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30 años de reformas laborales

Fuentes: Rebelión

El pasado 15 de junio, el régimen monárquico español celebraba el 30 aniversario de las primeras elecciones tras la muerte del General Franco, unas elecciones previstas para legitimar los cambios necesarios para que el conjunto de la oligarquía española siguiera detentando el poder político, económico, y cultural, como lo había estado haciendo los 40 años […]

El pasado 15 de junio, el régimen monárquico español celebraba el 30 aniversario de las primeras elecciones tras la muerte del General Franco, unas elecciones previstas para legitimar los cambios necesarios para que el conjunto de la oligarquía española siguiera detentando el poder político, económico, y cultural, como lo había estado haciendo los 40 años anteriores, pero bajo las condiciones de democracia burguesa occidental.

 
No todas las opciones políticas pudieron concurrir a esas elecciones bajo sus siglas, organizaciones comunistas como el MC, PTE, ORT o la LCR eran aún ilegales, al igual que la mayoría de partidos políticos de la izquierda abertzale como LAIA o HASI, que además se negaron a participar en esas elecciones bajo otras siglas hasta que no hubiera una auténtica y verdadera amnistía. Sin embargo, si pudo concurrir el PCE, legalizado en la Semana Santa de ese mismo año; pero ni siquiera este partido, cuyos dirigentes habían pactado su legalización a cambio de la aceptación del régimen monárquico español de la oligarquía, pudo competir en esas elecciones en igualdad de condiciones como se ha insinuado en multitud de ocasiones, la última en la Cadena Ser por boca del ahora comentarista Herrero de Miñón, cuando narraba que en esas elecciones se pretendía configurar ya el bipartidismo actualmente existente, delante de un extrañamente «sorprendido» Santiago Carillo, no sabemos hasta qué punto la propia dirección del PCE de la época, incluido naturalmente el propio Santiago Carrillo, pudo dar por válida en su momento esa desigualdad de condiciones.

 
Frente a esta celebración del régimen, los trabajadores de los pueblos del Estado español nos encontramos con que no tenemos nada que celebrar y sí mucho que lamentar, ya que se cumplen 30 años de las que podríamos denominar como primeras reformas laborales contra los derechos de los trabajadores, hablamos del Real Decreto de 4 de marzo de 1977, y en octubre de ese mismo año, de la firma por parte de los partidos políticos del régimen, entre ellos el PCE con la complicidad de las CCOO, de los Pactos de la Moncloa, que marcaron el inicio de una frenética carrera de reformas laborales antiobreras con una deficiente, cuando no cómplice, oposición sindical, según los casos y los sindicatos, en beneficio de la burguesía con sus demandas de flexibilizar el «rígido» mercado laboral español que dura hasta la actualidad y, que de no remediarse, se prolongará en el futuro.

 
 

Las reformas laborales del 1977

 
Un año antes, en 1976, se promulgó la Ley de Relaciones Laborales que significó un auténtico avance de las posiciones e intereses de clase, sobre todo en cuanto a mayores garantías en caso de despido improcedente, pero esta Ley fue la excepción, ya que a partir del año 77 se comenzaría un camino regresivo tendente a flexibilizar y a precarizar el empleo, favoreciendo aún más la relación de dominación y subordinación del trabajo frente al capital, propia del modo de producción capitalista en todas sus fases.

 
Aunque en el Real Decreto de 4 de marzo de 1977 se reconocía el derecho a huelga, al igual que como contrapartida se establecía el criterio de cierre patronal, se eliminaba el derecho a readmisión y la rebaja de los coeficientes en las indemnizaciones establecidos en la Ley de 1976, reconociéndose el despido objetivo individual y la reestructuración de plantilla.

 
Sin embargo, esta tendencia se acentuaría y cobraría fuerza con la firma en octubre de 1977 de los Pactos de la Moncloa. Una característica muy importante y destacable de los pactos de la Moncloa es que fue firmado por los partidos políticos y no por los sindicatos, era un pacto de naturaleza política e institucional y suponían el inicio de una regresión laboral a mucha mayor escala, el inicio de una continua transformación de la legislación laboral siempre desfavorable a los intereses de los trabajadores. Los Pactos de la Moncloa suponen, con la excusa perfecta de la fuerte crisis económica, la puesta por primera vez en practica de las políticas neoliberales en el Estado español, ya teorizadas por los economistas de la Escuela de Chicago en respuesta al agotamiento del modelo capitalista keynesiano, imperante desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los setenta del siglo pasado en todo el mundo occidental, y que preconizan la más absoluta desregulación del mercado de trabajo sin intervenciones «extrañas», o mejor dicho, la más absoluta regulación del mercado de trabajo a favor del capital.

 
Lógicamente, es necesario contextualizar políticamente el momento en que se firman los Pactos de la Moncloa ya que 1977 fue un año vital para la operación de legitimación del naciente régimen monárquico español de la oligarquía, esa operación para su triunfo necesitaba de la validación de los partidos y organizaciones de la clase obrera, principalmente de los mayoritarios en aquella época, es decir, del PSOE, PCE, UGT y CCOO. La legitimación de la izquierda representada por el PSOE y el PCE y por los sindicatos UGT y CCOO vendría a equivaler a una legitimación del régimen y de sus políticas neoliberales como recetas necesarias contra la crisis económica de cara a los trabajadores y clases populares en general, asegurándose una paz social necesaria para llevar el triunfo del «nuevo régimen», con todos sus intereses de clase, no solo en materia de relaciones laborales sino mucho más allá, hasta sus últimas consecuencia, con el objetivo de incorporar al Estado español de lleno en el mundo de las democracias occidentales imperialistas y en todas sus estructuras: OTAN, UE, intervención en conflictos armados exteriores, etc.

 
A pesar de las fuertes tensiones que la firma de los Pactos de la Moncloa produjo en el seno del PCE y de las CCOO, se instalaba definitivamente la «cultura» del consenso, la concertación y el «pactismo» en detrimento de la movilización y la lucha en las organizaciones políticas y sindicales mayoritarias de la clase obrera del conjunto del Estado, propiciando unas condiciones subjetivas favorables para en el futuro acometer más reformas laborales contra los trabajadores, como así ocurrió.

 
Tras los Pactos de la Moncloa, vendría en 1980, el Estatuto de los Trabajadores (ET), con el acuerdo de la CEOE y la UGT. En este caso, aunque en un principio las CCOO se opusieron al ET, el sindicato acabó aceptándolo progresivamente debido a las presiones ejercidas por el PCE, después de todo, el ET no dejaba de ser una criatura engendrada por los Pactos de la Moncloa en la que se continuaba el recorte de derechos de los trabajadores en cuanto a indemnización por despido improcedente, la movilidad funcional y geográfica, flexibilidad, y mayores poderes para los empresarios en la organización del trabajo en las empresas, etc.

 
Las consecuencias del entreguismo y el «pactismo» de las burocracias sindicales de UGT y CCOO, cuya función ya no es tanto legitimar a un régimen como en los setenta y parte de los ochenta sino cogestionar y participar en los beneficios sobre todo económicos del sistema de explotación capitalista, son claras, y no sólo se reducen únicamente a la precariedad en la contratación o a la pérdida de cobertura social, premiando con reducciones y bonificaciones a los empresarios sino que apunta a un hecho fundamental y básico: a la conciencia, es decir, a la pérdida de la conciencia de clase, es la derrota de la «clase para sí», siguiendo a Marx.

 
 

El triunfo del neoliberalismo

 
La crisis económica de los sesenta del siglo pasado obligó al capitalismo a reorientarse y redefinir su estrategia de acumulación a fin de recuperar los beneficios, introduciendo cambios en las formas de organización de las empresas, cambios en el empleo con una mayor flexibilidad de los sistemas de trabajo, cambios en la estructura de la producción, y la descomposición del proceso productivo, que presuponían la introducción de cambios en las relaciones laborales expresadas en las formas de contratación: flexibilidad, precariedad y temporalidad, abuso de trabajadores jóvenes e inmigrantes siendo utilizados vilmente para presionar a la baja al resto de la clase, mayor disciplina en los centros de trabajo, etc.

 
Como consecuencia de la crisis muchos países occidentales empezaron a experimentar un fenómeno que creían superado: el paro. El relativo pleno empleo que vivieron determinados estados occidentales no se podía mantener eternamente y chocó con la misma lógica del sistema capitalista, es decir, con los ciclos económicos y crisis propias del modelo de producción capitalista, y con el temor de los capitalistas a una sociedad de pleno empleo que pudiera incentivar el aumento de los salarios y la mejora de las condiciones laborales a unos niveles inaguantables e insostenibles. Siguiendo a Marx, el capitalismo necesita del paro, de ese «ejército de reserva» que mantenga el mercado de trabajo (recordemos que en el capitalismo la fuerza de trabajo es mercancía) en condiciones que convengan al capital, tanto a nivel de salarios, ya que a una mayor oferta de mano de obra le corresponderá una mayor competitividad entre los propios trabajadores y más ventajosa será la contratación (la demanda) para los empresarios, como de disciplina laboral, utilizando el chantaje y el miedo a verse en la calle, en una «sociedad de consumo» con más y más gastos que afrontar.

 
A partir de los sesenta del siglo pasado se fue extendiendo en determinadas zonas del Estado español un fuerte proceso de industrialización que generó un periodo de crecimiento económico y aumento del empleo, trayendo consigo una intensa inmigración entre zonas del Estado, Andalucía vio marchar en poco menos de 20 años a más de 2 millones de sus habitantes hacia otras zonas del Estado y de Europa, fundamentalmente. Poco a poco se instalaba un «Estado del Bienestar» muy peculiar, sustancialmente diferente al del resto de estados europeos, pero que supuso una mejora evidente del nivel de vida de los trabajadores en su conjunto con respecto a épocas anteriores. A mediados de los setenta, al comienzo de la Transición, y a pesar de los fuertes desequilibrios entre territorios del Estado, una gran parte de los trabajadores urbanos tenían un empleo estable, aunque con bajos salarios, largas e interminables jornadas de trabajo, y sin derechos políticos ni sindicales. La crisis económica de los setenta y ochenta del siglo pasado, en el contexto de la Transición y el triunfo internacional de las teorías neoliberales, dieron lugar a una reestructuración económica que facilitara la competencia global, la internacionalización de la economía, las políticas liberalizadoras, la desregulación y privatización, y el cambio del papel de Estado a favor de la flexibilidad laboral y la austeridad salarial, que se prolonga hasta la actualidad.

 
La cronología de reformas laborales antiobreras nos indica la intensidad y el empeño con que la burguesía española y su Estado se han dedicado a este propósito, he aquí las más importantes:
 
 
· 1977 . Real Decreto de 4 de marzo. Pactos de la Moncloa.
· 1979 . Acuerdo Básico Interconfederal.
· 1980 . Acuerdo Básico Interconfederal. Estatuto de los Trabajadores.
· 1982 . Acuerdo Nacional de Empleo.
· 1984 . Primera reforma del Estatuto de los Trabajadores. Reales decretos sobre contratación precaria.
· 1988 . Plan Juvenil de Empleo, retirado por la Huelga General del 14-D.
· 1992 . Medidas Urgentes de Fomento del Empleo y Protección por Desempleo. El «Decretazo».
· 1993/1994 . Nueva reforma del Estatuto de los Trabajadores. Medidas Urgentes para el Fomento de la Ocupación. Legalización de las ETT. Huelga General del 27-E de 1994.
· 1997 . Acuerdo Interconfederal para la Estabilidad en el Empleo. Acuerdo Interconfederal sobre Negociación Colectiva. Acuerdo sobre Cobertura de Vacíos.
· 2002 . Nueva reforma laboral por «Decretazo».
· 2006 . Nueva reforma laboral con la excusa de frenar la temporalidad se precariza la contratación indefinida.
 
 
 

 


Perspectivas para el futuro

 
Dado por una parte las posiciones antiobreras de las burocracias de los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, y por otro lado la dispersión y debilidad del sindicalismo combativo de clase, con la única excepción de Euskal Herria, las perspectivas para hacer frente a las más que seguras ofensivas del capital contra los trabajadores no son positivas. La pasada reforma laboral del 2006 puso de manifiesto, una vez más, la traición de UGT y CCOO, así como la debilidad y descoordinación del sindicalismo de clase combativo, en este caso concreto, ni siquiera el sindicalismo combativo vasco opuso una resistencia destacable.

 
Posiblemente, la tan manifestada falta de competitividad de las empresas y de la economía española en general pueda inspirar y servir de excusa perfecta para nuevas reformas laborales, aunque expertos del propio sistema sostengan que la precariedad no conduce a una mayor productividad por más que se intensifique el ritmo y la presión en el trabajo, sino la inversión en tecnología y en capital constante; o quizá el contenido de las próximas reformas legislativas sean más sociales (pensiones, prestaciones, etc.) que laborales (tipos de contratación, etc.). Por su puesto, en el punto de mira de la oligarquía española estaría, como ya ocurre en otros países occidentales, el debilitar al máximo el sistema de convenios colectivos avanzando en la idea de los contratos de trabajo individuales, lo que vendría a profundizar aún más la debilidad de la conciencia de clase, dificultando aún más si cabe todo tipo de respuesta colectiva, de clase.

 
La cuestión es que el sindicalismo de clase y combativo tiene la imperiosa necesidad de ir superando su debilidad, ajustándose a las nuevas circunstancias, especialmente las que se dan en el mercado laboral producidas por los cambios en el área de la producción y distribución de bienes y servicios, sin perder jamás la perspectiva sociopolítica. En este sentido, en Andalucía existe la posibilidad real, propiciada por el SOC (Sindicato de Obreros del Campo) y la CSA (Coordinadora Sindical de Andalucía), de avanzar hacia la creación de un sindicato único de clase, combativo, con la asamblea de trabajadores como voz decisoria, defensor de los derechos nacionales del pueblo andaluz, centrado en el marco nacional andaluz de lucha de clases, internacionalista, solidario, y sociopolítico. Es mucho lo que nos jugamos los trabajadores de Andalucía, y sobre todo, no podemos caer en el error de reproducir viejas estructuras burocráticas gestoras del sistema, encaminadas a perpetuar de una forma o de otra la vieja explotación del ser humano por el ser humano.

 
No podemos dejar que transcurran otros 30 años más de reformas contra los intereses y los derechos de los trabajadores.