La operación Nubes de otoño que lanzó el ejército israelí el pasado noviembre en Gaza, tuvo en Beit Hanun su sangrienta culminación. No será la última atrocidad israelí. De la matanza de Qana a la de Beit Hanun, o desde la masacre de Deir Yasín en 1948 la muerte sigue marcando a fuego la memoria […]
La operación Nubes de otoño que lanzó el ejército israelí el pasado noviembre en Gaza, tuvo en Beit Hanun su sangrienta culminación. No será la última atrocidad israelí. De la matanza de Qana a la de Beit Hanun, o desde la masacre de Deir Yasín en 1948 la muerte sigue marcando a fuego la memoria palestina. Tras una semana de duros ataques del ejército israelí, los cuarenta mil habitantes de Beit Hanun miraban con desesperación las consecuencias de la operación de castigo: centenares de casas derribadas por los bulldozers o destruidas por los bombardeos; calles reventadas cubiertas por las aguas sucias de las cloacas; instalaciones eléctricas y telefónicas arrasadas, y casi trescientos heridos y más de dos mil detenidos, junto a los sesenta y tres palestinos muertos bajo esas Nubes de otoño, la mayoría de ellos ancianos, mujeres y niños; casi todos, civiles. La venganza de Israel no aplastó sólo el norte de Gaza: también en Cisjordania los palestinos padecieron bombardeos y muerte. Una vez más, Israel horrorizaba al mundo. La emoción mundial que causó la matanza de diecinueve civiles, miembros de una misma familia, en Beit Hanun, hizo esgrimir al gobierno israelí algunas justificaciones que, sin embargo, sólo le llevaron a crear una comisión de investigación: el ejército se investigaría a sí mismo, esperando que, una vez más, el mundo olvide.
¿Qué pretende ahora el gobierno israelí de Ehud Olmert? La aparición de Kadima y la decisión de Sharon, antes de su desaparición de la escena política, de terminar con la ocupación de Gaza, hizo creer a algunas cancillerías que la cuestión palestina podría solucionarse y que Israel colaboraría. Era un espejismo, porque Israel no ha cambiado en lo sustancial su política. El desaparecido escritor palestino Edward Said recordaba, en octubre de 2002, unas declaraciones realizadas aquel verano en una cadena de televisión norteamericana por Uzi Landau, miembro del partido Likud y ministro israelí de Seguridad: Landau había asegurado que hablar de la ocupación israelí en Palestina no tenía sentido, porque, dijo, «somos un pueblo que vuelve a casa». En esa frase está encerrada la esencia de la política expansionista y racista del Estado de Israel. Eso mismo piensa el gobierno de Olmert.
«La tierra es nuestra», dicen los judíos sionistas. «Estamos volviendo a casa». Esa retórica milenarista, a la que la diplomacia británica dio alas en 1917, no ha culminado sus objetivos todavía. La Declaración Balfour intentaba dar satisfacción a las peticiones del movimiento sionista, pero puso las bases para enfrentamientos posteriores entre los habitantes de Palestina y los inmigrantes recién llegados, que aspiraban al hogar nacional judío por el procedimiento de expulsar a quienes vivían allí. Es significativo recordar -aunque los pueblos árabes no lo han olvidado- que Londres lanzó la idea del hogar nacional judío, mientras se preparaba para incumplir todas las promesas que había hecho a los árabes en los años de la Gran Guerra.
Para los fundadores del Estado de Israel y para los distintos gobiernos hebreos que se han sucedido a lo largo del último medio siglo, los palestinos se marcharon de sus tierras, las abandonaron. Hubo intercambio de poblaciones, afirma la propaganda sionista, contumaz a través de décadas de mentiras. Sin embargo, la verdad es otra. La partición de noviembre de 1947, decidida por la ONU, que establecía dos Estados, fue seguida por la declaración de independencia de Israel, en mayo de 1948, que se asentó en el Estado judío dibujado por la ONU y en otros territorios ocupados por la fuerza en los meses anteriores. En 1948 el gobierno israelí llevó a cabo una deliberada política de expulsión de la población palestina, tanto dentro de los límites del Estado judío definido por la ONU como de otros territorios limítrofes adjudicados al Estado palestino, política que tuvo en la matanza de Deir Yasín (en la que participaron Menahem Begin y Yitzak Shamir, que años después serían primeros ministros israelíes) una de sus expresiones más feroces: el 9 de abril de 1948, un mes antes de la proclamación del Estado de Israel, grupos terroristas judíos del Irgún y del Stern asesinaron a 347 personas en esa población. Fue una eficaz operación. Después, otras matanzas se sucedieron por todo el territorio: las tropas israelíes rodeaban las poblaciones palestinas y anunciaban por altavoces que si sus habitantes no las abandonaban volvería a ocurrir «como en Deir Yasín».
La Haganah judía llenó camiones con personas aterrorizadas: el pánico se apoderó de los palestinos. Tenía un objetivo preciso: la expulsión en masa de los árabes palestinos y la ocupación del mayor territorio posible. Así, en ese año de la Nakba, de la catástrofe, se calcula que -según declaró el noruego Trygve Lie, entonces secretario general de la ONU- la cifra de refugiados palestinos ascendía a 940.000 personas, dispersas por Oriente Medio. Todas sus propiedades fueron robadas por el nuevo Estado de Israel. La resolución 194 de la ONU, aprobada en diciembre de 1948, establecía que Israel debía permitir el regreso de los refugiados y devolverles sus tierras o pagar compensaciones, pero el gobierno israelí nunca la aceptó, y, aunque sigue ratificándose anualmente en el rascacielos de Nueva York, Tel-Aviv no tiene la menor intención de cumplirla.
El ataque de cinco países árabes (Egipto, Jordania, Siria, Iraq y Libia) débiles y mal armados, no pudo impedir que Israel se anexionase, en 1948, la cuarta parte del territorio que la ONU otorgaba al Estado palestino. En ese momento del desastre palestino, Israel controlaba ya el setenta y ocho por ciento de la Palestina histórica del mandato británico de la Sociedad de Naciones. Fue una victoria sionista, que parece hoy consolidada. Desde entonces, en un feroz ejercicio de hipocresía, Israel sigue manteniendo que los palestinos abandonaron sus casas, sus tierras, sus ciudades, siguiendo los llamamientos por radio realizados por los gobiernos árabes vecinos. Sin embargo, de acuerdo con las rigurosas investigaciones realizadas, no hay indicios de ninguna iniciativa semejante: esos supuestos llamamientos son, simplemente, mentira.
Pero la agresiva política de expansión sionista no terminó entonces. En octubre de 1956, Israel atacó a Egipto, en el momento de la intervención británica y francesa para impedir la nacionalización del canal de Suez. Su objetivo era la expansión territorial. En la guerra de los seis días, Israel invadió de nuevo la península del Sinaí (Egipto), y Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los Altos del Golán sirios. Si en 1948, Israel se había apoderado de la cuarta parte del Estado palestino dibujado por la ONU, casi veinte años después ocupó el resto. Hasta hoy: solamente Gaza ha sido evacuada. «No estamos ocupando territorios», afirma el sionismo, aunque haga ya cuarenta años, desde 1967, que Israel ocupa las tierras palestinas. El mundo sabe que Israel debe cumplir la resolución 242 de las Naciones Unidas y retirarse de los territorios ocupados, pero los israelíes, seguros de la protección norteamericana y de la impotencia europea, en una constante fuga hacia delante, siguen manteniendo la ocupación militar sobre Palestina.
La eficaz propaganda israelí en el mundo -que utiliza el recuerdo del holocausto, acaparando de manera abusiva el recuerdo de las víctimas del nazismo, que no son exclusivamente judías- ha pretendido siempre ocultar el expolio al que Israel ha sometido al pueblo palestino. El despojo palestino culminó con las increíbles «leyes de propiedad de dueños ausentes», aprobadas por el Parlamento israelí, en virtud de las cuales se vendían y otorgaban las propiedades de todos los palestinos que se encontraban «ausentes» en el momento de la proclamación del Estado de Israel, ¡aunque hubieran sido expulsados por las armas! Porque desde 1948, la frenética carrera de mentiras del sionismo no se ha detenido.
Veamos algunas. «El país de los palestinos es Jordania», dicen los sionistas más radicales, acariciando todavía la idea de crear un Gran Israel, pese a la evidencia histórica de que los árabes palestinos nunca vivieron en Jordania, sino en la Palestina del mandato británico. Otra falacia de su propaganda es la que recuerda que Israel está rodeado de grandes países árabes, pretendiendo así granjearse la simpatía de la opinión pública mundial mostrando a Israel como un pequeño país que tiene que defenderse con uñas y dientes de los gigantes árabes que lo rodean. Nada más lejos de la realidad. Cuatro guerras desde 1947 (en 1948, 1956, 1967 y 1973) muestran que Israel siempre ha sido la mayor potencia militar de Oriente Medio. Todos los países árabes que rodean Israel, juntos, incluso añadiéndoles Irán, tienen un poder militar que no puede compararse al israelí. Que, además, es la única potencia nuclear de la zona.
Israel no amenaza a nadie, dice su diplomacia: pero el mundo sabe que ha ocupado territorios en Palestina, Líbano, Egipto, Jordania, y sigue ocupando una parte de Siria y Líbano. Y acaba de destruir casi todas las infraestructuras del Líbano además de causar una matanza entre la población civil que no guarda proporción con el número de soldados israelíes que mató el Hezbolá libanés. Por no hablar de sus incursiones fuera del área, como el ataque a la central nuclear de Osiraq, en Iraq, o las recientes amenazas a Irán. Israel tiene derecho a defenderse, afirma su propaganda, para justificar además la posesión (no reconocida oficialmente) de bombas atómicas y su monopolio nuclear en Oriente Medio, descubierto por el israelí Mordechai Vanunu, que pagó con largos años de cárcel su atrevimiento. Israel, en contraste con Irán, sigue negándose a integrarse en el TNP, sin que -en justa correspondencia con la actuación de las principales potencias occidentales con Irán- se le exija, como se hace con Teherán, que dé cuenta de sus programas atómicos.
Israel es una democracia, la única de la zona, se argumenta, como si esa condición pudiera justificar el expolio palestino, y como si la democracia pudiera convivir con la segregación árabe y los privilegios para judíos. Israel sólo acepta como inmigrantes a los judíos. Pero si invertimos los términos, ¿acaso se consideraría como democracia a un país que sólo aceptase al no-judío? De igual forma, la propaganda sionista ha utilizado la corrupción en la OLP (haciendo caso omiso de la corrupción propia, cuyos últimos episodios han salpicado incluso a la familia de Ariel Sharon) para explicar la catástrofe social en los territorios ocupados: la dura vida de los palestinos no sería así fruto de la ocupación israelí y de la deliberada destrucción de la economía de Gaza y Cisjordania, sino de la deshonestidad de la Autoridad Nacional Palestina. La propaganda israelí insiste también, sin rubor, en que Israel defiende la legalidad internacional: sin embargo, no hay un solo país en el planeta que haya incumplido tantas resoluciones de las Naciones Unidas como Israel (más de sesenta), quebrantando las leyes y estableciendo el derecho de la fuerza. No hay que olvidar que Tel-Aviv todavía debe cumplir las resoluciones de la ONU de 1948.
Esa propaganda sionista acusa a la izquierda que defiende los derechos palestinos de «histerismo antijudío», y hasta de inclinación por las dictaduras árabes y la corrupción, lanzando acusaciones de antisemitismo (identificándolo con antijudaísmo) a quienes critican la política de Israel. Hasta en eso mienten. Debe recordarse que los gobiernos israelíes no tuvieron empacho en vender armas a la feroz dictadura de los ayatolás iraníes, o en apoyar a los Gemayel del Líbano, cuyo partido fue creado, en 1936, a imagen y semejanza de los nazis. La propia condena del nazismo (que es radical y justa por parte de Israel, aunque, para acabar de complicar las cosas, encuentra un frente opositor formado por la extrema derecha europea, los nuevos nazis y algunos gobiernos, como el de la dictadura teocrática iraní, que, increíblemente, niega el holocausto y los campos de exterminio nazis) es a menudo expuesta por algunos propagandistas proisraelíes con deliberada confusión, como si la infame solución final ideada por el nazismo tuviese algo que ver con la lucha antisionista de los palestinos, porque los palestinos nunca persiguieron a los judíos: lo hizo la Alemania nazi, y la responsabilidad de Hitler y el nazismo no puede seguir pagándose con la vida y las propiedades palestinas.
Los eficaces medios de propaganda israelí juegan incluso con la supuesta mala conciencia de los europeos que, dicen, habiéndose olvidado de los judíos en los años del nazismo (acusación inexacta, por otra parte) querrían ahora exorcizar su responsabilidad por el procedimiento de convertirse en acusadores de Israel por la opresión de los palestinos. Es un pobre argumento, que olvida que «los europeos» no son responsables del holocausto, sino los nazis. La deshonestidad del sionismo le lleva hasta a apropiarse de las víctimas de Hitler, en una doble dirección: primero, como si los millones de judíos asesinados por el nazismo le «pertenecieran» (¡) y, segundo, como si hoy, convertidos en cenizas de la historia, su sacrificio justificara la política del Estado de Israel (ignorando además, deliberadamente, que hubo otros muchos millones de víctimas del nazismo: comunistas, socialistas, gitanos, ciudadanos soviéticos, iguales en dignidad a los judíos), y otorgándose la legitimidad moral exclusiva de hablar en nombre de la justicia histórica y en memoria de los sacrificados en los campos de exterminio.
Justificando su política actual con las acciones palestinas, por los misiles artesanales que se revelan como arañazos para Israel, e invirtiendo los términos del conflicto, el gobierno israelí de Olmert exige que, para hablar con los responsables palestinos, el gobierno de Abbas y Haniya reconozca previamente al Estado sionista, y que renuncien a luchar contra la ocupación de su territorio. Es decir: sin que Israel permita la creación y reconozca al Estado palestino resultante, exige la rendición palestina. Porque Israel no sólo sigue incumpliendo sus obligaciones como potencia ocupante en Gaza y Cisjordania, sino que persigue y aterroriza a la población, emulando la política del gobierno alemán en los años de la ocupación nazi en Europa. Es terrible consignarlo, pero el millón y medio de palestinos que viven en la franja de Gaza, están sometidos a un asedio que empieza a parecerse al que padecieron los judíos de los ghettos en la Europa ocupada por Hitler. Y sigue pendiente el retorno de los refugiados palestinos, como reclama la resolución 194 de la ONU: son casi cinco millones, que malviven en campos de refugiados en los países de la zona, como los de Sabra y Chatila en las afueras de Beirut. Como ha puesto de manifiesto su actuación en Líbano, Israel no sólo incumple las leyes internacionales, sino incluso las Convenciones de Ginebra: la destrucción de las infraestructuras libanesas y el bombardeo de la población civil fue una deliberada decisión. La presión continúa: Israel viola con frecuencia el espacio aéreo libanés y sirio, y aterroriza con su aviación a los palestinos, impidiendo incluso el descanso nocturno de los habitantes de Gaza y Cisjordania.
De manera que, quince años después de la Conferencia de Paz de Madrid, Israel sigue incumpliendo todos sus compromisos, y la reciente incorporación de un partido racista (con claros rasgos fascistas) al gobierno israelí, complica la situación: Avigdor Lieberman y su partido, Israel Betenu, postulan incluso la expulsión de todos los palestinos que viven hoy en Israel. El apoyo norteamericano al gobierno sionista, recurriendo incluso a su derecho al veto en la ONU para impedir la condena de Israel, junto con la pasividad de la mayoría de los países árabes y la vergonzosa sumisión de la Unión Europea a Washington, sigue dando alas a una política de hechos consumados que ha sumido a millones de palestinos en la desesperación y la miseria.
Mientras Israel proclama su disposición al diálogo con los palestinos, su actuación desmiente sus palabras: Tel-Aviv no tiene la menor intención de abrir negociaciones de paz, ni piensa aceptar un Estado palestino. El propósito anunciado por Kadima y por Olmert acerca de la «desconexión unilateral» se reduce al intento de anexionarse ilegalmente gran parte del territorio de Cisjordania, con los grandes asentamientos ilegales israelíes, haciendo inviable un Estado palestino, sabiendo que las bases para solucionar el drama que ya dura más de medio siglo siguen siendo las mismas: la creación de un Estado palestino, con su capital en Jerusalén Este, en las fronteras de 1967, y que los refugiados regresen a sus casas y a sus pueblos. Pero Estados Unidos, pese que su diplomacia acepta el principio de un Estado palestino, no fuerza a Israel a abrir negociaciones para ello, y la Unión Europea ensaya un hipócrita ejercicio de ecuanimidad pese a que debería ser consciente del desprecio con que el gobierno israelí acoge las iniciativas de su diplomacia. Bruselas debería poner fin a la colaboración militar con Israel, denunciar la represión sobre los palestinos, congelar el acuerdo entre la Unión Europea e Israel y levantar las injustificadas represalias económicas contra la Autoridad Nacional Palestina. Porque, si de algo sirve la Unión Europea, debe presionar para que Israel respete el derecho internacional, y debe aplicar las sanciones previstas si no lo hace. Israel no puede alegar que es atacado con precarios misiles palestinos para responder destruyendo las casas de la población civil, ni puede bombardear los campos de refugiados, como no puede destruir las infraestructuras de Gaza y Cisjordania, ni tiene derecho a reventar escuelas o ambulatorios. Europa sabe que Israel no tiene ningún derecho a hacerlo.
El futuro próximo no se presenta mejor, porque Israel ha roto todos los diques que contenían el odio. Pero, al margen de lo que haga su gobierno, los ciudadanos israelíes no pueden seguir ignorando que su ejército comete crímenes de guerra. No sería justo equiparar los crímenes nazis, excepcionales en su monstruosidad, con los de Israel, pero los israelíes no pueden cerrar los ojos ante el feroz acoso que su país está llevando a cabo contra los palestinos: no pueden seguir emulando a los ciudadanos alemanes que alegaban ignorar la existencia de los campos de exterminio y los crímenes del nazismo, porque los israelíes saben a qué siniestro infierno han condenado a vivir a los palestinos de Gaza y Cisjordania. Porque la política del gobierno de Tel-Aviv, cabalgando sobre la escalofriante indiferencia de una gran parte de la población israelí ante el sufrimiento palestino, se reduce hoy a la imposición del terror, con muros, cárceles (miles de palestinos están en las prisiones israelíes), asesinatos, torturas, detenciones arbitrarias, bombardeos, destrucción de viviendas, escuelas, dispensarios médicos y centrales eléctricas, así como de infraestructuras y campos de cultivo, robo de propiedades (miles de campesinos han sido desposeídos de sus tierras en el río Jordán) e impuestos, y el sabotaje de la economía palestina. Un reciente informe de la UNRWA (la agencia de la ONU que se ocupa de los refugiados palestinos) ha revelado que el asfixiante bloqueo de Gaza y Cisjordania ha llevado a que el sesenta y cinco por ciento de los palestinos estén bajo el nivel de pobreza extrema. Junto a ello, continua la construcción de nuevos asentamientos de colonos israelíes, condenados por todos los países y contrarios al derecho internacional.
Las cuestiones clave para empezar a resolver esa dramática situación continúan siendo sencillas: un Estado palestino viable y el retorno de los refugiados. Sin embargo, Israel no está dispuesto a aceptar esa solución, aún sabiendo que incluso los sectores palestinos más radicales, como Hamás, no ponen hoy énfasis en la cuestión de los refugiados (y se equivocan), y pueden acabar cometiendo serios errores como en Oslo. Israel no acepta ni la olvidada Hoja de ruta, ni cualquier otro proyecto que tenga como objetivo la creación de un Estado palestino viable, sobre las fronteras de 1967. La reciente firma de una tregua en Gaza y la promesa hecha por Olmert a Mahmud Abbas de abandonar algunos territorios ocupados y desmantelar asentamientos israelíes a cambio de la paz y de la renuncia palestina al retorno de los refugiados, no supone un cambio en la situación, porque todo indica que, de nuevo, Israel ofrece algunas vagas promesas a cambio de nuevas concesiones palestinas, como ocurrió en Oslo: pese a las presiones internacionales que tendrán que soportar, Abbas, Haniya y la ANP saben que renunciar hoy al retorno de los refugiados y mañana a Jerusalén, para acabar recibiendo unos retazos de la tierra palestina insuficientes para sustentar un Estado, no supone una solución real para un conflicto que dura ya demasiado.
Mientras Israel no muestre intención real de aceptar un Estado palestino viable y renuncie a la ocupación, cumpliendo las resoluciones de la ONU, el proyecto de Olmert continuará siendo un acabado programa de terrorismo de Estado, que continúa la estela de los anteriores gobiernos israelíes, y su ejército seguirá eliminando las milicias de la resistencia palestina a través de asesinatos selectivos (opción que han mantenido todos los gobiernos israelíes desde la guerra de los seis días, organizando el asesinato sistemático de palestinos con sus eficaces escuadrones de la muerte) y sembrando el terror entre la población civil con escalofriantes matanzas, como en Qana o Beit Hanun, para que el pueblo palestino se resigne a la derrota e inicie el éxodo, abandonando su tierra, como en 1948. Para ello, Israel está robando tiempo, añadiendo nuevas disputas y exigencias, como la recogida en la propuesta de Olmert, estimulando el caos en Gaza y Cisjordania, complicando hasta el infinito la solución del conflicto y la reparación del insostenible despojo palestino. El espejismo de un Gran Israel ha fracasado y está muerto, pero sus partidarios todavía acarician la esperanza de que el mundo olvide el drama palestino o, al menos, se resigne a considerarlo una cuestión irresoluble, e impulsan vientos de guerra en Oriente Medio que pueden alcanzar a Siria, Líbano e Irán, mientras mantienen una feroz política de hostigamiento y matanzas sobre Gaza y Cisjordania para que lleve al corazón palestino el frío de la muerte y la convicción de la derrota.