos especímenes, un producto estético, una obra de arte, nos encontramos más bien con que es inmortal. Es metafísicamente imposible que un arte muera. Si la obra de arte es, como decía Hegel, la manifestación de un espíritu individual en forma sensible, antes tendría que morir el espíritu y, como consecuencia, la cultura, para que una sola de las formas del arte dejara de existir.

M. García Viñó

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