Beirut. Hacia Sidón. Ed Cody ha encontrado un alivianado chofer de 180 kilómetros por hora llamado Hassán, que conduce un Mercedes negro al que bautizo carro de la muerte (porque ése será el destino de quien se cruce en nuestro camino). Tomamos el camino costero y viramos al este, hacia las colinas de Ñame, donde […]
Beirut. Hacia Sidón. Ed Cody ha encontrado un alivianado chofer de 180 kilómetros por hora llamado Hassán, que conduce un Mercedes negro al que bautizo carro de la muerte (porque ése será el destino de quien se cruce en nuestro camino). Tomamos el camino costero y viramos al este, hacia las colinas de Ñame, donde los israelíes acaban de volar el puente.
Hace 30 años, Cody era corresponsal de Ap en Beirut y me enseñó a cubrir guerras. «Métete en el coche, conduce hacia la batalla y averigua qué están haciendo los cabrones», solía decir. Originario de Oregon, es un periodista delgado, brillante y sumamente subversivo que ahora es corresponsal del Washington Post en Pekín. Es un estupendo compañero de viaje, con la mirada atenta a los F-16, valiente sin poses, que habla árabe con fluidez, entiende la guerra sucia que observamos y florece en el cinismo.
«Mira -dice, señalando un paso a desnivel volado por las bombas en la carretera-, ¡un puente terrorista! Y si tomas el camino a Zahle, encontrarás un camión terrorista de harina y granos quemado». Si el mundo se volviera un país mejor, temo que Zahle pensaría en el suicidio.
Sidón está llena de refugiados chiítas, y yo emprendo la búsqueda de Ghena Hariri, hija de la representante de Sidón en el Parlamento y nieta del ex primer ministro asesinado Rafiq Hariri. Es egresada de Georgetown y calcula que otros tres edificios de Hezbollah en la ciudad serán bombardeados. Los israelíes acaban de atacar una mezquita de Hezbollah. Cody y yo vamos a echarle una ojeada a la cúpula aplastada, y el «escuadrón 112» local -especie de policía paramilitar- llega para ahuyentarnos.
Regresamos a Beirut, tomando la costera al sur de la ciudad. Es un camino desolado y vacío y observamos el cielo, desviándonos alrededor del aeropuerto; justo cuando pasamos el aire se llena de humo de tanques de petróleo que arden y se siente la vibración de otra enorme bomba israelí en los suburbios del sur.
Lunes 24 de julio
Hacia el sur de Líbano, en un convoy humanitario. No hay problemas hasta Zahle, en el valle de Bekaa -aunque pasamos junto al camión «terrorista» de harina que mencionó Cody, con un misil incrustado en la puerta trasera- y luego viramos al sur, hacia el lago Qaraaoun. Hace un día espléndido de sol y nubes esponjosas, y luego escuchamos el chillido de jets que vuelan muy alto. Observamos los cielos de nuevo. Me estoy volviendo experto en la luz y los cúmulos de nubes.
A la mitad de un sembradío de tomates veo un autobús londinense. «¿Es un autobús londinense?», pregunto, con el tono del tipo que ve una oveja trepada en un árbol en la serie de televisión humorística de los Monty Python. «Sí», me contestan. Y vaya que lo es: un maldito gran Routemaster rojo brillante de dos pisos. En el valle de Bekaa. En Líbano. En plena guerra.
Treinta kilómetros al sur el camino tiene cráteres en el centro y una brecha angosta en un extremo para que pasen los vehículos. Una bomba israelí ha destruido la mayor parte de la carretera arriba de un promontorio de 20 metros y me recuerda esa escena de la vieja cinta británica North West Frontier, cuando Kenneth More tiene que maniobrar una locomotora de vapor sobre un puente volado por bombas, en el cual las vías siguen conectadas pero no hay nada debajo. More se vuelve hacia Lauren Bacall y le dice: «Claro, es uno de mis pasatiempos, manejar trenes sobre puentes rotos».
Avanzamos centímetro a centímetro por la sección estrecha del camino y las piedras se desprenden bajo las ruedas. El vehículo empieza a inclinarse a la derecha y yo me cargo a la izquierda. Lo mismo hace el conductor. Después de que cruzamos, volvemos la cabeza como lobos para ver cómo le va al conductor del carro de atrás. Al norte de Jiam, puedo ver fuegos en los bosques del norte de Israel y humo elevándose desde Metullah, y escucho el golpeteo de proyectiles en Líbano. Espléndida temperatura. Lástima de la guerra.
Martes 25 de julio
Doy una vuelta de inspección por Marjayoun, la población cristiana metida entre dos franjas de territorio de Hezbollah. Fue alguna vez cuartel del brutal Ejército del Sur de Líbano, aliado de Israel, y quedan un montón de sus ex milicianos, todos con teléfonos móviles libaneses, pero sospecho que algunos tienen israelíes. No han caído proyectiles sobre Marjayoun -aún no-, así que los pobladores se reúnen en el restaurante Rashed (sí, hay un restaurante abierto en el sur de Líbano, que sirve kebabs y cerveza fría) y observan la guerra.
Se puede uno sentar en la cordillera y escuchar fuego de tanques, de Katiushas, bombas lanzadas desde jets y helicópteros. Al otro lado del valle, junto al viejo fuerte de Jiam, hay un puesto de la Organización de Naciones Unidas (ONU) donde cuatro observadores del organismo, desarmados, contemplan la batalla de primera mano e informan de cada impacto de proyectil.
Miércoles 26 de julio
Soldados indios de la ONU llevan lo que queda de los cuatro observadores al destartalado hospital de Marjayoun. Todo el día habían estado informando que los proyectiles israelíes caían cada vez más cerca de su posición, claramente marcada. Un oficial del cuartel de la organización en Naquora telefoneó 10 veces a los israelíes para advertirles que los observadores militares estaban a tiro, y 10 veces le prometieron que no se lanzaría un solo proyectil más cerca del puesto de Jiam.
Pero los cuatro soldados no huyeron -como presumiblemente esperaban los israelíes-, y la noche del martes un avión voló bajo y lanzó un misil directamente al puesto de la ONU, destrozó a los cuatro valientes y aplastó el edificio. Veo que los llevan al hospital en bolsas negras de plástico, al parecer decapitados. Uno de los soldados indios lleva un turbante, pintado del mismo azul de la bandera de la ONU.
Ahora las escuelas de la región están atiborradas de refugiados, y ostentan banderas blancas en el techo. Llego a un salón de clases donde hay 15 familias chiítas desparramadas en el suelo. Los lavabos están bloqueados, el lugar apesta a orines.
«¿Qué nos están haciendo ustedes?», me pregunta en voz baja un hombre de cabello oscuro y rostro lleno de arrugas. ¿Qué le respondo? Bueno, mi primer ministro no cree que sea momento de un cese del fuego aún, pero promete darles acceso a hectáreas de libertad y montones y montones de democracia y un nuevo amanecer algún día. Pero nada de tregua por ahora, me temo. En otras palabras, ya te jodiste, mano. No. Me quedo callado y digo haram en árabe. Significa vergüenza o lástima, según el contexto, que me alegra dejar en la vaguedad.
Jueves 27 de julio
Me siento con un amigo francés en una colina, mirando hacia el sur de Líbano al anochecer, observando aviones que descienden como águilas sobre macizos de arbustos y lanzan rocas y árboles al aire. A nuestra izquierda la artillería israelí ataca una casa de este lado de Jiam. El primer proyectil estalla en una burbuja de fuego y hay una doble ráfaga, luego una andanada -una pillonage, dice mi amigo francés en su idioma, más poderoso que el inglés- consume la casa y podemos ver pedazos de ella muy arriba en el aire, y luego más burbujas hasta que finalmente una nube de humo gris cubre los destrozos.
«Dios mío, espero que no hubiera nadie allí», dice mi amigo. Puede que nunca lo sepamos. En todo el sur de Líbano los muertos quedan prensados entre los pisos de las casas bombardeadas por los israelíes. Hablamos sobre el lenguaje de la guerra y descubrimos que la mayoría de las palabras francesas referentes a la guerra y la muerte son femeninas.
A la hora de la comida vamos a Nabatea; unas cuantas tiendas están valerosamente abiertas entre los escombros de casas en la avenida principal, un mercado derruido entre los campamentos («un mercado terrorista», escucho anunciar al espíritu de Cody) y luego, en Arab Selim, un avión deja caer una bomba en el puente frente a nuestro vehículo y nos retiramos con premura de esta desagradable emboscada para volver al refugio de nuestra casita en la colina. De noche, mosquitos, un colchón desnudo sobre el mármol y una sucia almohada para dormir.
Viernes 28 de julio
A las 3 de la mañana comienza un enorme bombardeo al otro lado del valle sobre el Castillo de Beaufort, la enorme fortaleza de los cruzados en el oeste. Capturado por Saladino en 1190, entregado a los caballeros templarios -los neoconservadores de su época- en 1260, sitiado en una ocasión por un ejército musulmán que solicitó negociar con el comandante de la plaza y luego lo torturó enfrente de sus defensores, se alza frente a nosotros cuando 46 proyectiles caen sobre el poblado de Arnoun, a un costado.
Mi teléfono móvil suena. Un periodista estadunidense camina al sur de Tibnin, hacia la batalla que libran Israel y Hezbollah en Bint Jbail -prudente precaución, porque ahora todos los automóviles son presa de las águilas de Tel Aviv- y ha encontrado dos drusos heridos a un lado del camino. Una es mujer y no puede ponerse en pie. ¿Podría yo ayudar? Me encuentro a 25 kilómetros. «¿Puedo decirles que vendrán a rescatarlos?» No les mienta, respondo. Dígales que tratará de conseguir ayuda. Le prometo llamar a la Cruz Roja.
Llamo a Hisham Hassan, del Comité Internacional de la Cruz Roja en Beirut, y le doy la ubicación precisa. Los dos están tendidos al lado de un puesto destruido en la carretera con bandera anaranjada en el suelo, un kilómetro después de un letrero que dice «Bienvenidos a Beit Yahoun» y junto a un enorme cráter de bomba. Hisham promete llamar al centro de ambulancias de la Cruz Roja en Tibnin. Diez minutos después recibo un mensaje de texto: «Cruz Roja en camino». Angeles del cielo.
Emprendo el camino de regreso a Beirut en otro convoy, sobre los mismos caminos peligrosos y pasando junto a los mismos cráteres de bombas. Hay otros nuevos, y un hombre nos grita que debemos desviarnos por una brecha. «Hay un gran cohete en el camino», dice, y con eso me basta.
Pasamos por un viejo cementerio sombreado por árboles. Tres horas más tarde nos detenemos a comer unos sándwiches en un poblado cristiano, entre personas que tradicionalmente desprecian a Hezbollah. Descubro que todos observan la estación televisiva de Hezbollah, y cuando hablo con ellos un hombre me dice que cree que Hezbollah dice la verdad.
Sábado 29 de julio
En casa. Me doy una ducha, duermo en mi propia cama y escucho el oleaje del Mediterráneo en las rocas, debajo de mi ventana. Fidele ha recobrado el valor y regresado a limpiar y cocinar. Recibo una llamada de un periodista turco para hablar del genocidio de armenios en 1915 -mucho más trágico que esta pequeña guerra- y hago una entrevista con un grupo de la televisión de Nueva Zelanda que está a punto de partir hacia el sur de Líbano con las iniciales TV escritas en letras plateadas gigantes en el toldo de su vehículo. No creo que les ayude.
Una llamada de DHL. Han llegado pruebas de la edición en rústica de mi libro desde Londres. Alguien las llevó junto con otros paquetes de DHL de Ammán a Damasco y luego -debajo de los jets– de Beeka a Beirut. Me entregan una cuenta de 30 dólares por los riesgos adicionales del tráfico de carga. Luego reviso mis notas de la semana para este diario. Descubro que mi escritura se quebró por un momento después del ataque aéreo del jueves. Tenía tanto miedo que no podía escribir.
Me siento en el balcón a leer a Siegfried Sassoon. Cody también lee para tranquilizarse en esta guerra desigual. Pero Cody lee a Verlaine.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya