Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.
El presidente de la Knesset me invitó a tomar parte en la sesión especial para conmemorar el duodécimo aniversario del asesinato de Isaac Rabin.
Estuve dudando si aceptar la invitación.
Por una parte me gustaría honrar al hombre y los logros de sus últimos años. Me gustaba.
Por la otra, no deseo oír un elogio largado por Simon Peres, el hombre que se pretendió seguidor de la senda de Rabin y quemó los acuerdos de Oslo entre guiños de cobardía. Incluso menos una alabanza de Ehud Olmert, una de las personas que dirigió la campaña contra los acuerdos de Oslo y sus autores. Y todavía menos un elogio de Benjamín Netanyahu, que estuvo de pie en el balcón mientras el retrato de Rabin en uniforme de las SS desfilaba debajo.
Al final he decidido no asistir a esa orgía de hipocresía santurrona. No iré a la Knesset. En vez de eso me sentaré en casa mirando el mar y pensando en el hombre.
En el joven Isaac Rabin, que se unió al Palmach (las fuerzas regulares de antes de la independencia). El comandante que echó de sus casas a los árabes en la guerra de 1948. El jefe de Estado Mayor que nos convocó a honrar a los enemigos muertos tras la guerra de los Seis Días. El Primer Ministro que hizo más por la educación que cualquier otro de sus predecesores o sucesores. El Primer Ministro que me permitió que continuara mis contactos secretos con los líderes de la OLP cuando era un delito grave. El ministro de Defensa que pidió a los soldados «romper brazos y piernas», una orden que se llevó a cabo meticulosamente. El hombre que reconoció a la OLP y que estrechó la mano de Yasser Arafat.
Fue todo eso y la lista continúa.
Sobre todo fue el representante de mi generación, la «generación de 1948»; y no por casualidad ésta generación está definida por una guerra. Era la época de la inocencia. La inocencia de los luchadores y de la Yishuv (la sociedad hebrea de Palestina anterior al estado). En perspectiva, los hechos de aquel tiempo -las acciones de las organizaciones clandestinas, las operaciones de guerra- adquieren un aspecto diferente, un cuadro con muchas sombras. Pero hay que recordarlo: no es como nos parecía cuando sucedió. No, en absoluto.
Rabin personificó la inocencia de la generación que creyó con todo su corazón que sacrificaba sus vidas por una causa más justa que cualquier otra: la existencia de la Yishuv, la salvación de los judíos de Europa, nuestra lucha por la independencia nacional. Sin esa creencia absoluta, por otra parte aparejada a una total ignorancia, no habríamos soportado la prueba de 1948; una prueba en la que una proporción significativa de nuestro grupo de edad pereció o resultó herida.
Esta generación idealizó un cierto tipo de personalidad: el ‘Sabra’ (literalmente, chumbera), una figura mítica que tuvo una inmensa influencia en la formación de la generación. (Yo mismo tomé parte en la alimentación de ese mito). Se suponía que el Sabra era recto, tanto física como mentalmente, libre de los complejos de los judíos «exilados» (el término «exílico‘ era el apelativo más insultante de nuestro léxico). El Sabra era honrado, sincero, práctico, natural, alguien que siempre va directo al grano y desprecia el manierismo hueco, la charla inútil y las frases histriónicas, a lo que nos referíamos coloquialmente como «sionismo». Antes de que supiéramos del Holocausto, los judíos «exilados» y todo lo vinculado a ellos se trataba con desprecio, incluso con desafío.
Como por sí misma, apareció una clara distinción terminológica: La Yishuv «hebrea» y la religión «judía»; el quibutz «hebreo» y el asentamiento «judío» (en la diáspora); ‘Obreros hebreos «(nombre del sindicato dominante entonces, la «Organización General de Trabajadores Hebreos en Eretz–Yisrael‘) y «judíos» luft-gesheften (palabra yidish para las transacciones confusas); trabajadores ‘hebreos’ y especuladores «judíos».
Isaac Rabin fue el último Sabra: un joven bien parecido que sacrificó su ambición personal (estudiar ingeniería hidráulica) para servir a la nación, convertirse en un combatiente y mandar combatientes, actuar y dejar las discusiones ideológicas a los viejos.
Tenía fama de poseer una «mente analítica» debido a su habilidad para examinar una situación dada y hallar soluciones prácticas. La otra cara de la moneda era su falta de imaginación. Trataba con la realidad y no podía imaginar una realidad diferente. Abba Eban, que le odiaba visceralmente, me dijo maliciosamente: ‘Análisis significa disección. Rabin puede tomar las cosas por separado, pero no puede juntarlas de nuevo’.
Era retraído, quizás tímido, y reacio al contacto físico, las palmadas en la espalda y los abrazos públicos. Alguien le llamó «autista». Pero no era dominante ni ciertamente arrogante. Tras unas copas (siempre escocés) se abría un poco y en las fiestas podía sonreír con una sonrisa de truhán y volverse totalmente amigable.
Si hubiera muerto en 1970 le hubiéramos recordado solamente como soldado, un comandante de brigada exitoso en la guerra de 1948, el mejor jefe de Estado Mayor que el ejército israelí ha tenido nunca, el arquitecto de la increíble victoria de la guerra de los Seis Días. Pero éste sólo fue un capítulo de su azarosa vida. Sucedió algo extraño: a los 70 años hizo algo que incluso los de 30 son, generalmente, incapaces de hacer: cambió completamente su visión del mundo y abandonó las certezas que hasta entonces habían gobernado su vida.
Fui testigo de ese cambio asombroso. En 1969, cuando Rabin ocupaba el cargo de embajador israelí en Washington, hablamos por vez primera del problema palestino. Rechazaba completamente la idea de la paz con los palestinos. Todavía recuerdo una frase suya de aquella conversación: «No me preocupo por fronteras seguras, quiero fronteras abiertas. (En hebreo, un juego de palabras; batuach significa segura y patuach significa abierta). ‘Fronteras seguras» era en aquel tiempo el eslogan de los anexionistas. Rabin quería decir frontera abierta con Jordania, una vez dijo: «No me importa si necesito un visado para ir a Hebrón’.
Después de eso nos vimos de tarde en tarde -en su despacho, en la residencia del Primer Ministro, en su casa particular y en fiestas- y la conversación siempre volvía al tema palestino. Su actitud seguía siendo negativa.
Por lo tanto sé lo radical que fue el cambio. No creo que fuera yo quién le influenciara; como mucho planté algunas semillas. Él mismo me explicó el cambio tras una serie de deducciones lógicas: cuando era ministro de Defensa se reunió con personalidades palestinas locales. En las conversaciones, uno por uno fueron amables, pero cuando estuvieron en grupo fueron duros y le dijeron que tomaban sus directrices de la OLP. Después llegó la Conferencia de Madrid. Israel cedió a la presión y se avino a negociar con una delegación jordana que incluía miembros palestinos. Una vez allí los jordanos rechazaron tratar los asuntos de los palestinos y así, en la práctica, los palestinos se convirtieron en una delegación palestina independiente. A Faisal Husseini, su auténtico líder, no se le permitió acceder a la sala de la conferencia por que era de Jerusalén. Los miembros de la delegación iban de vez en cuando a la otra sala a consultarle y al final de cada día les decían a los israelíes que tenían que llamar a Túnez para recibir instrucciones de Yasser Arafat.
‘Esto llegó a ser demasiado ridículo para mí’, me dijo Rabin directamente, a su manera, ‘si de todas formas todo depende de Arafat, ¿por que no hablamos con él directamente?’
Éste fue el trasfondo de Oslo.
¿Cómo quedó el buque Oslo de Rabin varado en un banco de arena?
Creo que mucha de la culpa la tuvo el propio Rabin. Realmente quería alcanzar la paz con los palestinos. Pero no veía el camino que lo llevase al objetivo ni una imagen clara del propio objetivo. El cambio fue demasiado agudo. Como la sociedad israelí en general, era incapaz de liberarse, de la noche a la mañana, de los miedos, desconfianzas, supersticiones y prejuicios acumulados durante 120 años de conflicto.
Por eso no hizo lo único que habría llevado el barco de Oslo a un puerto seguro: aprovechar el impulso y alcanzar la paz con una maniobra atrevida y rápida. No conocía la famosa sentencia de David Lloyd-George sobre la paz con Irlanda: ‘No puedes atravesar un abismo con dos saltos’.
La composición de su personalidad tuvo un impacto negativo en el proceso. Era cauto por naturaleza, lento, renuente a los gestos dramáticos (a diferencia de Menajem Beguin, por ejemplo). Esto dio como resultado el fatal debilitamiento del acuerdo de Oslo: el objetivo final no se especificó. Las dos palabras cruciales -‘Estado Palestino’- no aparecieron en ningún momento. Esa omisión condujo al colapso.
Mientras los dos bandos gastaron meses y años disputando sobre los detalles más nimios de los interminables pasos «intermedios», las fuerzas contrarias a la paz en Israel tuvieron tiempo de recuperarse y unirse. Dirigidas por los colonos y la ultraderecha, se apoyaron en los odios y las ansiedades engendradas por la larga guerra.
En términos militares Rabin fue como un general que tiene éxito en romper el frente y en vez de esparcir sus fuerzas por la brecha y forzar una decisión, vacila y se queda en el sitio, permitiendo a las fuerzas contrarias reagruparse y formar un nuevo frente. En otras palabras, demolió las fuerzas de la guerra, pero les permitió reagruparse y armar un contraataque.
Por eso pagó con su vida.
El asesino de Rabin cambió la historia de Israel como el asesino del príncipe heredero del imperio austrohúngaro, en 1914 en Sarajevo, cambió la historia del mundo.
Nadie es irremplazable, dicen, pero no ha aparecido un segundo Rabin; nadie con su honradez, con su valentía, con su mente lógica.
Esta semana Ehud Olmert declaró que iba a continuar por la senda de Rabin, pero él representa todo lo contrario: lo contrario de la honradez, de la valentía; lo contrario de la lógica (por no mencionar su propensión a abrazar a la gente y dar palmadas en la espalda).
Rabin realmente quiso avanzar hacia la paz. Poco a poco, con tercos regateos, pero también con consistencia y persistencia. La intención de Olmert es completamente diferente. Quiere un «proceso de paz» que no tenga final, charlas, reuniones, conferencias, sin ningún avance, mientras la ocupación continúa, la anexión sigue reptando, los asentamientos se acrecientan y las esperanzas y las oportunidades para los dos pueblos se evaporan.
La conferencia de Annapolis se ajusta perfectamente a este esquema: declaraciones huecas, otra conferencia sin resultados, una exhibición sin sentido.
Hay gente que dice que lo más importantes es hablar porque «cuando estás hablando no estás disparando». Esa es una peligrosa ilusión. En nuestro caso la verdad es exactamente lo contrario: cuando hablas por hablar la ocupación se hace más profunda, la desesperación gana terreno y los disparos nunca han parado realmente. El fracaso de Annapolis bien puede ser el pistoletazo de la tercera Intifada.
Texto original en ingles:
http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1193520170/
Carlos Sanchis y Caty R. pertenecen a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.