Traducido para Rebelión por LB
Ayman Abu-Mahdi, asesinado por los israelíes a la edad de 10 años. A su lado su tío muestra una fotografía del niño en vida. (Miki Kratsman)
Los números no mienten. Nunca lo hacen. El mes pasado el número de palestinos muertos a manos del ejército israelí fue 45 veces mayor que el de los israelíes muertos por palestinos. Entre los muertos palestinos se contaban 13 menores de edad. Todos ellos perecieron en un único mortífero mes. El último nombre de la lista es Ayman Abu Mahdi, un niño de 10 años que, tras regresar a casa de la escuela, había salido a tomar un poco de aire con sus hermanos y amigos. Estaba sentado en un banco frente a su casa. El momento: 15 horas antes de la entrada en vigor del alto el fuego en Gaza.
¿La última baja? Por supuesto que no. Solo en la primera semana posterior a la declaración del alto el fuego los israelíes habían matado ya a otros cinco palestinos en Cisjordania. ¿El último niño muerto? Tampoco. El domingo pasado los soldados israelíes mataron en el campamento de refugiados de Askar, en Nablús, a Mahmpoud al-Jabji, de 15 años de edad. ¿La última víctima en Gaza? También eso es difícil de creer. Será la última solamente hasta que este alto el fuego se vaya al garete, como se han ido todos los anteriores.
Ayman agonizó durante una semana entera en la unidad pediátrica de cuidados intensivos del Centro Médico Sheba en Tel Hashomer. Los israelíes sólo permitieron a su tío, Abdel Havy Abu-Mahdi, acompañarlo aquella terrible noche en la que lo trasladaron en estado grave desde el hospital de Gaza hasta Israel. Fueron necesarios otros seis días de incesantes gestiones para que los israelíes autorizaran a su padre a verlo. Pocas horas después [de obtenida esa autorización], el niño murió. El hijo más pequeño de Najah y Abdel Qader al-Mahdi expiró la mañana del sábado. Envolvieron su cuerpecito con una mortaja de color azul brillante y lo transportaron de vuelta a Gaza. Por la tarde lo enterraron en el cementerio situado frente a su casa, no lejos del lugar donde los israelíes lo habían tiroteado una semana antes.
Una hilera de árboles separa la casa del cementerio. Los plantó la familia hace cerca de 25 años a modo de barrera de separación. «Así podíamos ver un poco de verde», dice el tío. Diez árboles, un minúsculo parche verde en medio del deprimente paisaje del campamento de refugiados. No querían mirar por la ventana y ver tumbas. Su casa está situada en el sector occidental del campamento de Jabalya. Allí se mudaron después de ahorrar algún dinero trabajando en Israel, trabajo que se acabó hace unos seis años.
Durante toda su vida los hermanos Abu-Mahdi trabajaron en Israel en el sector de la construcción, y ahora, exceptuando un hermano que trabaja como maestro -y que lleva ocho meses sin cobrar su salario- todos llevan años en el paro. La casa la construyeron ellos mismos a lo largo de varios años, una pared tras otra, una planta tras otra, hasta que adquirió el aspecto de un edificio de apartamentos de cuatro pisos en el que viven los cinco hermanos y sus familias, incluida la familia de un hermano que murió en un accidente de tráfico entre Yavneh y Ashdod cuando regresaba a casa de su trabajo.
La hilera de árboles ocultaba las tumbas, pero hace dos semanas no alcanzó a obstruir la visión de la mirilla de un tanque apostado sobre una colina -Jabal al-Qashf la llaman- desde la que se divisa a lo lejos su casa por el este. El tanque era visible incluso desde el primer piso, es decir, desde el piso donde vive la familia de Ayman (10 niños más los padres).
El ejército israelí estaba «operando» en Beit Hanun y el tanque vigilaba la cercana Jabalya.
Hace dos semanas, el sábado, Ayman se levantó por la mañana y se fue a la escuela de la UNRWA, donde cursaba quinto curso. Regresó a casa a las 12:30, almorzó y luego salió a la calle. Cerca de la hilera de árboles la familia había construido un banco de cemento. Ayman se sentó en el banco con algunos hermanos y amigos, incluido su hermano Adham y su primo Amjad. Su tío Abdel Hayy estaba en su casa, en la segunda planta del edificio.
Poco después de las tres, al tío se despertó de de la siesta al oir el estampido de una ráfaga de balas que impactaron contra las paredes del edificio y destrozaron las ventanas. Luego oyó gritos que procedían de la calle. Abdel Hayy se abalanzó escaleras abajo presa del pánico y oyó que habían herido a su sobrino Ayman. ¿Desde dónde?, preguntó. «Desde el tanque de la colina», le respondieron los consternados niños. A Ayman ya se lo habían llevado a toda prisa al hospital y sólo su sangre era visible en la arena. «¡Ayman, Ayman!», gritaban los niños con voz ronca.
Todos corrieron al hospital Kamal Adwan, más parecido a una clínica grande que a un hospital y no precisamente el lugar donde uno desearía ser hospitalizado. Alguien que acertó a pasar por el lugar llevó a Ayman hasta allí. Los médicos de Kamal Adwan poco podían hacer. La bala israelí había penetrado en el cráneo del niño por la parte izquierda y había salido por arriba. Se llevaron a Ayman al hospital Shifa, donde se limitaron a tratar de detener la hemorragia craneal. El estado de Ayman empeoró, y poco después de las 10 pm se decidió que había que llevar al niño a un hospital israelí.
La familia comenzó a recabar desesperadamente los permisos necesarios. Un tío se fue al ministerio de Salud palestino, otro se fue a la Administración de Liaison y Coordinación, un tercero se hizo con el informe médico. Al cabo de dos horas tenían todos los permisos, pero a medianoche, cuando llegaron al puesto de control israelí de Erez, los israelíes no permitieron al padre que acompañara a su hijo moribundo. «Que vaya otro. Tú eres su padre y al padre no se le autoriza a ir», les dijeron los israelíes. Decidieron que fuera el tío Abdel Havy quien acompañara a Ayman, pues habla hebreo con fluidez.
Una ambulancia palestina había transportado a Ayman hasta el puesto de control. Una ambulancia israelí aguarda al otro lado. Los israelíes no permiten a las ambulancias palestinas atravesar el puesto de control, cualquiera que sea el estado del pasajero. El tío de Ayman tuvo que pagar 2.000 shekels (360€) para que la ambulancia israelí se presentara. A las dos menos cuarto llegaron al Centro Médico Sheba.
Una vez en Sheba, los médicos procedieron a operar a Ayman. En los días siguientes su estado empeoró: sus sistemas vitales colapsaron uno tras otro. Su tío en ningún momento se movió de su lado. Siete días. Una muerte lenta.
En Gaza, el padre de Ayman trataba desesperadamente de obtener un permiso de entrada a Israel para poder estar junto al lecho de su hijo. Ayman era su hijo pequeño, su querido. Apenas unos días antes de que los israelíes lo tirotearan el padre le había dicho: «De todos tus hermanos y hermanas tú serás el único que te quedarás a vivir con nosotros después de que te cases». Ayman adoraba el fútbol. Su tío dice que los adultos siempre le estaban pidiendo que dejara de hacer ruido con el balón mientras trataban de descansar.
El viernes pasado, después de que el tío apelara a organizaciones pro derechos humanos en Israel, y auxiliados por personal hospitalario, los israelíes concedieron finalmente el permiso. Es decir, seis días después de que un tanque israelí hiriera al niño, los israelíes autorizaron a Abdel Qader Abu-Mahdi a ir a Sheba para ver a su hijo. Llegó justo horas antes de que el niño expirase.
El día que murió Ayman este periodista habló por teléfono con su tío en Gaza. Durante las dos últimas semanas los israelíes habían cerrado el acceso a Gaza a los periodistas israelíes. Antes del cierre pudimos hacer una fotografía del cadáver del niño en la ambulancia que lo transportó de regreso a Gaza, envuelto en una mortaja azul y con una expresión tranquila en su rostro. Su tío sostenía una fotografía de Ayman antes de que fuera herido para mostrarnos qué aspecto tenía en vida.
La escena junto al lecho del niño, relata el tío, fue desgarradora.»El padre comenzó a llorar y a gritar:`¡Ayman, Ayman, respóndeme! ¡Háblame! ¡Sólo una palabra!’ «. Abdel Hayy dice que ni siquiera el personal médico podía contener las lágrimas. El padre deseaba permanecer en el hospital, pero su hermano insistió en que regresara a casa. «No podía dejarle. Soy su tío y es muy duro para mí. ¿Cómo será entonces para su padre? Temía que mi hermano sufriera una crisis cardiaca. Le rogué que regresara a casa».
El viernes por la tarde el padre de Ayman cogió un taxi hasta el puesto de control de Erez. Esa noche, el tío trató de dormir en la habitación para padres aneja a la unidad pediátrica de cuidados intensivos. No pudo conciliar el suelo. Dijo a la gente que estaba allí que tenía la certeza de que el niño no iba a durar mucho más.
A las cinco de la madrugada oyó por los altavoces una voz que le pedía que acudiera al pabellón. Cuando el doctor le ofreció un asiento comprendió inmediatamente. Abdel Hayy casi se desvaneció, pero el doctor lo sostuvo. Luego se recompuso y recitó la oración de la mañana: «Que Dios tenga piedad del niño». Recogió sus escasas pertenencias y aguardó a la ambulancia que los llevaría a los dos a Jabalya. Llamó a otro hermano suyo y le pidió que transmitiera la noticia al padre de Ayman. No quiso tener que decírselo por teléfono.
Exhausto y abatido, dice: «Mis hermanos y yo vivíamos con los israelíes como amigos. Incluso ahora, después de lo que ha ocurrido, somos como amigos de los israelíes. Hemos pasado toda nuestra vida en Israel. Queremos vivir como todas las naciones. Basta de sangre, por los dos lados».
Texto original: http://www.haaretz.com/hasen/spages/798266.html